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España: Zapatero y la cuestión vasca


El pasado domingo 23 de enero, en el curso de una manifestación celebrada en Madrid y convocada por una de las dos asociaciones españolas de víctimas del terrorismo, el Ministro de Defensa, José Bono, fue víctima de zarandeos, puñetazos y forcejeos por parte de exaltados militantes de extrema derecha, que lo acosaron hasta obligarlo a abandonar la manifestación.



En cierto sentido, resulta paradójico que haya sido Bono el señalado como objeto del violento comportamiento de esos manifestantes, porque entre los ministros de Zapatero, Bono es uno de los que defienden con más convicción la idea de una España única e indivisible frente a los proyectos de independencia de los nacionalismos «periféricos» de Cataluña y el País Vasco y, por lo mismo, suele ser tachado de hombre afín a las ideas derechistas sobre la unidad de España. En cualquier caso, detrás de esta noticia hay una novedad, y es que la manifestación ha servido de escenario para la reaparición de una extrema derecha que llevaba casi cinco lustros en estado latente, y cuyos desmanes habían prácticamente desaparecido del horizonte político y de los titulares de prensa.



Ha pasado a segundo plano el hecho de que la manifestación era convocada en parte como protesta contra la excarcelación de presos etarras que han sido condenados a penas de hasta tres mil años por delitos de sangre y que, en algunos casos, vuelven a gozar de libertad después de sólo dieciocho años de cumplimiento de la pena. El virulento episodio del acoso al ministro, transmitido por los telediarios de todas las cadenas, ha sido relativizado por los portavoces del Partido Popular, empezando por su secretario general, Mariano Rajoy, que ha restado importancia a lo sucedido, sobre todo si se compara -dice- con las agresiones que el PP sufrió en las horas previas a las elecciones del 11 de marzo de 2004.



Rajoy se refiere al asedio que sufrió la sede del Partido Popular en Madrid a lo largo de la jornada de reflexión electoral, el 13 de marzo, durante la cual una multitud de militantes socialistas y otros opositores a Aznar corearon gritos de «asesinos», «mentirosos» y otros epítetos contra la plana mayor del PP, a la que le quedaban menos de veinticuatro horas en el poder. Sin haber logrado lo que se proponían, es decir, manipular la información sobre el atentado del 11/M para hacer creer a la opinión pública que el atentado era obra de ETA y, por ende, radicalizar el voto de un electorado muy sensible a la cuestión de la unidad de España, Aznar y el PP perdieron más de tres millones de votos y vieron masivamente sancionada su instrumentalización política del atentado.



Se puede decir que aquella fecha ha quedado como una espina profunda en el Partido Popular, que a sólo tres días de esas elecciones de marzo daba por sentado que gobernaría a sus anchas durante otros cuatro años. Lanzado violentamente a la oposición por esos acontecimientos, el partido que durante una década estuvo bajo la férula de Aznar, se debate hoy en una disyuntiva: hacer una oposición civilizada a los socialistas en el poder y al conglomerado de fuerzas y alianzas que lo sostienen, o lanzarse al monte, es decir inclinarse por la estrategia más aznarista del partido, que propugna una guerra de acoso y derribo en todos los frentes.



Muchos se preguntarán qué ha pasado en menos de un año para que el panorama político español se haya agitado tanto. Porque, a pesar de los problemas de la economía, de las polémicas reformas jurídicas e institucionales introducidas por el PP durante sus ocho años en el gobierno, y más allá de las conflictivas relaciones del gobierno central con los gobiernos autonómicos del País Vasco y Cataluña, los partidos respetaban una línea de demarcación y se ceñían a protocolos de solución de conflictos que permitían funcionar a las instituciones en un clima de relativa normalidad.

La respuesta probablemente está en una palabra que en España ha adquirido categoría de «culto» en la clase política, y esa palabra es «talante». En la práctica, el talante de tolerancia, diálogo y negociación con que Rodríguez Zapatero se ha presentado ante la opinión pública y ante sus adversarios políticos, ha abierto la puerta a una negociación con el gobierno autónomo del País Vasco que ha hecho poner el grito en el cielo a la derecha española, y que probablemente preocupa a otras derechas -e izquierdas- en Europa.



Durante su última legislatura, Aznar había abordado la «cuestión vasca» con la propensión cada vez más marcada a recurrir a decretos, a fallos de los organismos judiciales a su favor o a reformas del código penal en lugar de llevar la discusión sobre el futuro de las autonomías al terreno de las instituciones políticas. La izquierda, los nacionalistas y los socialistas sostenían que aquellos no eran los mecanismos adecuados, que la mayoría de la que gozaba el PP en ambas cámaras para sancionar estos cambios en la legislación no era condición suficiente para el consenso, sobre todo porque negaba de plano la negociación. El método de Aznar consistía en criminalizar a los protagonistas de las iniciativas nacionalistas mediante cambios legislativos garantizados por su mayoría, negarse rotundamente a negociar con las autonomías, como si el mero gesto de negociar fuera a propiciar el hundimiento de la España única, y descalificar a cualquier miembro de la oposición -o de su gobierno- que pronunciara el sintagma «mesa de negociaciones».



Pero desde que Ibarretxe, el presidente de la comunidad autónoma del País Vasco, se ha propuesto contra viento y marea celebrar un referéndum en dicha comunidad con el fin de definir el derrotero que habrán de tomar sus iniciativas independentistas, la derecha española ha vuelto a agitar el fantasma de la confrontación y ha propugnado medidas de fuerza como única solución a un problema que se perfila como muy difícil y peligroso.



Difícil en el plano constitucional porque, según algunos, el referéndum no puede celebrarse sin antes modificar la Carta Magna. Peligroso, porque al acceder Zapatero a debatir la propuesta de referéndum en el Congreso, se está creando un precedente de consentimiento ante iniciativas o hechos consumados que traen aguas no sólo a los argumentos del nacionalismo vasco sino que también abren las puertas a otras reivindicaciones independentistas, y aquí léase Cataluña, pero también Galicia, clásico feudo del PP donde también se manifiestan incipientes planteamientos centrífugos.



En una predicción de corte murphysta (todo lo que puede salir mal saldrá mal), las tensiones que puede crear el debate sobre el referéndum vasco son de tal envergadura que muchos piensan, aunque no se atrevan a pronunciarlo, en ese vocablo -enfrentamiento- que jalona la trágica convivencia entre los españoles desde hace dos siglos, y que vuelve a sugerir el renacimiento del eterno fantasma de las dos Españas.



Sin embargo, a quienes piensen en sólo dos Españas habría que recordar que los movimientos independentistas, que en los últimos treinta años han ganado fuerza a la misma velocidad con que se producía la convergencia de España con la Europa comunitaria, plantean la existencia de una España plurifacética, más definida por las tensiones de propuestas y planteamientos federalistas o co-federalistas o regionalistas, cuando no abiertamente independentistas, que por la antigua oposición decimonónica de sólo dos Españas, una inquisitorial y otra liberal.



El fantasma de la secesión, que en el léxico de los dirigentes vascos se define como «Estado libre asociado», rótulo que por razones evidentes le ha valido a Ibarretxe el sarcasmo de las filas más recalcitrantes del PP, plantea un posible panorama de enfrentamiento institucional y social sin precedentes en la España moderna.



Hay quienes proponen, como Fraga Iribarne, el octogenario presidente de la comunidad autónoma de Galicia y último vestigio -generacional- de la derecha franquista, que el gobierno central ejerza la facultad constitucional de «suspender» la autonomía vasca. La sola mención de ese tipo de propuesta, indudable antesala de las medidas de fuerza, ha sido suficiente para que se protagonicen rasgamientos de vestiduras a derecha e izquierda, y para que comience a perfilarse una polarización de signos extremos. Hay eufemismos para referirse a una posible situación de enfrentamiento, como «callejón sin salida», «impasse» o «camino sin retorno», pero son todas malsonantes y de mal agüero, todas traducen la inquietud que se palpa en la clase política ante el talante de Zapatero.



El llamado «plan Ibarretxe» está llamado a fracasar en el Congreso y a ser despachado como un atrevimiento anticonstitucional, pero no acabarán ahí los dolores de cabeza de Zapatero, por mucho talante de que haga gala. No solo tiene a toda la sociedad española pendiente de sus maniobras sino también a todos los europeos que hoy trabajan en ese complejo entramado de las denominadas «regiones», algunas de las cuales -como los bretones en Francia, los liguistas del norte en Italia, los flamencos en Bélgica y los propios vascos y catalanes- no ocultan su ideario independentista.







Alberto Magnet. Escritor y traductor chileno radicado en Barcelona.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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