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Elfriede Jelinek, un Premio Nobel de Literatura que sacará ronchas


Escuchábamos y cantábamos con gran alegría y emoción la canción revolucionaria de José Alfonso, «Grandula Vila Morena». Era el 25 de abril de 1974 en casa de Margit Niderhuber, alumna de la Universidad de Viena y destacada dirigente política. Ese día, y después de 30 años, había caído la dictadura de Salazar en Portugal y el mundo democrático celebraba la Revolución de los Claveles. Ahí conocí a Elfriede Jelinek, la escritora austriaca premiada con el Premio Nobel de Literatura 2004.



Tenía ella 28 primaveras cuando vi en todo su ser el temple de su carácter; sus ojos, muy azules, auscultaban el interior de sus interlocutores y su estatura de princesa del pasado imperio, unida a sus manos de bailarina de ballet moderno, engrandecían esa tarde de algarabía e inteligente conversación; con vino y cerveza en nuestras copas, éramos dueños de Viena.



Como profesor de la Universidad y poeta fui invitado a diversos recitales a leer mi poesía, ingresé a la Asociación de Escritores de Graz, equivalente a la SECH chilena, y nuevamente encontré a Elfriede leyendo y participando en mesas literarias. Nos vimos en el Café Havelka, el bar de los intelectuales bohemios de Viena, y en casa de amigos. Los temas eran la política, la literatura y las bromas sobre la buena época del Canciller Bruno Kreisky. Elfriede escuchaba en silencio y cuando opinaba mostraba su carácter libertario y sin fronteras, que ya en los años 80 empezó a describir en sus novelas y obras de teatro.



Tuve la suerte de leer y ver las obras de Elfriede, como las de sus connacionales Thomas Bernhardt y Peter Handke, críticos duros e intransigentes respecto a la historia política de su país, y la suntuosidad e hipocresía de la sociedad austriaca, culpable del resurgimiento de un neonazismo vergonzante sustentado por la ultra derecha que llevó a Jörg Haider al gobierno, en alianza con el Partido Popular, según Jelinek.



Elfriede siempre ha padecido de fobia social, y por eso no asistirá a recibir el premio a Estocolmo en diciembre próximo y no desea, dice, ni cree que «Austria pueda colocarse el premio como flor de ojal». Agrega que intentará apartarse de todo, desaparecer del ámbito público, irse lejos, porque su país, a su juicio, no ha roto con su pasado histórico nazi. De seguro piensa, cuando habla de ello, en su padre judío y en sus parientes que fueron asesinados por el régimen hitleriano.



Solidaria por sobre todas las cosas, vivió pendiente del caso chileno y apoyó las actividades en contra de la dictadura que realizaban los miles de chilenos en el exilio, especialmente en Austria y Alemania, como la de muchos países que sufrían y sufren actualmente la represión de dictaduras y gobiernos de facto.



La más cruda realidad



«Soy una escritora muy provinciana porque mi lenguaje apenas se puede traducir. Vengo de una tradición basada en el juego de palabras difícil de traducir en otros idiomas», expresa la flamante Premio Nobel, quien se refiere de este modo a la tradición de la crítica del lenguaje de Karl Kraus o Ludwig Wittgenstein, o del Grupo de Viena, que es una tradición eminentemente austriaca, que consiste en realizar un trabajo analítico con el lenguaje mismo y elaborarlo en un proceso de composición, fijándose en el sonido.



Jelinek ha obtenido los 12 mayores premios y galardones de la literatura de lengua alemana, convirtiéndose en la décima mujer que recibe el máximo galardón de la literatura universal, luego de que la Academia Sueca justificara el premio al señalar que se le otorga por «el fluir musical de voces y contravoces en sus novelas y obras, que con extraordinario celo lingüístico revelan lo absurdo de los clichés de la sociedad y su subyugante poder».



Elfriede tampoco encuadra con la escritura feminista del momento, puesto que hace una apuesta transgresora a favor de una literatura sin concesiones, con una capacidad polémica y misántropa de presentar temas que incomodan al lector, que lo desasosiegan, pero con una gran cuota de acento lírico expresionista que le otorga una singularidad propia. Siempre fiel a sus principios, ella no es de los que transigen con la amabilidad del texto, sino que opta por derroteros más difíciles, que también es, muchas veces, el camino más estimulante para el lector.



Elfriede Jelinke se ha movido entre Austria y Alemania, y es en este último país donde han tenido más eco sus obras y sus primeras presentaciones, debido a la crudeza en la presentación de la sexualidad, mostrando los más bajos instintos del hombre común, con un lenguaje que, para muchos (en especial para sus detractores vieneses), suena a obsceno y vulgar.



En Chile no conocemos la obra de Elfriede Jelinek, pues solamente se han traducido tres de sus libros al español. En nuestro conservador país su obra causaría, sin duda, escozor, ya que no estamos preparados para mirar al mundo sin tapujos. A fin de cuentas, hemos tenido una educación reprimida y encerrada en el claustro de la isla del fin del mundo, en la que pocos libertarios y antidogmáticos podrían disfrutarla y entenderla en todo el sentido de la palabra.



Nuestra ciudad de Chillán se hermanó en 1992 con la bella ciudad de Murzzuschlag, en la región de Estiria, donde nació en l946 la Nobel austriaca, en momentos que Claudio Arrau iba a dar un concierto tocando el piano de Brahms, gestión que realice como diplomático en Viena.



Muy poco y nada se ha escrito en Chile sobre Elfriede Jeleninek. Sólo destacan algunas buenas traducciones de sus textos que han mostrado algunos diarios y revistas, así como otros artículos que destacan la incultura enciclopédica y agresiva de sus autores, como es el caso del escrito por el señor Enrique Lafourcade en el Mercurio del 17 de Octubre pasado.



El cronista mercurial la trata de «rabiosa austriaca»- «diosa acaso de una mitología superada»- «seguro que no ha oído hablar de Gabriela Mistral»-«financiada por el Estado donde uno empieza a bostezar»-«la poesía que anduvo husmeando en medio de la guerra»- «en la sucesivas memorias, con las terribles soledades, con el amor loco y la nostalgia loca y el dolor loco por los locos». Se pregunta, además, si Alfredo Nobel le habría entregado el premio a «esta austriaca-alemana-polaca y qué sé yo otras sangresÂ…»Y suma y sigue la rabia, a pesar que dice en el cuarto párrafo de su chorreada:»Yo no sé nada de esta señora».



Después saca sus viejas ignorancias y pelea de gato de espalda para atacar al aire:»qué viene a hacer la guerrillera de la acción política, del escándalo y las trangresiones, la cocinera de guisos mixtos, alaridosÂ…» y sigue sin saber nada.



No podemos concebir que el anquilosamiento mental de este columnista defienda el no poder decirle pan al pan y vino al vino, y no hablar de cosas malas y atentar contra el libre albedrío y esconder la miseria humana debajo de la alfombra. Qué le diría a Diamela Eltit, a Armando Uribe, a Rocka, a Lamebel, a la Serrano, y a todos los que no le temen al libre examen, que son la mayoría de los jóvenes y menos jóvenes que están buscando la transparencia sin esconder la verdad por un verso romántico.


Guillermo Bown Fernández. Chileno-austriaco. Ex diplomático y profesor de Literatura de la Universidad de Viena.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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