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Quince años de Concertación: El desafío de la democratización


Hace algún tiempo, en estas mismas páginas, Jorge Arrate realizó una interesante reflexión sobre los quince años de la Concertación. Además, propuso una serie de líneas de acción para la reformulación de la coalición de gobierno hacia el futuro. Comparto en gran medida su análisis e incluso algunas de sus propuestas.



Pero permítanme complementarlo con algunas reflexiones adicionales, que a mi juicio son fundamentales para comprender este período. Efectivamente, bajo cualquier criterio objetivo, el período de gobierno de la Concertación ha sido exitoso. Una mirada de las principales variables que se utilizan para medir estas cosas -crecimiento económico, estabilidad política, indicadores de pobreza, etc.-, tanto en comparación con nuestros vecinos como con cualquier período histórico en nuestro país, resulta claramente favorable a la gestión de la Concertación.



Sin embargo, se mantiene una sensación generalizada, en un gran número de personas vinculados a visiones progresistas -e inclusive en los propios partidos de la Concertación- de que las cosas no están del todo bien, e incluso que la Concertación habría renunciado a lo que fue su proyecto original de profundas transformaciones. Tanto la desigualdad como la regresión cultural son algunos elementos que explican esta sensación y que se expresa con la desafección política de un creciente número de ciudadanos, entre otros fenómenos.



A mi juicio, esto se debe a que los tres gobiernos de la Concertación han desarrollado una gestión de gobierno que se ha caracterizado por dos ejes centrales que han determinado el quehacer público en todo el período. El primero es la transición y, el segundo, la modernización. No cabe duda de que las bases de la transición se formulan con el acuerdo para las reformas constitucionales posterior al plebiscito, pero es el gobierno de Aylwin quien finalmente establece la política de la transición pactada. Es esta política de cuidados «consensos» que marca la visión gubernamental en el ámbito político, social y cultural en todo este período, dejándole al gobierno de Frei su implementación definitiva, siendo la expresión máxima de ello la defensa cerrada de Pinochet en Londres.



A pesar de que se pensó que la transición se cerraba con la elección de Lagos, en realidad el actual gobierno mantuvo las mismas líneas. En consecuencia, la política de la transición diseñada en el gobierno de Aylwin, constituye un eje central de políticas públicas y el principal consenso de los actores políticos e institucionales abarcando los tres gobiernos de la Concertación. Con los posteriores juicios a Pinochet, las acusaciones a las autoridades civiles del gobierno militar y el reconocimiento público de Cheyre de la violación a los derechos humanos, se cierra este ciclo. Por ello, Lagos se puede considerar como el último Presidente de la transición pactada.



El segundo eje es lo que se denominó como la «modernización». Ésta fue iniciada por Frei, e implementada por Lagos. Es el gobierno de Frei quien establece toda la lógica de la política económica de la Concertación. Destaca aquí la incorporación del sector privado al desarrollo de la infraestructura pública y la inserción internacional, además de la incorporación de los privados a la gestión y provisión de servicios públicos: educación, salud, y previsión. En definitiva, es Frei quien compromete al Estado con el neoliberalismo económico, cediendo a los privados la determinación de la estructura productiva del país.



Pero es al actual gobierno a quien le corresponde cerrar definitivamente este ciclo de transformaciones económicas. Lagos concluye la inserción internacional, la concesión de la infraestructura pública, inclusive las cárceles, e implementa los distintos procesos tarifarios en los servicios de utilidad pública. Es quizás en Salud donde se nota más nítidamente la mano de la «modernización», pues la reforma sanitaria centrada en el AUGE, en definitiva, reafirma el rol subsidiario del Estado y asegura el papel de los privados como los actores centrales de la política pública.



La contradicción es que Lagos suponía ser un cambio. De hecho, fue electo sobre una plataforma de transformación centrada en la demanda por la equidad, lo que debería haber sido el tercer eje de este período y el sello de su gobierno. Pero no sólo no se abocó a esa tarea, sino que más bien llevó a cabo políticas específicas que fueron incluso en la dirección contraria como, por ejemplo, la reforma tributaria.



A mi juicio, la razón fundamental se debe a que la Concertación todavía mantenía un compromiso para concluir los dos ciclos asociados a la transición y a la modernización. Ello no sólo concentró los esfuerzos del gobierno, sino además el compromiso en cerrar ambos ciclos propició una estructura de poder que imposibilitó un esfuerzo hacia la equidad, además de generar un retroceso notable en la democratización del país.



La ironía de todo esto es que el tercer gobierno de la Concertación, a pesar de estar liderado por un socialista, además de haber sido quizás el más eficaz de los tres, se configuró a su vez como el más conservador y el único que no ha propuesto o realizado una transformación trascendente. Es por esta razón que el actual gobierno, a pesar de sus éxitos, ha sido tan decepcionante para los sectores más progresistas del país.



Sin embargo, al haber logrado cerrar ambos ciclos exitosamente, se abre un nuevo período histórico, lo que presenta una enorme oportunidad para el próximo gobierno. Este no sólo será el primero post transición, sino además tendrá la libertad de acción para llevar a cabo transformaciones significativas en el ámbito político, social y económico.



Por esta razón, es el momento de innovar y renovar, no sólo atendiendo los temas que han quedado ausente en el último período, como la equidad, sino además cambiando sustancialmente las lógicas políticas a los cuales nos hemos acostumbrado en el último tiempo. Si es que la Concertación gana la próxima elección, debe proponer una nueva refundación política y social, centrada en la democratización.



Arrate propone un pacto por la igualdad y una apertura de la coalición de gobierno hacia otros sectores. Sin embargo, la verdadera piedra de tope para avanzar hacia una país más equitativo no es la distribución del ingreso, sino del poder. El próximo gobierno debe centrarse en la democratización como eje central de su proyecto. Además, es la única forma de enfrentar precisamente los problemas antes mencionados y también identificados por Arrate. Avanzar en una sociedad más equitativa necesariamente significa avanzar en la democratización del país y especialmente en lo que corresponde a la distribución del poder.



Las cifras ya son conocidas y no viene al caso repetirlas. Chile es uno de los países más desiguales del mundo. Para resolverlo, el próximo gobierno debe avanzar hacia un pacto por la democratización. Pero ello -a pesar de lo que se pueda pensar- está sólo parcialmente relacionado con la Constitución. Lo fundamental se encuentra en generar condiciones para dispersar, repartir y compartir el poder.



Es necesario diseminar el poder desde el Ejecutivo al Legislativo; desde el Estado a los ciudadanos, desde los partidos políticos hacia las organizaciones no gubernamentales, desde las empresas a los consumidores y desde los empresarios a los trabajadores. En definitiva, lo que se requiere es traspasar el poder desde los actores tradicionales, políticos y económicos, hacia la sociedad civil, a través de un proceso deliberado de empoderamiento.

Para cumplir este objetivo es necesario diseñar un nuevo modelo de democratización y soberanía popular. Así como Aylwin diseñó un «modelo» para la transición y Frei un «modelo» para la modernización de la economía, el éxito del próximo gobierno y de su trascendencia dependerá de su capacidad de diseñar un nuevo «modelo» de democratización.



Una política central para cumplir esta meta se refiere a enfrentar la desigualdad del poder expresada a través del territorio. En América Latina existen países con niveles de desigualdad de ingreso similares a los de Chile, pero no hay ninguna nación con nuestros niveles de desigualdad territorial. Prácticamente todo el poder político, económico y cultural se concentra en dos o tres comunas. En Chile, a diferencia de otros países de América Latina, no existen élites regionales. Esta es la gran barrera para desconcentrar el poder y debe ser la política central de transformación del próximo gobierno.



La descentralizacion de poderes no sólo fortalece la regionalización, sino además debe concebirse como el eje central en una política mayor de empoderamiento de los sectores débiles o que actualmente se encuentran desempoderados. Para ello, el traspaso de atribuciones reales hacia las regiones, con la elección de gobernadores e intendentes, incluyendo la creación de parlamentos regionales o macro-regionales, son acciones políticas urgentes y un paso necesario para la desconcentración del poder. El próximo gobierno necesariamente deberá diseñar una reforma territorial.



Asimismo, vincular la democratización de las regiones con el uso de sus recursos naturales resulta evidente para un país con las características geográficas de Chile. Las políticas medio ambientales modernas centradas en la gestión territorial, conjuntamente con la extracción de rentas de recursos naturales, a través de royalties, pueden constituirse en políticas novedosas de empoderamiento de las regiones (por ello el proyecto de Royalty II, es tan equivocado). Así los royalties regionales no sólo son instrumentos de acceso a mayores recursos financieros y de gestión sustentable de recursos naturales, sino además mecanismos para la democratización del poder y, por ello, fundamentales para avanzar hacia un país más equitativo.



Naturalmente que ésta no será una transformación sencilla y requiere la confluencia y correlación de distintas fuerzas progresistas. Por ello, no cabe duda de que la coalición de gobierno deberá abrirse hacia otras fuerzas políticas y sociales, de manera de construir la base política para una democratización profunda en el país. Si ello no ocurre, la desigualdad, la regresión cultural y la apatía política continuarán gobernando, en conjunto con una Concertación de partidos por la democracia cada vez más aislada de la sociedad civil y el ya largamente olvidado proyecto original de transformaciones profundas que alguna vez se sostuvo como forma de avanzar hacia una sociedad verdaderamente democrática y más justa.



Rodrigo Pizarro. Director Ejecutivo, Fundación Terram.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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