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La gran discusión y los atajos ilusorios


El indiscutible mérito de los artículos de Manuel Riesco en mostrador.cl reside en su capacidad de mostrar cuáles son los términos reales de la discusión que debería desarrollarse en el país en relación al presente y futuro de esta entidad que seguimos llamando nación chilena. Porque la ideología neoliberal y el sistema vigente de comercio internacional son en este momento objeto de seria discusión en casi todo el mundo por parte de las mismas clases dirigentes. En todo el mundo, menos en Chile.



Riesco no se limita a emitir una opinión contraria al «neoliberalismo», sino que reconstruye el recorrido del proceso social y económico chileno de los últimos cincuenta años demoliendo todo el entramado de lugares comunes izquierdistas y derechistas que han venido conformando la versión oficial de lo que ha ocurrido en el país a lo largo de dicho período. En esta línea interpretativa, lo que sobresale es la descripción de una muy visible solución de continuidad entre las diferentes fases, gobernadas por diversos actores políticos civiles y militares y protagonizadas por las fuerzas sociales que han impulsado en la segunda mitad del siglo XX una verdadera revolución, una transformación profunda que en buena parte es contemporánea y forma parte de las grandes transformaciones mundiales que se han verificado en el mismo período, especialmente en aquellas áreas que recibían la denominación de «tercer mundo».



Sin embargo, es sorprendente constatar que la lucidez con que este análisis afronta la evolución de las fuerzas sociales y económicas en el pasado reciente se paraliza, queda suspendida por deslumbramiento, ante el fenómeno crucial y absolutamente central que caracteriza esta evolución ya con toda claridad a partir de la desaparición de la Unión Soviética y de todo el llamado bloque socialista a finales de los años ochenta. En efecto, me pregunto qué sentido puede asumir un programa de tareas futuras para la población de cualquier nación, y mucho menos en un país como Chile, que prescinda de un dato fundamental como la crisis irreversible del concepto de soberanía nacional tal como lo hemos conocido en los últimos dos siglos. Y más aún, qué sentido tiene proponer precisamente este principio de soberanía como el arma que permitirá restaurar valores e instrumentos que se opongan alternativamente al actual estado de las cosas.



La soberanía nacional es una conquista histórica, no un mandamiento divino, un principio que ha generado progreso y bienestar en algunos, pocos, países, promoviendo y justificando a la vez las peores guerras y genocidios coloniales que ha conocido la historia de la humanidad. No sirve de nada interpretar la disgregación de las barreras de soberanía como consecuencia de una movida perversa de las fuerzas del Mal, cuando sería mucho más productivo ir al encuentro de las connotaciones revolucionarias de este proceso, que se configuran sobre todo en el nacimiento de un nuevo sujeto social y político verdaderamente supranacional y capaz de entrabar la lógica del poder dominante.



Naturalmente, Riesco no nos está proponiendo simplemente la restauración de una soberanía nacional chilena independientemente del contexto regional o continental, sino que, precisamente, plantea la formación de una entidad supranacional latinoamericana, a la manera de la Unión Europea, entidad que pueda oponerse con posibilidades de éxito a la situación actual caracterizada por la pura y simple anexión imperial que impone Estados Unidos. Pero entonces habría que preguntarse por qué esta aspiración americanista (que no es nueva ni mucho menos, fue un programa típico y justo del progresismo del siglo XIX, época de consolidación de los estados nacionales), nunca ha podido realizarse, y cómo, en las condiciones actuales de mundialización y derrumbe de la fortaleza de la soberanía nacional, podría mágicamente convertirse en la nueva panacea para los países pequeños.



Coincido con muchos aspectos del análisis de Manuel Riesco, entre otras cosas porque conduce a las preguntas fundamentales. Pero entonces habría que dedicarse a pensar realmente en lo que aquellas preguntas nos plantean. No es el caso de llegar hasta el borde del camino y retroceder asustados al vernos enfrentados a un abismo. El camino recorrido no prosigue en una curva retrógrada, la lucha contra el nefasto neoliberalismo no puede llevarse a cabo en un terreno que ya no existe y con armas completamente derruidas y superadas por el tiempo. Por el contrario, hay que empujar el proceso hacia adelante, no hacerlo retroceder medio siglo, empresa por lo demás imposible. Y empujarlo hacia adelante significa descubrir que la crisis de la soberanía nacional libera nuevas energías, nuevos protagonistas, nuevas líneas de frontera y de intercambio; descubrir que los intereses comunes de las grandes mayorías de la población ya no están representados ni garantizados dentro de los confines del estado nacional o regional, reductos que alguna vez nos han protegido pero que también han sido cuna de los peores nacionalismos y de repugnantes pretensiones de superioridad.



Como dice Riesco con otras palabras, la casta mentalmente colonizada que gobierna el país desde el estado y desde las empresas ha optado cómodamente por dejarse llevar en una corriente que, si no se la detiene, muy probablemente condenará Chile a la insignificancia. Esto es dramáticamente cierto. Pero en vano podríamos esperar que estos señores, u otros señores de recambio, se conviertan en defensores de los intereses de la nación chilena, ya que sencillamente la nación chilena, como todas las demás, está en vías de extinción, no puede ni quiere gobernar autónomamente su territorio, no es expresión de soberanía alguna y, sobre todo, no constituye una sumatoria de los intereses de su pueblo. La alternativa no se expresa en los términos «neoliberalismo o estado nacional» (que sería como decir «capitalismo o feudalismo»), porque los estados se han transformado en aparatos que en cada país administran el sistema global del capital y ya no pueden ser definidos como estructuras de mediación del conflicto entre capital y trabajo al interior de las fronteras nacionales, como lo fueron hasta mediados del siglo pasado. Y en este sentido no tiene mucha importancia la dimensión del espacio territorial, chileno o latinoamericano, francés o europeo, indio o asiático.



Yo creo más bien que la única alternativa imaginable al neoliberalismo se va constituyendo al interior de los procesos de globalización y crisis de la soberanía nacional o regional, del mismo modo como el movimiento obrero socialista fue en otras épocas el producto del desarrollo capitalista condicionado a su vez por el mismo movimiento social. Lo que nosotros llamamos «neoliberalismo» no es más que la expansión a nivel planetario del sistema del capital, que para verificarse realmente debe involucrar constantemente a miles de millones de seres humanos que no son ciertamente un sujeto pasivo de este movimiento. Sujeto no pasivo al que, por ejemplo, le es cada vez más indiferente elegir a unos u a otros administradores al interior de las fronteras nacionales. El llamado neoliberalismo no es una aplanadora que destruye todo lo que encuentra a su paso, sino un mundo de necesarias contradicciones y conflictos en el que habrá siempre ganadores y perdedores, pero nada está escrito de antemano.



Acepto que las consecuencias de un análisis de este tipo son, desde luego, complejas y hasta ahora poco claras. Pero lo que sí habría que evitar es caer una y otra vez en la nostalgia por un progresismo y un izquierdismo nacionalistas o panamericanistas que si bien cumplieron un papel fundamental en otras fases del desarrollo económico, político y social, en otros escenarios, hoy aparecen impotentes como no sea para levantar ideas y consignas que al máximo pueden servir para defenderse ilusoriamente en lo inmediato.



(*)Profesor, Universidad de Turín, Italia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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