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Sobre la tortura en Chile

La sistematicidad, amplitud y nivel de cobertura de la aplicación de la tortura en Chile permite afirmar, sin duda alguna, que este acto constituye una responsabilidad institucional.



A quienes sufrimos la aplicación de la tortura no nos sorprenderá el contenido del Informe sobre la Prisión Política y Tortura en Chile. Menos aún a aquellos que como yo, provienen de las Fuerzas Armadas, y conocemos perfectamente la deformación de los mecanismos institucionales que alentaron y permitieron su generalización.



La sistematicidad, amplitud y nivel de cobertura de la aplicación de la tortura en Chile permite afirmar, sin duda alguna, que este acto constituye una responsabilidad institucional.



Cuando hablamos de «responsabilidad institucional» contrastamos el término con las «responsabilidades individuales». Estas últimas surgen por conductas que se dan al margen del conocimiento, aceptación y prácticas institucionales y, por lo mismo constituyen «anomalías», en cuyo caso la responsabilidad recae en la persona o grupo de personas involucradas. Cuando la institución conoce de estos hechos, debe combatirlos, reprimirlos y tomar medidas para evitar su repetición.



El caso de las torturas escapa claramente a la categoría de responsabilidad personal para inscribirse con nitidez en la de «responsabilidad institucional» y, por ende, estatal, e incluso de alcance internacional. En la práctica de la tortura participó la estructura jerárquica militar. Los tormentos fueron aplicados en recintos militares, por militares activos actuando con conocimiento de sus mandos. Es decir, participó la institución militar. Las denuncias de los hechos no fueron acogidas. Por el contrario, la institución militar las desoyó y se defendió y defiende corporativamente de tales acusaciones, y no se sabe de medidas disciplinarias correctivas que se hayan tomado para reprimir o evitar estas prácticas en el período de su aplicación.



El carácter de responsabilidad institucional -particularmente en el mundo militar- determina directamente la responsabilidad de los mandos superiores de las instituciones en la comisión del delito de tortura. Es más, su responsabilidad deviene de la cadena de mando a la que pertenecen y sobre la que tienen autoridad. Y esta responsabilidad directa de los mandos se expresa tanto en la autoría de la orden como en la tolerancia de un ilícito o en la negligencia en el cumplimiento de sus deberes, al no velar por la conducta de sus subordinados. En otras palabras, el mando es responsable por acción o por omisión.
Un segundo elemento agravante en este campo es que los mandos son responsables además de comprometer a la institución en la comisión de ilícitos. La práctica generalizada de un delito contra los más elementales derechos humanos quiebra la moral institucional y deslegitima todo su accionar frente a la sociedad, a la cual se supone debe proteger contra amenazas externas. Y ésta, además de legal, es una responsabilidad moral y ética.



Al alentar, aceptar o tolerar la tortura, los mandos militares contravienen el más sagrado principio «caballero»: el del honor. Atacar al desarmado, al débil, a las mujeres, a los niños; infringir heridas al prisionero, castigar al inerme contraviene los más elementales códigos del honor militar. Peor aún, degrada la profesión militar a su más despreciable expresión: la inhumanidad.



Se agrava esta violación al código del honor militar cuando los mandos se escudan en una pretendida ignorancia de los hechos, lo que en el código militar no tiene cabida, pues el superior es siempre responsable del accionar de sus subordinados. Se agrava este deshonor cuando a sabiendas de su responsabilidad, los comandantes dejan que los subordinados -a los que alentó, toleró o en el mejor de los casos no controló- paguen las culpas que le corresponden a ellos en función de sus cargos.



A quienes nos ha tocado enfrentar a nuestros torturadores en careos ante los tribunales, nos ha resultado lastimoso -humana y militarmente hablando- verlos esquivar nuestras miradas mientras niegan verdades evidentes. Lastimoso porque negar lo que hicieron -convencidos u obligados- es negarse a sí mismos, reconociendo con ello lo vergonzoso y reprochable del «trabajo sucio» que les fue asignado. Trabajo que a la larga, lejos de merecerles el más mínimo reconocimiento institucional, -como no podía ser- les ha significado el ostracismo y desprecio de sus propios pares cuando no de sus propias familias.
Lo que infructuosamente niegan ante los jueces sin dudas no lo pueden negar a sus conciencias, cargando con ello un lastre de oprobio, vergüenza y deshonor, carga que no pocas veces se expresa en trastornos y dolencias físicas y psicológicas. Ä„No es para menos!



El informe del Ejército » Fin de una Visión», debiera ser una oportunidad para que el resto de los mandos institucionales de las fuerzas armadas chilenas reivindiquen la imagen de sus respectivas instituciones, despejando los problemas que aún oscurecen su horizonte. No todos los miembros de las Fuerzas Armadas fueron torturadores. Este cometido les fue asignado -en función de sus cargos, calificaciones o aptitudes- solo a unos cuantos, pero el mal criterio y la tolerancia que las instituciones mostraron al respecto requiere de una actitud reparatoria decidida de los mandos de hoy sobre el tema. Sobre estas actitudes es posible reconstruir el orgullo militar herido y asegurarle a la sociedad chilena que tales conductas aberrantes no tienen ni tendrán jamás cabida en la doctrina y práctica de las instituciones militares de Chile, reafirmado como un «Ä„nunca más!» por el General Cheyre.



Raúl Vergara Meneses es Capitán FACH (R) e Ingeniero Comercial (U. de Chile).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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