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El gigante y las autopistas urbanas (que no existen)


Uno giraba en la rotonda Quilín, tomaba Américo Vespucio hacia el norte y aparecía el gigante de varias decenas de metros de alto, cubriendo buena parte del ancho de la calzada oriente de la circunvalación. De noche, antes de -con cierto respeto- pasar bajo su gran oscura silueta, se podía distinguir mejor su cuerpo y sus extremidades, que en el caso inferior era un solo gran pie situado entre la vía principal y la auxiliar del supermercado. Desde ahí este gigante australiano saludó y protegió durante décadas a los automovilistas y pasajeros, a los vecinos y a las putas que, sin perder la paciencia -aunque sí la forma-, transitan todas las noches frente a la rotonda.



Hace algunas semanas, las obras de la concesión de Américo Vespucio Sur terminaron con su vida y su historia y, donde se erguía hermoso hoy es posible encontrar sólo la base de su tronco cercenado, manando sabia y vivos colores, señales impotentes de la larga vida que todavía le esperaba.



Cuando -ingenuamente- manifesté mi reclamo-pena a mis colegas de la unidad de medio ambiente de Concesiones del MOP, con rigor técnico me respondieron lo absurdo que habría significado modificar el proyecto por causa de un árbol, sobre todo si se trataba de un eucalipto -especie extremadamente exótica-.



Y tienen razón, porque aparte de que estos profesionales no han logrado evolucionar al punto de valorar un árbol más allá del endemismo de su especie y -éste en particular- como un hito urbano que ha sobrevivido, acompañado, dado sombra y placer estético a generaciones de santiaguinos, a este gigante le faltaba enfrentarse a la peor de las bestias, ante la cual nadie habría podido hacer algo en su favor: una autopista urbana.



¿Y por qué digo que las autopistas urbanas no existen? Porque para ser urbano hay que ser parte de una ciudad. Y las carreteras no cumplen esta básica condición. Todas las autopistas buscan el mismo objetivo: facilitar el desplazamiento entre distintos puntos con alta actividad humana. Pero, a diferencia de las otras, para éstas esos destinos están dentro de una misma ciudad y, por regla general de su especie (más exótica aun que el eucalipto), para intentar satisfacer una necesidad de la ciudad (viajes urbanos), estas vías no respetan a los elementos más esenciales de la propia ciudad con que se encuentran en su avasallador camino, sean éstos espacios públicos, barrios y paisajes urbanos con historia e identidad local, edificios con valor patrimonial, árboles añosos, etc.



No son urbanas, porque quien transita por ellas no se relaciona con la urbe que las rodea. En rigor, cuando te subes a una carretera urbana, sales de la ciudad. Allí todo transcurre a otra velocidad y a otro ritmo, es otro el paisaje, son otras -más bien nulas- las relaciones humanas, los ciudadanos ya no son.



Además de los impactos que su construcción y operación generan sobre el medio ambiente y el patrimonio urbanos, creo que las llamadas autopistas urbanas no traen beneficios sociales en el plano del transporte. Por el contrario, percibo que es cierto que generan, en el largo plazo, un aumento en la demanda por viajes en automóvil y mayor congestión en toda la ciudad y, en el corto plazo, un incremento en la congestión en su entorno inmediato.



En un análisis que considera todos los escenarios posibles, estas carreteras sólo benefician a ese reducido segmento de personas que bajo ninguna circunstancia están dispuestas a dejar el automóvil para su uso diario y a subirse al «promiscuo» transporte colectivo.



Creo que la congestión vehicular no hay que enfrentarla con infraestructura para el transporte privado, sino mejorando el transporte público como la manera fundamental de moverse dentro de la ciudad. Esencialmente, se trata de entender que los sistemas de transporte son para facilitar el movimiento de las personas, no de los autos, y por esto coincido con quienes plantean que, existiendo buenas alternativas de transporte público y no motorizado, la congestión del transporte privado no hay que resolverla (perdónenme, colegas ingenieros). Así de simple: las personas deben poder optar entre un transporte público, eficiente, seguro y limpio, y la soledad, la congestión y el estrés del automóvil.



Esperamos que los esfuerzos que desarrollamos desde Transantiago den paso no sólo a nuevas y mejores opciones para moverse dentro de la ciudad, sino también abran las mentes de los responsables de la gestión urbana hacia una idea de desarrollo orientada a la protección de la ciudad y su patrimonio, por sobre las grandes obras de infraestructura.



Así, mejorar el transporte urbano sin destruir la ciudad será el mejor homenaje para el gigante de Quilín, que hoy, en su última vida, seguramente ya está convertido en tablas y leña.





Giesen es Ingeniero y Master en Gestión y Políticas Públicas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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