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Estilos de personalidad y sistema político


El fin de semana pasado diversos artículos y algunas entrevistas aludieron al estilo del presidente Lagos, estilo que, caracterizado de autoritario, si bien asienta su liderazgo en opinión de dichos entrevistados, debilita a instituciones que sufren ya de suficiente desprestigio, como los partidos y el parlamento.



Esto, a propósito de la forma en que se decidió el envío de tropas a Haití y el cambio en el directorio de Televisión Nacional. En ambas situaciones, los comentarios no manifiestan discrepancias respecto del contenido de las decisiones, sino sobre la manera en que tales decisiones han sido tomadas.



No es novedoso el tema de la personalidad del presidente. Antes de la crisis que enfrentó el gobierno y la Concertación, a finales del 2002, y dado el prestigio presidencial que contaba con un importante apoyo de la opinión pública, los medios escritos exploraron referirse a los rasgos presidenciales como una forma de debilitar su imagen y, de paso, cuestionar el ejercicio gubernamental y a la Concertación. Que es soberbio, que se dirige al país como académico, que habla siempre y de todo, fueron parte de los argumentos que se usaron para caracterizar su gestión en los primeros dos años de gobierno. Y, con los titulares de la prensa, algunos dirigentes políticos y analistas también entonces basaban sus reflexiones con referencias al estilo presidencial.



Estas alusiones a su personalidad y a su estilo dejaron de ser tema en el curso del 2003, cuando los problemas que empezó a vivir el gobierno y la coalición por la denuncia de coimas, sobresueldos y el caso MOP-Gate, debilitaron a la Concertación frente a la opinión pública. No era necesario referirse al presidente con tanto material de descrédito disponible. Sin embargo, el paso del tiempo, el acostumbramiento a la noticia y el escandaloso caso Spiniak, con un nuevo involucramiento de políticos, esta vez de la oposición, trasladó el descrédito a la alianza de la derecha, potenciando las rencillas históricas entre sus dos partidos y amenazando, de paso, a su líder Joaquín Lavín.



No es de sorprender entonces que, ahora que la Alianza vive un difícil momento político y que el escenario nacional e internacional son favorables a la gestión del ejecutivo, reaparezcan los titulares referidos al estilo presidencial como forma de contrapesar el deterioro de la imagen de los partidos de derecha y el del propio Lavín con su implacable golpe de autoridad ,que costó la presidencia a los máximos dirigentes de sus dos partidos.



Pero, más allá de que es un dato de la causa la manipulación que en estas materias hará la prensa escrita, dominada por los intereses de la derecha, ¿son los estilos y la personalidad de nuestros líderes los que explican el deterioro de imagen y pérdida de legitimidad de la política y, en particular, de nuestras instituciones, como los partidos y el parlamento? Dicho de otra manera, ¿si distinta fuera la personalidad de Lagos, tendríamos un mejor parlamento, partidos creíbles, con alta legitimidad ciudadana y una opinión pública valorando a dichas instituciones?



Una consideración previa, para poner las cosas en sus justas dimensiones, es que por debilitada que esté la calidad de nuestra política y por escasa que sea la adhesión ciudadana a dicha actividad, gozamos de un saludable sistema de partidos y de un parlamento que está muy lejos de ser una vergüenza. De modo que, de lo que se trata es de entender qué pasa con ambos, partidos y congreso, que a pesar de un decoroso desempeño no gozan del aprecio ciudadano, como no lo gozan -en mayor o menor medida- en buena parte del planeta.



A lo menos, se pueden señalar un par de factores específicos de la realidad política chilena que explican esta situación y frente a los cuales la personalidad y el estilo del presidente -de éste o de cualquier otro- poco o nada puede alterar.



En primer lugar, existe un sistema de partidos que le da gobernabilidad a este país y ello se aprecia por contraste con otras realidades latinoamericanas. Sin embargo, ello ocurre por el acuerdo en las elites, sin ingredientes de participación ciudadana de ningún tipo. Las lógicas de funcionamiento de los partidos, sus prácticas y el ejercicio del liderazgo, tanto en el acceso al poder como en su retención al interior de los partidos, mantienen una inercia en que la reproducción de los liderazgos se da por acuerdos entre ellos, en que los recambios cuentan con la anuencia de quienes ejercen el poder que, por lo demás, lo siguen manteniendo aún cuando formalmente ceden espacios a terceros que, de alguna manera, dependen de ellos. La militancia se practica con códigos y reglas, ritos y símbolos que nada tienen que ver con la vida cotidiana de cualquier ciudadano y que, por el contrario, los espanta y aleja.



Pero si algo caracteriza la movilidad social y política en los partidos, no es precisamente la regla de la igualdad de oportunidades, la misma que discursivamente se predica para el resto de la sociedad. La distancia que se ha producido en estos diez años, entre una sociedad que empieza a romper las barreras de la exclusión, en que ha crecido la vigencia y, más importante aún, la conciencia de derechos ciudadanos, y partidos que actúan con rezago, respecto de tal realidad, explica más que cualquier otro factor lo que ocurre con la política e influye en la apreciación ciudadana respecto de ella.



El ciudadano se siente distante de la política porque, en verdad, ésta toma distancia respecto de él. Y el mejor ejemplo de ello, al interior de la Concertación, es que por sobre cualquier consideración racional, respecto de la necesidad de reclutar a los y las mejores candidatos para las elecciones municipales, han primado los modelos tradicionales en que la pertenencia a la secta de turno es la única carta de recomendación.



Por otra parte, tenemos el sistema electoral binominal -que distorsiona la representación en el parlamento- como el más contundente instrumento de desmotivación ciudadana por la política y, asimismo, estimulando los peores vicios en las prácticas políticas partidistas. El elenco de candidaturas ofrecido a la ciudadanía lleva ya la marca, salvo excepcionales sorpresas, de quién es ganador y perdedor. El voto ciudadano sella esta situación prefigurada. Por lo tanto, como el proceso electoral es un trámite que valida una decisión previamente adoptada, lo que realmente importa es el proceso de selección de candidatos, en el que tampoco hay participación ciudadana alguna, privilegio que se reservan los partidos. Y a éste proceso se destinan las mayores energías políticas partidarias.



Todas las escaramuzas que hoy vemos en la convulsionada derecha chilena, unida por estrictas razones electorales y no programáticas, no tienen otra explicación que la sobrevivencia de quiénes, hoy parlamentarios en ejercicio, desean mantenerse en el próximo período y de aquellos que, estando afuera, pelean por entrar en los escasos cupos disponibles. Sin tener la ferocidad que se evidencia en la Alianza por Chile, en la Concertación también los alineamientos políticos actuales anticipan las próximas contiendas electorales.



Y, detrás de las preocupaciones por quienes configurarán, en todo el espectro político nacional, los elencos parlamentarios, están las figuras presidenciales. Resuelto en la derecha con la definición de Lavín, como candidato indiscutible que ordena a los parlamentarios, todavía está pendiente en la Concertación y el alineamiento y las futuras conformaciones de elencos van a estar determinados, junto con el resultado municipal, por quién termine siendo el o la candidata presidencial, trámite que se puede prever difícil y competitivo. Si bien la Concertación tiene una historia programática compartida y no sólo un acuerdo electoral y aún si en el presente las diferencias programáticas son mayores y a futuro es posible que se acentúen, la pelea por el liderazgo en la próxima candidatura presidencial es tanto o más central, pues habla de los pesos partidarios al interior de la coalición y de su composición interna para el próximo parlamento y gobierno.



Todo lo que ocurre en la política contingente es leído con esta perspectiva, desde la composición de un directorio del canal público al que hasta hace algunos años atrás nadie prestaba mayor atención, hasta las relaciones entre el ejecutivo y el parlamento, más que por los contenidos de las propuestas que usualmente no expresan grandes divergencias, como medición de fuerzas y poder entre un débil legislativo y un fuerte ejecutivo en un sistema político presidencial.



De modo que, siendo cierto que en la subjetividad de la política los estilos importan, no abordar los problemas que revela persistentemente nuestro sistema político convertirá toda esta discusión en anécdota. Y, en ella, los partidos y el propio congreso tienen una responsabilidad principal.







*Clarisa Hardy es directora ejecutiva de la Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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