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Editorial: Gloria Ana Chevesich y la responsabilidad de la Corte Suprema


En el moderno Estado democrático, la responsabilidad política por la estabilidad institucional y la sana reproducción del sistema es compartida por los tres poderes clásicos, ejecutivo, legislativo y jurisdiccional, los que deben ejercer sus funciones bajo el principio constitucional de la especialidad.



La responsabilidad política radica siempre en las instancias superiores de cada poder. Éstas están investidas no sólo de competencias claramente definidas, sino también de la obligación constitucional de vincularse con los otros poderes de una manera equilibrada y armoniosa, para producir las condiciones institucionales para el desarrollo de la sociedad y la nación.



Esta obligación, por cierto, no inhibe las competencias de cada cual, aún cuando afecten intereses de otro poder, lo que confirma que ellos no son poderes autónomos absolutos, sino autónomos funcionales, y donde jamás la responsabilidad política está ausente, desde el punto de vista global, porque son partes especiales de una misma institucionalidad nacional.



Todo lo señalado es particularmente relevante en el caso del Poder Judicial, cuya especialidad constitucional da como resultado una organización cuyos integrantes detentan una de las mayores manifestaciones de poder en una sociedad civilizada y democrática: la capacidad de decidir si se cometieron delitos y de aplicar sanciones, especialmente, la posibilidad de privar de libertad a un ser humano.



De todas las competencias que puedan exhibir los funcionarios de un Estado, de cualquiera de los tres poderes que estructuran la institucionalidad, es la de los jueces la que requiere de la mayor cuota de especialidad. Este asunto no puede entenderse sólo como el conocimiento técnico que habilita para juzgar, sino que como una suma, austera y solitaria, de ponderación, prudencia, equilibrio, sobriedad, firmeza de carácter y, sobre todo, temple. Para sostener las decisiones, resistir los embates del poder, de cualquier naturaleza que éste sea, y ser autocontentivo respecto de los propios valores personales al momento de decidir, es esencial el coraje necesario para resistir las obvias influencias que se desatan para intentar un fallo favorable.



No pueden ser jueces de la República quienes no sean capaces de resistir y obviar esos intentos por influir. Tenemos en nuestra historia reciente ejemplos notables de jueces que silenciosa y dignamente, en medio de gigantescas presiones, hicieron su trabajo de investigar y sancionar a poderosos delincuentes. Baste al efecto recordar a los ministros Adolfo Bañados y Juan Guzmán.



Al igual que el resto de los poderes del Estado, el Judicial es un poder práctico y terrenal, cuya legalidad emana de la Constitución y su legitimidad del consenso político que la sostiene. Por lo tanto, el destino del Estado no debiera serle indiferente. Es por eso que los jueces hacen una carrera, que va avanzando en atribuciones y responsabilidades, en la que deben demostrar que son capaces de enfrentar las complejidades del mundo exterior con la pureza de sus actos, y sin otro atributo ni instrumento que no sea la legalidad, en la distribución de la justicia.



Por eso, también, las cortes supremas desde siempre se han preocupado de cómo sus funcionarios inferiores están aplicando las leyes y realizan innumerables acciones tendientes a generar los criterios de orientación que les permitan a los jueces moverse en los parámetros de justicia que como objetivo persigue el Estado.



¿De qué estamos hablando en Chile, entonces, cuando so pretexto de supuestos actos que no revelarían otra cosa que la incapacidad de una jueza, ellos se transforman en un grave problema que somete a la máxima jerarquía del Poder Judicial a un debate que sólo puede demolerlo en sus responsabilidades constitucionales y su prestigio? Porque no cabe duda de que, como nunca antes, la autocontención de algunos jueces de nuestro máximo tribunal, por lo menos para ponderar las actuaciones de la jueza Gloria Ana Chevesich respecto de su propia institución, se ha perdido. Con grave daño para el propio Poder Judicial y para la institucionalidad del país.



Rencillas y controversias difíciles de comprender al interior de la propia Corte Suprema han impedido que surja una voz unívoca, oportuna y ponderada que clarifique institucionalmente el asunto y lo explique al país. Hoy, los ojos de la opinión pública están puestos en la investigación que lleva el ministro de la Corte Suprema Milton Juica, de la cual debería surgir lo antes posible la necesaria -aunque tardía- información purificadora. ¿Han existido intentos de influir en los fallos de la ministra Chevesich más allá de lo razonable en una sociedad civilizada? ¿Ha sufrido propiamente amenazas? ¿Se justificó su reacción y, en todo caso, se hizo por los canales adecuados y con la prudencia exigible a un ministro de Corte que investiga una relevante causa judicial?



Quizá parte de los actuales problemas tengan su origen en la propia Corte Suprema, cuando hace algo menos de tres años, por primera vez en la historia judicial chilena, se alteró la forma regular de nombramiento de un ministro de Corte de Apelaciones. En aquel entonces se "reasignó" a la entonces relatora de causas del Pleno, Gloria Ana Chevesich, al cargo de ministra de la Corte de Apelaciones de Santiago. Con ello se prescindió del trámite constitucional, más que centenario, de enviar la terna correspondiente al Poder Ejecutivo, para que éste elija y designe al nuevo integrante de Corte, bajo el concepto de que en Chile los más altos cargos de la administración de justicia no son de propia generación.



De esta manera, inexplicablemente, se le "torció la nariz" a un principio de legitimidad y se permitió que llegara a ministra de la principal corte de apelaciones de Chile a una funcionaria judicial que sólo se había desempeñado como relatora de causas, de muy buen desempeño, pero sin experiencia previa como magistrado, ni en los juzgados de letras ni en otras cortes de apelaciones.



Es probable que si Gloria Ana Chevesich hubiera tenido la vivencia directa como jueza en causas criminales antes de asumir el relevante caso GATE, experiencia que por cierto tienen todos los jueces de letras del país, el bochornoso espectáculo que está brindando el poder Judicial -relativo a las "presiones" tantas veces mencionadas en la prensa- nunca se hubiere producido.

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