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Chile, país puente: dimensiones de un proyecto estratégico


Cuando se habla de «Chile, País Puente», se entiende que nuestro desarrollo pasa por convertirnos en una plataforma de servicios para el resto de América Latina, aprovechando los tratados de libre comercio suscritos con las principales potencias del mundo, las ventajas que ofrecen los puertos chilenos, y el grado de estabilidad y solvencia que ha alcanzado la economía nacional. Pero, este proyecto sería incompleto e inconducente si no cuenta con un marco estratégico que establezca los objetivos y las herramientas necesarias para llevar a la práctica un diseño de política exterior que nos sitúe como una suerte de «bisagra» entre realidades diversas y un factor proactivo de la integración regional, aportando a la constitución de un entorno pacífico y próspero que haga posible el funcionamiento de este modelo.



Tal idea se ha ido imponiendo debido a varios elementos prácticos cuyo reconocimiento ya es imposible de evitar. Desde el punto de vista económico, la realidad indica que los países no alcanzan altos niveles de ingreso basándose preferentemente en la venta de materias primas, más aun, cuando se trata de una nación pequeña como la nuestra que tampoco puede insertarse en la globalización mediante la oferta de mano de obra abundante y barata.



Por muchos acuerdos comerciales que nos abran y aseguren mercados, Chile requiere una forma de especialización que lo distinga y que amplíe las posibilidades para que podamos agregar valor a las exportaciones, facilitando nuestra presencia en los sectores más dinámicos de la economía planetaria, es decir, el desarrollo del conocimiento y el intercambio de servicios.



Ciertamente, se trata de un proceso en el que el desvío de corrientes comerciales desde el Atlántico al Pacífico es clave. La existencia de puertos eficientes y competitivos, y de una red de transporte y comunicaciones que permita traer productos desde el otro Océano, permiten, por ejemplo, acceder en mayor escala a las enormes oportunidades disponibles en Asia, Europa y Estados Unidos, impulsando asociaciones tecnológicas, captando más inversión y construyendo cadenas productivas que involucren a regiones limítrofes, lo cual facilita el crecimiento y lo distribuye de una manera territorialmente equilibrada.

La integración latinoamericana es, por tanto, un imperativo y no un eslogan demagógico. En el plano político, son los países que nos rodean aquellos que determinan nuestra posición en el mundo, ya que sólo concertadamente podemos hacer oír la voz de la región en los foros internacionales, sobre todo ante un escenario donde cuentan casi exclusivamente los intereses de los más poderosos.



Fíjese usted, amable lector, que en esta perspectiva el vecindario se transforma desde un conjunto de peligros y amenazas del que es mejor huir: «bye bye América Latina», como dijo el nunca bien ponderado Joaquín Lavín; o el «mal barrio», como insistió otro brillante intelectual autorreferente de cuyo nombre no quiero acordarme; a un espacio lleno de potencialidades que es fundamental aprovechar para el progreso y el bienestar de todos.



Este horizonte nos plantea la trascendencia de incorporar la dimensión política a un proyecto que, aparentemente, es de naturaleza económico-comercial. En efecto, las dos orillas del puente que pretendemos ser no son hitos geográficos aislados, sino regiones completas que se unen a través de interrelaciones en todos los niveles, por lo que Chile fortalece su opción si aumenta la integración en nuestro entorno.



De esta manera, habilitar los famosos corredores bioceánicos, por donde circularían los ferrocarriles y camiones con mercaderías hacia nuestras costas, depende de la profundización de los vínculos con los demás países del área. Sólo con acuerdos sólidos es factible traspasar las fronteras y construir la infraestructura que se requiere.



Latinoamérica será capaz de enfrentar estos desafíos si incrementa sustancialmente la cooperación y la concertación política, sumando esfuerzos para obtener grados suficientes de cohesión social y gobernabilidad democrática. Para saltar al otro lado del mundo debemos terminar con flagelos como la corrupción, la debilidad de las instituciones públicas y la pobreza, pues son compromisos de buen gobierno que, además, en el mundo de hoy se valoran como ventajas comparativas que nos permiten competir mejor.



Estamos ante un momento de inflexión en la historia nacional, que demanda tomar decisiones de fondo. La política exterior de Chile ha sido capaz en estos años de cumplir con todos los objetivos que se ha propuesto: nos reinsertamos con éxito en la comunidad internacional, luego del período de aislamiento al que nos condenó la dictadura, y aseguramos el funcionamiento de una economía abierta mediante tratados con nuestros principales socios comerciales. Sin embargo, aunque las tareas del tiempo presente se refieren a la consolidación de lo alcanzado y a una mayor preocupación por la región en que vivimos, falta una reflexión más profunda que establezca las líneas centrales del rol que nuestro país quiere tener en América Latina y su proyección hacia el resto del mundo.



La convergencia de los criterios que hemos expuesto nos impulsa a pensar que es urgente y necesario construir una política de Estado que defina un nuevo perfil para la diplomacia chilena del siglo XXI. Con este fin, debemos conformar un liderazgo positivo y distinto, que traduzca nuestra voluntad de convertirnos en un actor regional protagónico, caracterizado por la fuerza de sus convicciones y la disponibilidad de sus recursos para ayudar a los demás. Y cuando me refiero a recursos no estoy hablando sólo de dinero, sino de creatividad y talento humano para solucionar problemas, y prevenir e impedir conflictos.



El papel de Chile como centro de este tipo de cooperación; la superación de los obstáculos que puedan aparecer en las relaciones con nuestros vecinos; una mirada siempre clara y resuelta sobre cómo avanzar en el proceso de integración; la condición de buen componedor, árbitro o mediador al cual se puede recurrir en medio de las dificultades; y una posición que nos facilite ser eje articulador de alianzas amplias y flexibles, nos permitiría romper el determinismo que surge de nuestro tamaño relativo, mediante la formación de una potente reserva del llamado «poder blando», que los especialistas en relaciones internacionales ubican como alternativa o complemento al poder militar de una nación.



De esta manera, se equilibra lo comercial y lo político en perspectivas coincidentes con la esencia del sistema globalizado que nos rige, y se hace viable el respaldo imprescindible de nuestra región para que podamos convertirnos en «País Puente».



Para esto requerimos de una Cancillería moderna y descentralizada, que recoja eficazmente toda la complejidad de intereses y agendas presentes en nuestro país, privilegiando la especialización de los diplomáticos en temas concretos y áreas específicas, y poniendo el acento en la formación de equipos de negociación que se caractericen por su seriedad y por un pragmatismo bien entendido.



En fin, es bueno soñar pero con los pies bien puestos en la tierra. Y yo creo que es posibleÂ…



Cristián Fuentes V. es cientista político.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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