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Oligarquía y democracia


La oligarquía es enemiga declarada de la democracia. La primera es el gobierno de los ricos; la segunda, el gobierno del pueblo. En el pensamiento clásico, la oligarquía, junto con la tiranía y la democracia demagógica u oclocracia, eran formas degeneradas de gobierno. A ellas se oponían la monarquía, la aristocracia y la república, que consistían respectivamente en el gobierno de uno, pocos o muchos respetando las leyes y promoviendo la justicia. Por el contrario, para Platón tiranos, oligarcas y demagogos eran aquellos que ejercían el poder mediante la violencia y la violación de las leyes. El tirano controlaba el poder militar, el oligarca el dinero y el demagogo a la masa popular.



En una concepción cíclica de la historia, los clásicos relataban que los oligarcas eran hijos o nietos de nobles aristócratas que valientemente habían desterrado a un tirano. Los aristócratas abuelos de los oligarcas habían conocido al tirano y sus excesos. Por eso lo habían expulsado del gobierno. Tales patricios, teniendo presente los tristes recuerdos de la tiranía, violenta y plagada de privilegios, se abstenían de todo abuso de poder. Respetaban las leyes como el igual derecho para todos. Pero los hijos y nietos de tales aristócratas nacieron en «cunas de oro», no supieron nunca de los abusos de los tiranos y jamás supieron lo que había costado tener un gobierno de pocos, pero buenos y justos. Por ello tendían a creer que los privilegios que los rodeaban eran «derechos adquiridos» y tendían pues a gobernar en forma injusta. De ahí vendría la rebelión de los republicanos o demócratas justos que establecerían el gobierno de los muchos, sin los excesos violentos e ilegales de tiranos y oligarcas.



¿Elucubraciones de un filósofo a quien le sobraba el tiempo? Platón, de haber sido un chileno de 1910, observaría la decadencia de la monarquía española a principios del siglo XIX que se convirtió en una tiranía lejana y mediocre; relataría el ascenso de una aristocracia criollo que instauró el gobierno de unos pocos que fueron conservadores y realizadores con respecto a los países vecinos; criticaría la progresiva sustitución de estos gobiernos iniciales por una oligarquía basada en el salitre, los minerales del norte y los latifundios de la zona central y finalmente no le extrañaría el rechazo de esta oligarquía por parte de las capas medias y anunciaría la instauración de una democracia crecientemente popular durante todo el siglo veinte. «Nada nuevo bajo el sol» diría el historiador conservador que no deja de sorprenderse con la facilidad con la que los seres humanos volvemos a repetir los mismos errores y vivir las mismas vidas de antes.



Por lo dicho constatemos que la diferencia entre democracia y oligarquía no reside en una cuestión meramente cuantitativa. No se trata sólo que los ricos sean pocos y el pueblo los muchos. Eso ya sería preocupante pues el bien común exige la consideración del mayor número posible de habitantes de una sociedad. Para Aristóteles la corrupción central del gobierno de los ricos era que gobernaban en aras de su propio interés y no del bien común, de la buena vida de la multitud. En una oligarquía son pocos los que gobiernan y los muchos son simplemente súbditos o depositarios pasivos de las políticas de sus gobernantes, exitosas o desastrosas. Tampoco el desafío oligárquico central era el hecho que los que tienen más recursos económicos concentren además los instrumentos del poder político. Por eso el bueno de Aristóteles promovían que los dirigentes de un pueblo fuesen pagados para que también los pobres, sin tener recursos para vivir de sus rentas mientras ejercían el poder político, pudiesen gobernar. Y observó que cuando pocos eran ricos y los muchos pobres, la ausencia de una clase media terminaría por destruir a la polis. Ä„Ä„Gran observador el Estagirita!!



Lo peor de la oligarquía es que es un sistema de gobierno que no cree en los valores de la democracia. En efecto, para el oligarca lo que cuenta es el tener, no el ser. El rico cree que el dinero es fuente de todo derecho y poder. Quien ha sido bendecido por la riqueza tiene el derecho de gobernar su vida y la de los demás. Así ordena su empresa comercial o industrial y así tiende a organizar la sociedad política cuando se le permite hacerlo. Quienes tienen más dinero valen más que los muchos que son pobres o de «medio pelo». Mal que mal el rico ha demostrado ser exitoso al generar riqueza o administrar prudentemente la herencia recibida de sus padres.



La lógica democrática es otra. El ciudadano vale por lo que es, no por lo que tiene. Un ciudadano tiene derecho a elegir y ser elegido representante del pueblo en virtud de su dignidad personal y autonomía moral que lo hacen ser sujeto de derechos y responsabilidades. No por el dinero que lleva en sus bolsillos. La democracia parte de la base que todos somos iguales y que tenemos en general la misma capacidad política de autogobernarnos si se nos dan los medios para ello. ¿Se necesita ser rico para preferir la paz a la guerra con nuestros vecinos, pedir más presupuesto para educación o exigir a los gobernantes que sean honestos y buenos administradores de los recursos públicos? ¿No demuestran los estudios de Amartya Sen, Robert Dahl o Adam Persegorsky que cuando los pueblos gobiernan tienden a haber más estabilidad política, crecimiento económico y paz entre las naciones? Si lo anterior es cierto, ¿qué decir de nuestras actuales elecciones municipales que vuelven a ser triste espectáculo de derroche económico y ostentación publicitaria egocéntrica en un país donde aún hay un 18 por ciento de pobres? Y esto siguen ocurriendo, para peor de males, a pesar que nuestros gobernantes acaban de aprobar una ley que impone límite a los gastos. ¿No nos enseñaron los clásicos que los oligarcas son los ricos que no respetan la ley? ¿Se nos olvidó ya la encuesta Casen 2002 y la película Machuca? Ä„Ä„Clásicos del pensamiento político, oren por nosotrosÄ„Ä„

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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