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Por fin la igualdad


Poca difusión pública han tenido dos recientes estudios sobre las desigualdades en Chile y que vienen a confirmar, desde otros ángulos, nuestra desigual distribución del ingreso, reportada por toda la evidencia empírica que analizan organismos especializados nacionales e internacionales.



El primero de ellos, realizado por la facultad de economía de la Universidad de Chile, sigue el desempeño laboral de doce promociones de egresados de economía, para llegar a la conclusión de que existe un diferencial de hasta un 30 pro ciento en las remuneraciones que estos profesionales obtienen, a iguales antecedentes y rendimientos académicos, sólo por consideraciones de sus apellidos y comunas de origen.



El segundo, realizado por la Fundación Chile 21, recoge las opiniones de 600 hombres y mujeres mayores de 18 años en las diez ciudades más pobladas del país quienes, en 40 por ciento, reconocen haber experimentado personalmente o un familiar cercano alguna forma de discriminación, priorizando especialmente las discriminaciones vividas en el campo laboral, específicamente en el acceso al trabajo y, en menor medida, en las remuneraciones. Tal y como el estudio anterior, las razones detrás de tales discriminaciones son atribuidas al origen social, al status socioeconómico, así como a factores relativos a la apariencia, al lugar de residencia, a la edad y a la condición de mujer.



Pero, junto con estos datos, aparece otra información importante de profundizar analíticamente. A la mayoritaria apreciación de que las desigualdades son parte del escenario nacional y de evaluar negativamente esta situación, la mayor parte de los entrevistados fundamenta su rechazo a las desigualdades en el hecho de que éstas desconocen que todos tenemos los mismos derechos, respuesta que se da espontáneamente en casi la mitad de los entrevistados.



Cuando al inicio de la recuperación democrática, recién comenzada la década del noventa, Chile exhibía aquella emblemática cifra de más de cinco millones de pobres que movilizó a la Concertación por la justicia social, la única tarea posible, junto con la recuperación de las libertades, era erradicar tan dramática situación. Porque, no sólo se trataba de recuperar una institucionalidad democrática que permitiera el libre ejercicio de las libertades, sino de romper las asfixias que provoca, en el ejercicio de la libertad, estar presos de las más elementales necesidades básicas y de los rigores de la subsistencia.



Avanzando los noventa y en un persistente camino de recuperación social, en que la reducción de la pobreza se convirtió en uno de los logros más importantes, comenzaron a levantarse las voces pidiendo que a tan importante tarea se le añadiera la búsqueda de mayores equilibrios sociales en otras manifestaciones de desigualdad. Las banderas de mayor igualdad de oportunidades recogidas en la reforma educacional, fueron también tomadas por las mujeres, por los pueblos indígenas, por los trabajadores y pequeños productores, así como por algunos grupos de edad.



Lo que importa destacar de todo ello es que esa apertura social hacia la búsqueda de mayores oportunidades tan desigualmente distribuidas permitió avanzar notablemente en materia de accesos, cuestión que es condición básica para la constitución de ciudadanía, entendida ésta como la apropiación universal de derechos. La noción de ser sujetos de derecho es, probablemente, la mayor de las conquistas de estos años de gobiernos de la Concertación, en una sociedad que ha transitado de la exclusión de importantes segmentos de la sociedad a la integración, si bien desigual, pero integración social al fin y al cabo.



Educación básica universal, importante disminución de la deserción en la educación media que, con la reciente ley que declara su obligatoriedad, será eliminada al corto andar, duplicación de la matrícula en la educación superior, inserción creciente -aún si todavía insuficiente- de las mujeres al mercado laboral (a tasas más veloces que la masculina), reconocimiento de derechos económicos y culturales de los pueblos indígenas, por mencionar algunos de los más destacados logros en materia de accesos.



Fin de la censura, libertad de expresión y masificación de las comunicaciones que, junto a los anteriores accesos, permiten acceder de manera generalizada a la misma información, empezando a fracturar el modelo de concentración de la información que impide el ejercicio libre de los derechos individuales y colectivos.



Todo ello, en la dirección de avanzar hacia una sociedad que, de la retórica de los derechos, pasa a su práctica y, por lo mismo, al desarrollo de una mayor conciencia de ellos y a un mayor rechazo de las personas por los obstáculos que confronta para su ejercicio. Y esta nueva realidad, entonces, hace entendible que sea hoy y no ayer cuando el tema de las igualdades aparece con fuerza y empieza a ser parte de una preocupación que antes se silenciaba o estigmatizaba como una vocación de resentidos izquierdistas.



Al igual que, conquistados mayores derechos en el sistema escolar, es la educación superior la que comienza a concentrar mayor atención y preocupaciones, o que, por los avances en los derechos de los niñas y las niñas, es la vejez y el sistema de pensiones lo que comienza a inquietar a las familias, también el camino avanzado en la obtención de mayores accesos y nuevas oportunidades permite que el déficit en materia de igualdades empiece a aparecer con la fuerza que no tenía cuando las carencias absolutas acompañaban a una parte significativa de la sociedad.



Pero, también el ejercicio de la democracia es otra de las condiciones para que la problemática de las desigualdades pueda plantearse como una nueva exigencia social, en tanto las demandas ciudadanas se procesan en el sistema político, forzando a todas las corrientes de opinión a pronunciarse si es que quieren responder a las prioridades que la ciudadanía reclama. No podría entenderse de otra forma que una temática como la igualdad, tradicionalmente patrimonio de la izquierda, también esté presente en la actualidad en los planteamientos de la derecha, la que no puede eludirla como hiciera en el pasado, no por una particular convicción en la materia, sino por la implacable lógica de la vigencia política en una sociedad democrática.



Ha llegado, por fin, la hora de enfrentar las desigualdades sociales, en todos sus planos y manifestaciones, no porque lo decida un partido en particular, o porque algunos estudios lo señalen como un problema crucial, sino porque es la propia sociedad la que constata que su permanencia no es buena y que vulnera a las personas en su condición ciudadana como depositarias de los mismos derechos. Ha llegado el momento de debatir y buscar respuestas de solución a las desigualdades, simplemente porque hoy forma parte de un nuevo sentido común. Y este reconocimiento y legitimidad harán posible avanzar hacia mayores grados de igualdad, por difícil y compleja que sea abordar las causas estructurales y culturales que están detrás de las prácticas y manifestaciones de discriminación y privilegios que, lamentablemente, todavía son parte de nuestro paisaje nacional.



*Clarisa Hardy es directora ejecutiva de la Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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