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Ese anacronismo llamado Universidad de Chile


En este mismo espacio el profesor Juan Guillermo Tejeda (ver columna del 29 de junio de 2004: «Carta abierta a Sergio Bitar y Ricardo Lagos sobre la Universidad Pública») expuso su parecer sobre la actual situación de la educación universitaria pública en general y de la crisis de la Universidad de Chile en particular. Opinión que comparto. Pero, a su vez, debo señalar que toda la claridad y sensatez de su argumentación no tienen el menor sentido. Como tampoco el dirigirse al Presidente y a su Ministro de Educación. La razón es que lo que el profesor Tejeda expone es para un país, digamos, normal. Y el nuestro no lo es.



El Chile actual no es fruto de cualquier neoliberalismo, sino de una de sus expresiones más radicales: la de Milton Friedman. Sólo en una dictadura como la de Pinochet se podía llevar adelante el experimento monetarista, el cual en su momento ni en los propios países liberales del primer mundo se hubiera podido realizar. Chile tiene el extraño honor de ser el laboratorio de punta de ese nuevo doctor Frankenstein. Si la dictadura hizo todo lo posible por asentar el modelo y de hecho lo logró antes que Reagan y Thatcher, la Concertación está terminando de quemar las naves para dejar la situación en punto de no retorno.



Por ejemplo, la firma del TLC con Estados Unidos impone el sistema de libremercado ahora jurídicamente, por lo que muchos aspectos comerciales del país ya no dependerán ni siquiera de la ley chilena (aunque como se trata de negocios, esta pérdida de soberanía parece que no contradice ninguna cuestión de principios; ni tampoco es problema la consecuente aplicación extraterritorial de la ley).



De tal modo, hay que tener la claridad suficiente para entender que los parámetros chilenos son de los más extremistas dentro del mundo neoliberal. Lo cual no ha sido obstáculo para que hayan sido ampliamente validados a través de los medios de comunicación y, por más que cueste creerlo, aparezcan como legítimos a parte importante de la población del país. Así, lo que en casi cualquier lugar es obviamente ridículo, perjudicial, anormal o injusto, aquí es lógico, beneficioso, normal y justo. De ahí que se regale a perpetuidad el goce de los derechos de agua, se privatice el mar y las riquezas minerales del país sin siquiera cobrar un derecho de explotación o se vendan a precio de liquidación las empresas del Estado, hasta las de sectores estratégicos. Se entiende entonces que no es casualidad que los organismos financieros internacionales nos pongan de ejemplo al mundo: en Chile el inversionista extranjero puede hacer negocios con toda seguridad.



Dentro de esta nueva «lógica» económica ultraneoliberal, la sociedad es una sociedad comercial donde no deben haber límites ni trabas a la mercantilización. Todo se define como «mercancía» dentro de un sistema de mercado autorregulado, en que la acción individual autónoma pugna por conseguir el máximo de ganancias. Al buscar su propio interés, un privado «es conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones», y «al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios». Los ciudadanos no deben cumplir ninguna función pública conjunta. Es mejor que como entes individuales busquen ganancias sin ningún plan común y la sociedad se ajustará automáticamente para mejor.



Esa extraña y mística filosofía socioeconómica y política del siglo XVIII, deja minimizado al Estado como agente en la sociedad. El neoliberalismo de Friedman lo dejó prácticamente obsoleto. Esa antigualla inútil y opresiva sólo debe contribuir con lo mínimo: la policía, los tribunales, el legislativo y tal vez una que otra cosa más en el caso que ellas no despierten el interés lucrativo de los privados. Incluso, los que eran entendidos como servicios públicos, son ahora fértil campo de negocios privados.



Entonces, por el extremo individualismo comercial imperante en Chile se valida el concebir la educación primaria, secundaria y universitaria como una mercancía más ofrecida y demandada por privados. A su vez, por el rechazo radical de la acción del Estado se asume que no tendría el menor sentido mantener funcionando universidades estatales; de hecho, no tiene sentido siquiera la educación pública en sí (excepto la básica para los muy pobres que no pueden hacer «efectiva» su demanda de educación).



Por esos parámetros, una universidad pública por definición sería ineficiente en el manejo de los recursos y, por ende, en el cumplimiento de su meta educativa. Además, tendría entre sus fines generar conocimientos para aplicarlos a la solución de los problemas de nuestros compatriotas, cuando la teoría imperante dice que esos afanes generalizadores y conscientes nunca consiguen tanto bien como cuando los individuos se dejan guiar inconscientemente por la «mano invisible». Luego, por dicha pretensión de las universidades públicas de considerar en su quehacer a todos nuestros compatriotas, establecerán planes de estudios y campos de investigación inadecuados a los requerimientos que hoy son tenidos como relevantes: los de los agentes del mercado o de las empresas. Con lo cual no contribuyen al desarrollo (léase: enriquecimiento de esos mismos agentes).



De esa manera, una universidad «moderna» es definida como una empresa privada (por tanto, de por sí eficiente) que busca ganancias al impartir información a quienes pueden pagarla y desean estar mejor capacitados para responder a los requerimientos del mercado del trabajo (aquí no tienen nada que ver el país ni sus habitantes y sus necesidades). La tarea de este nuevo tipo de universidad es producir mano de obra calificada e investigar por encargo los asuntos que cooperen al enriquecimiento de quienes demandan esos servicios. La extensión puede asumirse como relaciones públicas (inversión en imagen), se puede subcontratar o dejarse definitivamente a otros privados.



En ese marco, la Universidad de Chile como modelo histórico de la educación universitaria pública en el país, no tiene nada que hacer generando conocimiento, ni buscando soluciones a problemas de los chilenos, ni llevando adelante un proyecto cultural nacional. Ahora un país es sólo un nombre que hace referencia a un específico marco legal para los negocios. Ya no hay naciones, sólo mercados. Ya no hay estadistas, sólo presidentes de directorios. Ya no hay universidades, sólo supermercados de la información. Hoy la educación universitaria pública es un anacronismo sin sentido y la Universidad de Chile un fósil viviente.



Cuando se aclara el contexto al que ha sido llevado el país y sus supuestos, se puede ver que el verdadero problema de la Universidad de Chile y de la educación universitaria pública no es sólo de financiamiento y/o de gestión. Que no se pretenda esgrimir como motivo legítimo de destrucción de la Universidad las falencias que son resultado de la política de asfixia a que la dictadura la sometió y que en general se ha continuado por los gobiernos de la Concertación. Sino que la cuestión central a la luz de la cual hay que considerar a la Universidad de Chile, es el de su rol dentro de un proyecto de educación universitaria pública que habría que elaborar, financiar e implementar. Una vez asumida esa tarea como principio y entendiendo que la educación no es una mercancía, sino un servicio público, si hay problemas con las normas de la Universidad, que se modifiquen; si hay mala gestión, que se mejore; si la institución no está cumpliendo su rol en la generación y aplicación de conocimiento, y en la conformación y mantenimiento de la nacionalidad, que se corrija el rumbo. Que quede claro que aquí no se trata de defender intereses corporativos.



Sin embargo, en el actual escenario no podemos esperar que quienes precisamente hablan de un proyecto país, entiendan la importancia de la educación pública y sus instituciones en la conformación de Chile como nación, en su bienestar, en su desarrollo intelectual, y en el mantenimiento y reproducción de su cultura. Aunque por sus cargos son las personas que hay que emplazar, todo indica que será infructuoso hacerlo, pues ya eligieron su opción. Con estos socialistas, Ä„¿quién quiere neoliberales?!





*Andrés Monares es antropólogo y profesor en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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