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Sonia Edwards, ayudista de todas las horas


A pocos meses del golpe militar, no era fácil conseguir un lugar donde vivir. En julio de 1974, con mi pareja, Augusto («Pelao») Carmona, y mi hija Eva María, recién nacida, vivíamos en una pieza que arrendábamos en una pensión de familia, en calle Nueva Seminario. Al Pelao lo buscaban por ser del MIR y de la revista Punto Final y a mí, por no haberme presentado a declarar en un proceso FACH, donde me declararon reo en rebeldía, según oí por la radio un día cualquiera.



Varios de mis ex compañeros de trabajo de Televisión Nacional ya estaban presos. Por eso vivíamos clandestinos. Pero siempre conversábamos con otros pensionistas y con un joven estudiante que vivía al lado, Jaime Buzio. Un día nos enteramos que lo habían detenido, y que en Ñuñoa había otros miristas detenidos. No sabíamos adónde partir. Entonces el Pelao se acordó de Sonia Edwards Eastman.



La habíamos conocido cuando se hizo cargo de El Mercurio y tomó decididamente partido por el proceso de cambios que vivía el país, separando aguas con los intereses económicos de su familia. Habíamos compartido con Sonia y otros amigos miristas algún fin de semana en su casa de Viña del Mar. Ella era leal y decidida, y nos parecía una persona de confianza. No nos equivocamos. Nos acogió como amigos y compañeros y mostró una enorme preocupación por el bienestar de nuestra guagua y por otros amigos comunes periodistas que estaban presos.



Accedió a ser aval para el arriendo de una casa que estaba en la calle Capitanía, y así nos acompañó a firmar el contrato ante una corredora de propiedades, que se mostró encantada de tener una arrendataria con semejante aval y garantía. Sonia nos dijo que no quería saber nada sobre nuestro quehacer y nos abrazó con cariño al despedirse. Estaba horrorizada de los crímenes que comenzaban a saberse en esos días. Ella había vivido con enorme alegría y expectativa los días de la Unidad Popular y ahora le deprimía enormemente ver cómo día a día el país que había soñado cambiar, se iba derrumbando sepultado por la bota militar.



Sonia ya no tenía con quién hablar de sus sueños. Varios de sus mejores amigos habían partido al exilio y otros, ex académicos, estaban cesantes y deambulaban sin rumbo. Sus hijos no la entendían. Quizás vernos era para ella, recuperar por unos instantes un chispazo del mundo perdido y dar un paso al costado del asfixiante universo familiar que la aislaba y enjuiciaba.



No nos quedamos mucho tiempo en esa casa, porque era cara…y nuevamente nos ayudó Sonia a encontrar un lugar donde vivir, esta vez en la Villa Macul. Ella no lo sabía, pero nosotros la bautizamos como «Doro» (de Dorotea). Fueron pasando los años y cuando en 1977 la CNI asesinó a mansalva al Pelao Carmona, la fui a ver para que me ayudara a decírselo a mi hija.



Sonia era psicóloga y me apoyó enormemente en esos días difíciles. Me llevó a conocer a su maestra, la siquiatra Lola Hoffmann, compartiendo así conmigo lo que más apreciaba y que tenía que ver con el rumbo que había tomado en su vida en esos años, muy ligado al trabajo con niños y pacientes terminales, a la sabiduría oriental, al pensamiento holístico y al yoga.



En el año 82 Sonia me abrió nuevamente su casa cuando regresé a la capital desde Chiguayante, donde vivía, porque la CNI había estado a punto de detenerme. Mi hija y yo vivimos en su parcela de La Reina Alta, un oasis en medio de la vida clandestina. Hablábamos en inglés, como a ella le gustaba. Ella me presentó como María Inés, la bibliotecaria encargada de ordenar sus libros, tarea que efectivamente hice, fichando miles de volúmenes.



Nunca leí tanto y tan buenos libros como en esos días. Mi hija disfrutó de los libros y juguetes de sus nietos, de la hermosura del jardín y las travesuras de los perros. Sonia volcaba en ellos su amor por la naturaleza y la vida, pero también ayudaba mucho a monjas y a curas ligados al trabajo en poblaciones, como Mariano Puga, su amigo de infancia. Vivimos en su casa varios meses, hasta que me pude reorganizar y retomar un puesto en la lucha de resistencia.



Hasta el final de mi vida clandestina en Chile, en 1987, siempre supe que pude contar con Sonia. Y que a ella, y a muchos chilenos y chilenas muy diferentes a ella pero de un corazón semejante, les debo en parte la vida y la libertad. Cuando retorné, nos estrechamos en un abrazo lleno de lágrimas y sonrisas.



Sonia ya ha partido. Se nos fue el año pasado para siempre, y yo siento que lo hizo en la clandestinidad, porque cuando se fue de La Reina Alta con su salud quebrantada, ya no la pude encontrar más. Es una adelantada, siempre lo fue.



Lucía Sepúlveda es periodista.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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