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Infante difunto

Ahora bien, si alguien deja de leer a Cabrera Infante porque habla pestes de la revolución cubana, está en su pleno derecho, pero sepa que se pierde, por ejemplo, lecturas como la maravilla ingeniosa de «Puro humo» («Holy Smoke»), una historia a la cubana del tabaco.


Al final de la historia, jamás volvió a Cuba Cabrera Infante porque lo sorprendió en cierta clínica inglesa el mal de Juan Dahlmann, la septicemia. Para este cubano perdido en Inglaterra, a pesar de que admiraba a Borges, un viaje de realidad alternativa -a las Antillas, su punto cardinal más importante- o una muerte gloriosa no eran ninguna salvación. La salvación habría sido el regreso a la isla que llevaba consigo a todas partes. Pero hizo una mala apuesta sobre su vuelta, al condicionarla a la caída de Fidel. La joda es que el comandante se da costalazos y sigue tan campante, mientras que Cabrera Infante muere a la semana de haberse resbalado en el baño de su casa. No se ofenda el lector: él mismo habría gozado haciendo una rutina cómica sobre el asunto, armando quizás qué comparsa con el tema de los resbalones y la muerte.



Cabrera Infante era un escritor de escritores: un amante del lenguaje, en especial del cubano y sus variantes. Quizás por ese amor a la lengua escribió con tanta furia en contra de quien le cercenó los lectores y lo condenó a tener que imaginarse las conversaciones que en otros tiempos espiaba con sólo salir a dar un paseo por el Prado o por Carlos III, o por el Malecón, húmedo de oleaje en esta época del año cuando se anticipan los vientos de cuaresma.



Obligado, Cabrera Infante construyó su propia isla en la distancia. La mantuvo viva con sus incesantes juegos de palabras y su capacidad de adaptar su propia voz al idioma de su país adoptivo, Inglaterra. Este escritor podía darse el lujo de traducirse a sí mismo sin perderse en el intento. Con la complicidad de Suzanne Jill Levine, trocó el título de su novela «La Habana para un infante difunto» a la versión juguetona y alusiva de «Infante’s Inferno», captando así la traslación y rotación de la infancia al exilio dantesco con un simple soneo de la pluma.



Cuando reunió sus escritos políticos en un volumen de alto amperaje, lo llamó «Mea Cuba», título que es una cápsula de humor cianúrico típica de Infante, es decir, infantil, pero mortalmente reveladora. Ese «mea» es simultáneamente adjetivo de reapropiación y reconocimiento del país perdido, y verbo esencial para una isla siempre incontinente, isla que nunca ha cabido en sí. Lo llevó al inglés como «Cuba is pissing», muestra de gratitud a los británicos que lo acogieron y supieron apreciar su humor y el orgullo de dandy desterrado con que a veces jugaba a disfrazarse.



A muchos les habrá molestado y les seguirá molestando el anticastrismo implacable de Cabrera, y no habrá obituario que no mencione este aspecto de su producción intelectual. En cierto modo esto es una lástima, porque etiquetas como ésa alejarán a lectores que bien se beneficiarían de su escepticismo irredento. En Cuba se guardará silencio público sobre su muerte, para no correr el riesgo mortal de ser inconsecuentes con el ninguneo que ya lo había matado oficialmente. En Granma Digital de hoy, un día después de su muerte, veo que no cabe una mención sobre este maestro de las letras latinoamericanas, pero sí hay espacio para destacar el lanzamiento de un librito de santos llamado «Chávez nuestro».



Ahora bien, si alguien deja de leer a Cabrera Infante porque habla pestes de la revolución cubana, está en su pleno derecho, pero sepa que se pierde, por ejemplo, lecturas como la maravilla ingeniosa de «Puro humo» («Holy Smoke»), una historia a la cubana del tabaco, protagonizada por el puro, also starring el cigarrillo y la pipa, que a veces de verdad es sólo una pipa (as herself). Aunque le aconsejo que no se descuide, porque Cabrera Infante lo podrá distraer con la liviandad irónica, pero de ahí puede pasar, sin que se note la costura, a desplegar la artillería pesada, como en «Mea Cuba», cuando vincula suicidio con revolución, comenzando por el mismo Martí («mi mártir Martí»), para activar una metáfora amarga que es más bien un arma de destrucción masiva para incautos. Un puro-bomba que no es puro humo.

A un amigo chileno que lo encuentra panfletero le expresaba hace un rato mi desacuerdo, porque siempre he creído que Cabrera Infante fue lo contrario de un panfletero. (Aclaro que a los panfletos yo nunca les he hecho asco, desde la vez que me tuve que comer uno en una cuca.) Los panfletos terminan, acuérdense muchachos y muchachas, con una sarta de verbos en infinitivo, imprecaciones de impotencia o de esperanza demasiado lejana. Los «panfletos» de Cabrera Infante terminan en preguntas, indican un punto que se desvanece en el horizonte, algún punto de fuga para personajes que no están seguros de dónde están ni de qué exactamente se trata la película.



Cuando aceptó su premio Cervantes en 1997, Cabrera Infante imaginó un diálogo con el autor del Quijote. Hoy, al saberlos muertos a ellos dos, la conversación adquiere un cariz melodramático que seguro le hubiera encantado al cubano:



«Cervantes tendría mi edad exactamente ahora, pero era obvio que estaba en el invierno de nuestro contento: Cervantes por su Don Quijote, yo por mi Cervantes.



-Eso es inevitabilidad-dije.



-Es una palabra larga-dijo Cervantes.



-Es una palabra demasiado larga -dije-, pero inevitable».



Hacia el final de su discurso ante el rey, nuestro Infante difunto hace una pregunta con la que acaso le gustaría que lo despidiéramos o lo consoláramos hoy: «¿Qué es morir sino una forma de organizarse?».



Organizado o no, igual en La Habana se encontrará a partir de hoy a Cabreado Infante con un Romeo y Julieta entre los dientes, en una ventana con vista al amanecer en el trópico, a la espera de ciertos resbalones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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