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De califatos y cuentos moriscos


Somos muchos los chilenos que vivimos en el exterior y que entramos en los periódicos online de ese país y, casi antes de que sus páginas acaben de descargarse en la pantalla, ya se empieza a oír -por encima de cualquier otra explosión (fútbol, espectáculo, bombas en los metros de Europa)- el ruido de las sillas que se mueven y crujen en sordina en los petits comités donde los unos conspiran contra los otros, o incluso los unos contra los unos. Ya se escuchan las carreras y el rifirrafe en los pasillos del Congreso, el ruido de las hojas de documentos filtrados y refiltrados al cambiar clandestinamente de carpeta, de manos y hasta de partidos.



En efecto, desde hace un par de meses o más, da la impresión de que en Chile se ha levantado la veda de las yugulares, ya que cualquier garganta es una presa posible -y hasta necesaria- para hacerse con una cuota de poder. Pareciera posible y legítimo en esta democracia sureña donde, a seis meses de las elecciones presidenciales -en que constitucionalmente se niega el voto a cientos de miles de chilenos en el extranjero-, el pataleo político institucional de nuestros representantes hace que los usuarios de una guardería parezcan un colegio de sabios kantianos.



De pronto, las calles tienen más esquinas de lo que se supone, porque en cada pequeño rincón o hendidura hay una navaja esperando al senador o diputado to be or not to be. Todos corren de un lado a otro, viajan, se detienen a conspirar otro poco en Talca o en Temuco, en Punta Arenas o en Arica, regiones distantes que jamás o rara vez se han comunicado, regiones, por ende, que se perfilan -no tan caprichosamente, después del ejemplo boliviano- como el caldo de cultivo de futuras veleidades independentistas en un país que se desestructura a la velocidad del rayo.



No, en este caso la clase política se mueve por algo más que la -aparentemente- inocua dicotomía mertoniana de tareas/roles y recompensas sino que hurga más allá, quiere ser mediáticamente la estrella porque necesita la atención de millones de electores indiferentes, que luego comentarán las sonrisas y las frases soeces de los políticos/as en la televisión. La clase política mete más ruido que el estadio de Maracaná lleno de gente, y no hace nada. Sus dimes y diretes se parecen a los dibujos de los antiguos cómics donde una reyerta callejera estaba expeditivamente ilustrada por una nube de polvo, globos ilegibles y algún zapato.



Aquí no se sabe, francamente, de quién es el zapato, en el amplio espectro que va de El Mostrador a El Mercurio, pasando por diarios nacionales y regionales que reproducen hasta la saciedad la comidilla de la clase pudiente, las polémicas insulsas de los viejos jerarcas políticos y de los jerarcas en edad iniciática -to be or not to be- , las corruptelas y corrupciones, los juicios y apelaciones, las persecuciones políticas o político-empresariales…



Todo esto, junto al acompañamiento y bombo mediático, parece muy moderno pero, para muchos de los que vivimos en el extranjero, no existe ni la más vaga esperanza de que el público lector, o el público en general (preciosa categoría ontológica) se detenga a leer páginas enteras de los periódicos o se entregue al oreja a oreja para entender lo que está pasando en este escenario de traiciones que darían de comer a mucho clásico, y donde lo único que casi siempre queda claro es que el uno quiere volver a casa con la piel del otro.



Hay muchos millones en juego, en todas partes. Naturalmente que los hay, pensamos quienes seguimos la evolución de la economía chilena y su vocación exportadora, los récords del precio del cobre en los mercados mundiales y las perspectivas de esa industria en los años que vienen para abastecer al coloso chino. Pero en Chile, como en la mayoría de los países menos desarrollados, la economía se abre paso en la sociedad a un paso infinítamente más rápido, sólido y avasallador que la política. O, más bien, en Chile la economía ya es, decididamente, la política.



Todos estas corruptelas y juicios y contrajuicios, pasos en falso y amenazas veladas y entrecruzadas son los resabios de la conducta de una clase política cuya cultura todavía está anclada en el caciquismo del diecinueve, aún cuando su olfato económico conozca perfectamente las virtudes del secreto bancario en el siglo veintiuno.



Los políticos chilenos tendrían que reflexionar sobre el hecho de que vivimos en una época de revoluciones de distintos colores. La más reciente y conocida es la naranja, que ya ha tomado el relevo de la roja como solución de continuidad y aparece como fórmula tanto en Ucrania como en Filipinas, en Israel como en Costa Rica. Son las banderas multicolores que enarbolan quienes se oponen a la globalización depredadora desde Vancouver hasta Ciudad del Cabo.



El naranja, por si no se han percatado, significa Cabreo, un Cabreo que podría empezar a aparecer en Chile, dieciséis años después del último. La clase política chilena huele que apesta, necesita años de oreo, con lo cual algunos trapos viejos -y otros nada de viejos- o decididamente desahuciada por la moral, se desprenderían y caerían a un terreno yermo. Esperemos que en la siguiente legislatura no generen con su putrefacción ninguna espora, ninguna semilla, ningún asomo de rebrote que, con el tiempo, quisiera insinuar que la política es ese lugar a donde uno va a enriquecerse, como dice la famosa frase de un empresario- ex-ministro de Aznar, en España.



Sería imposible y contraproducente querer globalizar Chile desde arriba, es decir, tolerando como parte de la «normalización» democrática la existencia de una casta que vive enquistada en las instituciones del Estado y que siempre acaba obteniendo suficientes beneficios para acomodarse entre los caciques y, por lógica, gobernar los destinos del país en función del destino de sus cuentas bancarias.



Son personajes anacrónicos y deleznables que encarnan el califato económico y político, como en los viejos cuentos, gente que no deja de predicar que el Estado es el enemigo pero que trae a su molino agua de los impuestos y fondos gestionados por ese Estado.
Pero luego, a propósito de califatos, también en los viejos cuentos de tradición morisca son ellos los que acaban arrastrados a la plaza pública y sometidos al escarnio que han practicado durante generaciones con los más débiles.







Alberto Magnet es traductor y está radicado en Barcelona.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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