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La pirámide invertida


Cuando se desea representar la estructura de la sociedad, muchas veces se recurre a la imagen de la pirámide, donde la base corresponde a la mayor proporción de la ciudadanía que cuenta con bajos recursos y escasas oportunidades. En la cúspide de dicha abstracción geométrica están los más privilegiados, los muy pocos que acceden a lo mejor que les puede brindar nuestro sistema democrático y mercado-liberal. Poder y dinero.



En una charla inspirada por los temas de discriminación, se me vino a la mente una idea que antes aparecía entreverada en este tipo de conversaciones, pero que no se había mostrado despejada a mi entendimiento: Las personas que se hallan en la base de la pirámide son las más discriminadas.



Un feo pobre es más discriminado que uno rico, uno ineducado lo es más que uno educado. Lo mismo en el caso de una mujer, de un gay, de un obeso y, peor aún, de un minusválido.



Es decir, la mueca macabra del discriminador se acentúa aún más en el rostro de la sociedad, a medida que bajamos en la escala.
Así surgió la idea de la pirámide invertida: Sobre cada una de las cabezas de los que están en la base, pende una pirámide invertida que ejerce en ese punto la máxima presión discriminatoria de nuestro arreglo social.



Un pobre ya no sólo tiene que superar el prejuicio que le demuestran sus congéneres de estratos más altos, por el sólo hecho de ser pobre, sino que además debe superar la gran cantidad de otros prejuicios que nos habitan. Si se es feo, gordo, miope, gangoso, amanerado, hijo natural, mujer, viejo, manco; el castigo social se incrementa proporcionalmente a medida que se es más pobre, que se está más abajo.



Visto así, cada pobre de Chile no sólo lucha contra las privaciones de su condición, sino que además lleva sobre él todo el peso discriminatorio que habita en las entrañas de los que se hallan por sobre él. ¿Un mecanismo natural de la especie para mantener supremacías y servilismos?



Si queremos un país sin pobreza, necesitamos terminar con la discriminación y quienes la inspiran. Una ley explícita sería el primer paso.





*Pablo Simonetti es escritor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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