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La gente, las flores y la diplomacia

Es muy probable que muchos de los dolientes, o quizá la enorme mayoría, hayan traspuesto en esta ocasión por primera y última vez en sus vidas las magnificas columnas que adornan la entrada principal del ex Congreso.


El que los restos mortales de Gladys Marín hayan sido honrados en el salón de plenarios del ex Congreso Nacional, edificio más que centenario y cuna y santuario principal de nuestra democracia republicana, nos ofreció a los funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores la impensada ocasión de presenciar, desde un ángulo distinto y especial, el desarrollo de las exequias fúnebres de la desaparecida dirigente comunista.



El cuadro compuesto por el velatorio mismo, el incansable transitar de ciudadanos anónimos junto al féretro, el extenso y aplicado soporte logístico puesto en juego por el PC, junto al sigiloso merodear de los funcionarios ministeriales, observado desde la trastienda de los pasillos y recovecos de la ampulosa construcción, dotaba a la escena de un aire surrealista, dentro del cual de tanto en tanto se entremezclaban sin piedad y sin pudor ni mediaciones realidades sociales, culturales e incluso políticas rudamente contrapuestas.



Otra cosa fue contemplar las ceremonias (medio como haciendo parte de ellas) desde la enorme y abigarrada multitud, la que desde las calles aledañas se desparramaba hacia todos lados pareciendo querer abrazar el blanco edificio. Y cuya marea, apenas contenida, lo penetró una y otra vez cuanto quiso y pudo, inundando por completo las dependencias del primer piso con su espesa y colorida ola humana.



Desde uno y otro ángulo, todo parecía insinuar que ese acto de despedida a una figura tan controvertida como emblemática de la política chilena, mas allá de su propia significación, estaba representando al mismo tiempo otras tantas metáforas y significados.



Hay fundadas razones para suponer que la profusión de banderas rojas, emblemas partidarios, consignas y cánticos revolucionarios que enmarcaban la presencia de todo ese gentío, deben haber motivado en más de algún funcionario diplomático sentimientos de incomodidad y confusión. Cuando no de abierto rechazo y desagrado frente a la repentina y masiva invasión plebeya.



Pero es también seguro que incluso aquellos que hubiesen deseado íntimamente que las ceremonias hubiesen sido menos extensas y más circunspectas, para que el sosiego y el orden hubieran podido retornar más rápidamente a habitar las claras paredes, los elegantes salones y las mullidas alfombras, no habrán dejado de percibir, a pesar de todo, que algo completamente inusual estaba aconteciendo a propósito del velatorio. Algo que tenía que ver con la multitud impaciente y atropellada a la que trataban de esquivar haciendo graciosas fintas de torero por los pasillos y las puertas interiores, pero que iba mucho mas allá de esas presencias y de la ceremonia fúnebre en particular.



Teniendo en mente todo aquello, y cuando ya habían transcurridos varios días desde el sepelio y la normalidad de la rutina había vuelto a ocuparlo todo, y en medio de una atmósfera en la cual no terminaban de disiparse por completo los resabios de los olores y aromas a gentes y a flores, continuaban presentes en nuestros pensamientos ciertas intuiciones y certezas directamente extraídas de las imágenes y las voces inusuales de esos tres días para recordar.



Habría que haber presenciado el curioso cuadro de mujeres pobladoras afanadas en la preparación de alimentos en medio de los alfombrados espacios, manipulando ollas y utensilios frente a las barbas y las miradas perplejas y desaprobatorias de los rostros en los retratos de los próceres diplomáticos de épocas pretéritas. También habría que haber contemplado a las decenas de jóvenes voluntarios reponiéndose del cansancio de la noche en vela sobre los voluptuosos sillones de cuero negro pertenecientes al salón de plenarios, para comprender un poco y de sopetón, algo sobre la distancia sideral que media entre esas imágenes, fragmentos del Chile real y cotidiano, respecto de los formales, atildados, protocolares y acaso versallescos modos de la diplomacia de nuestra república.



Es muy probable que muchos de los dolientes, o quizá la enorme mayoría, hayan traspuesto en esta ocasión por primera y última vez en sus vidas las magnificas columnas que adornan la entrada principal del edificio. Pero más que el hecho físico, es todavía mucho más seguro y significativo que buena parte de estos ocasionales visitantes estuvieran entrando por primera vez, ya no a esa construcción histórica en particular, sino al Ministerio de Relaciones Exteriores como institución pública de todos los chilenos.



Es muy dudoso que algunos de aquellos hombres y mujeres, mayoritariamente de extracción popular, mientras hacían las interminables filas o compartían en las afueras, hubiesen ocupado alguna parte de sus pensamientos para, a la vista de edificio que se aprestaban a reconocer, reflexionar sobre el significado y efectos para sus propias y concretas vidas de algún tratado de libre comercio suscrito por Chile; discurrir en torno a las implicaciones de nuestra defensa de los bienes públicos internacionales; imaginar variables interpretativas del significado de nuestra opción por la inserción múltiple; enumerar los fundamentos de nuestra prioridad latinoamericana, o imaginar formas de hacer más efectiva y menos retóricas las apuestas intergracionistas, o en general para detenerse sobre cualquier otra cuestión esencial o menor de nuestra política exterior, bilateral o multilateral, concebida para ser ejecutada en interés y beneficio de todos los chilenos.



La recurrente anécdota de funcionarios de relaciones exteriores que al mencionar nuestra ocupación somos a menudo interrogados con la pregunta ¿y que es lo que ustedes hacen allí?, refleja y resume cabalmente el fenómeno que nos interesa subrayar, a pretexto de los párrafos precedentes.



Es muy improbable que a un funcionario de otra repartición pública, digamos de los ministerios de Educación, Salud u Obras Públicas y Transportes se le formule semejante pregunta, por lo demás nada sencilla de responder en nuestro caso con unas pocas palabras. Y ello debe de significar más de algo. Por lo menos y para empezar, que existe una clara dificultad para explicar y comunicar por una parte, y una extendida percepción de lejanía, incomprensión y aun de indiferencia de los ciudadanos de a pie, por la otra, respecto de las cuestiones internacionales, la política exterior de Chile en general y de la función del Ministerio de Relaciones Exteriores y la labor de sus funcionarios en particular.



La cuestión nos remite a la subsistencia de no pocos enclaves del aparato estatal que permanecen todavía vedados, o al menos al margen de la ola reformadora y modernizadora que se trata de llevar adelante respecto de las instituciones públicas, con el fin de hacerlas más eficaces, eficientes y mejor conectadas con el pulso y las necesidades de la ciudadanía a la cual sirven.



Por lo mismo, nos habla de una política exterior y de una institucionalidad para su ejecución que necesita ser profundamente reformulada en sus principios rectores, contenidos esenciales y medios institucionales de ejecución, a la luz de los profundos cambios verificados en el escenario mundial. Y además, teniendo en mente la nueva y singular significación que la política exterior ha pasado a desempeñar como factor esencial y contribuyente de nuestra estrategia de desarrollo como país.



Un funeral, la gente, las flores y la diplomacia. ¿Qué podría tener que ver una de esas cosas con todas las otras?



Carlos Parker Almonacid es cientista político.






  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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