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Para leer el Informe Valech

Como dijo Ariel Dorfman comentando su obra «La muerte y la doncella», el régimen que torturaba y sus seguidores (los amnésicos sonreidores profesionales de hoy) vivían diciendo: «Esto jamás te ocurrió». Eso ya no lo podrán hacer, o por lo menos no con el mismo descaro de antes.





La lectura del informe Valech sobre la tortura en Chile producirá un tremendo impacto emocional, comparable o tal vez superior al que tuvo en su tiempo el Informe Rettig. Acaso esto se deba a que tanto los que fueron objeto de las torturas como los responsables de esos crímenes están vivos, caminan las mismas calles, compran en los mismos comercios, comparten nuestros recorridos cotidianos. Después del impacto emocional vendrá -es de esperar—una sostenida reflexión política y ética. Estos tres aspectos de la recepción del documento deberán intregrarse muy estrechamente si se quiere evitar que el trabajo de la comisión pase a la historia como una simple formalidad o un acto de exorcismo simbólico.



El impacto variará según la experiencia personal de quien se anime a leer el informe. Para muchos chilenos, el contenido constituirá una amarga sorpresa, porque si bien el tema ha surgido varias veces a la superficie del debate público después de la dictadura, su presencia ha sido demasiado efímera como para dejar una marca reconocible en la conciencia colectiva. Los medios de comunicación de masas, con excepciones, han tratado el tema con indiferencia, con superficialidad y a veces hasta con una hostilidad apenas disimulada, por lo que el asunto de la tortura ha sido un territorio nebuloso y sombrío que pocos se han atrevido a explorar.



Ahora la nebulosa se despeja y queda instalada en su lugar una narrativa nítida y detallada, innegable como nuestra cordillera. De ahora en adelante será imposible negar que, por tanto tiempo y a lo largo de todo Chile, las fuerzas armadas y la policía desencadenaron metódicamente una violencia y una crueldad inimaginables en contra de detenidos y prisioneros políticos. La sorpresa de los compatriotas que no estaban informados sobre este asunto debería abrir paso a la compasión y a la empatía con quienes soportaron ese tratamiento inhumano y más encima se vieron obligados a sobrellevar su recuerdo en silencio y soledad.



Para los sobrevivientes de la tortura, que son muchísimos más de los consignados en el informe Valech, esas páginas traerán de vuelta el recuerdo vívido de sus propios tormentos, los que en muchos casos no habrán querido o podido compartir ni siquiera con sus seres más cercanos. Así de profunda es la huella de la degradación sufrida, así de fuerte el recuerdo del dolor y así de impredecible es la consecuencia síquica de las humillaciones y maltratos.



En demostración de respeto y solidaridad, no podemos, como miembros de una comunidad nacional, desestimar la importancia que tiene para los compatriotas que fueron torturados el hecho de que finalmente se acrediten y se reconozcan pública y oficialmente episodios que marcaron su existencia de manera tan indeleble. Como dijo Ariel Dorfman comentando su obra «La muerte y la doncella», el régimen que torturaba y sus seguidores (los amnésicos sonreidores profesionales de hoy) vivían diciendo: «Esto jamás te ocurrió». Eso ya no lo podrán hacer, o por lo menos no con el mismo descaro de antes.



El relativo silencio de todos estos años (me refiero al silencio del espacio público común, al de la pantalla gigante de la conciencia nacional) se mantuvo no sólo gracias a la red institucional y jurídica que protege a los torturadores, sino también en virtud a un acuerdo tácito de la mayoría. Debemos reconocer que ha habido un grado de complicidad y responsabilidad colectiva en ese silencio. En ocasiones, muchos chilenos han creído conveniente o inevitable soslayar la existencia o la memoria de la tortura, por exigencias coyunturales reales o imaginadas. Recordemos que la misma comisión que produjo el informe Rettig, fundamento y resumen del discurso chileno sobre los derechos humanos, optó por dejar el problema de la tortura fuera de los márgenes de la conversación, y allí se lo había mantenido hasta ahora.



Mencionaba antes «La muerte y la doncella», obra en la que ya en 1991 Dorfman ponía en escena todos los temas que más nos incomodan del legado de la dictadura: la violencia, la impunidad, la mentira, la culpa, la memoria y, sobre todo, la traición.



No se trata solamente de la traición de quienes, como los uniformados, se volvieron contra el orden que habían jurado defender y contra el pueblo del que formaban parte. La obra revela la huella de otras traiciones más íntimas y cotidianas, pero no por ello menos devastadoras, perpetradas por quienes se empeñaron, por conveniencia o comodidad, en negar o silenciar la verdad. Llama la atención que «La muerte y la doncella» haya tenido una recepción mucho más cálida en Londres y Nueva York que la que obtuvo en Chile. La obra de Dorfman no es la única en ser objeto de la indiferencia de la mayoría: «El caso Pinochet» y la serie magistral de documentales de Patricio Guzmán sobre la memoria histórica se han mantenido largo tiempo en cartelera en otros países, pero en Chile no logran pasar de un par de semanas.



En vista de esto, continuar alimentando el hábito de la mentira y la indiferencia acerca de la tortura habría sido lo más fácil. Por lo tanto, el hecho mismo de que este informe salga a la luz indica que hemos logrado avanzar hacia la consolidación de algo parecido a la memoria colectiva común.



Para no pecar de autocomplacientes, consideremos eso sí la posibilidad de que este informe haya sido una de las secuelas de la detención de Pinochet y no el producto de una reflexión ética autónoma. Fueron justamente las acusaciones de tortura las que, al final de cuentas, le resultaron imposibles de franquear jurídicamente durante su purgatorio londinense. Aún así, se trata de un avance sólido y esperanzador.



Mucho se le ha agradecido al general Cheyre por reconocer la responsabilidad institucional del ejército en estos crímenes. Es cierto que podría haber persistido en la tozudez blindada de sus antecesores y que escogió al fin, después de dar bandazos y señales contradictorias, el camino más tortuoso del reconocimiento. Pero quien lea el informe se dará cuenta de que a Cheyre no le quedaba otra alternativa si iba a mostrar una mínima consecuencia con sus planteamientos anteriores. Ni el «gesto» del Ejército ni los aspavientos de admiración con que ha sido recibido, sin embargo, deben desviar la atención de los chilenos del aspecto más profundo del informe.



Si se trata de admiración y gratitud, ésta debería extenderse a los defensores de los derechos humanos, a los dirigentes, familiares, juristas, académicos, y ciudadanos que, teniendo mucho que perder y poco que ganar, perseveraron en su afán de denunciar los abusos y de proteger a las víctimas. Fueron ellos, incluyendo varios miembros de la comisión, los que mantuvieron viva la esperanza de que en Chile se pudiera vivir mirando la verdad histórica de frente, por terrible que sea.



Pero la mayor deuda de reconocimiento tiene que ser para los sobrevivientes de la tortura, hayan o no hayan dado su testimonio en este informe. Ellos están en todas las facetas del quehacer nacional, son hombres y mujeres de todas las condiciones sociales y edades, y son tantos que constituyen una sección representativa de todo el país. Nuestra atención como país debe centrarse en ellos y no en los uniformados ni en sus tardías gesticulaciones.



Son los sobrevivientes del horror los que tienen derecho a hablar de coraje y a dar lecciones magistrales de reconciliación. Los demás, especialmente las fuerzas armadas y los pinochetistas, por mínimo respeto, que pidan perdón, guarden silencio y dejen la bien planificada catarsis institucional para otro día.



Por último, hay que tener en mente que la tortura no es sólo un problema del pasado en Chile. Según Amnesty International, se sigue practicando en las cárceles y otros lugares de detención. Amnesty también ha señalado que en los regimientos se toleran abusos y maltratos que constituyen tortura y que afectan particularmente a los conscriptos que hacen su servicio militar obligatorio.



La definición de lo que constituye tortura no ha sido ampliada a los estándares del derecho internacional. La vigencia y aplicación de vestigios dictatoriales -como la Ley Antiterrorista que se ha usado para reprimir las justas demandas del pueblo mapuche—fomenta en las filas de los organismos de seguridad la sensación de impunidad que siempre acompaña a la práctica criminal de la tortura.



Para leer este informe uno necesita grabarse en el oído y en el corazón palabras como éstas, escritas por alguien que sufrió en carne propia la tortura: «Siento que por fin se entreabre la puerta para que entre la verdad a este país. Esperemos que haya justicia verdadera».



Para leer el informe uno necesita imaginar que envuelve con un gran abrazo de cariño, de amor inmenso como nuestro mar y nuestra cordillera, a quienes tuvieron que sufrir tanto dolor y tanto desconsuelo, imaginar que uno por fin los acompaña y les jura un «nunca más» que viene desde el alma.



Roberto Castillo es escritor chileno residente en EEUU.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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