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El marketing político o las estrategias de la mentira


Las elecciones presidenciales constituyen una ocasión excepcional para analizar el «estado de ánimo» o ethos de un país. De algún modo, cada candidato y su respectiva convocatoria exhibe el resultado de un proceso complejo, a ratos confuso, en que se dan cita una serie de factores que deben ser tenidos en cuenta. Al revisar, aunque sea muy someramente, el actual panorama de las elecciones presidenciales en el Chile de hoy, se advierte la profunda mutación que ha sufrido nuestra realidad política y social.



La atmósfera política nacional pareciera dar cuenta de las profundas mutaciones que hemos sufrido los últimos veinticinco años. En efecto, en Chile se puede constatar una reestructuración del capital, tanto en su gestión como en su dimensión tecno-económica propiamente. Estamos ante una suerte de neocapitalismo que resulta modélico para el resto de América Latina. Las consecuencias culturales de este cambio se pueden sintetizar en la irrupción de un nuevo diseño socio-cultural, a saber: la sociedad de consumo, rostro visible y cotidiano del neocapitalismo en el que vivimos.



La irrupción de una sociedad de consumo trae consigo tensiones inevitables que ya se hacen sentir entre nosotros. Es claro que el consumo elevado a categoría cultural (función simbólica), sitúa la noción de mercado en un plano, si no de equivalencia, al menos de isomorfismo respecto del llamado espacio público. Dicho en términos muy simples, cuando el mercado se convierte en el centro de gestión de la sociedad, en marco normativo y en fundamento de las relaciones sociales, podemos afirmar que el espacio público y el mercado se funden en una misma experiencia, aboliendo los límites entre el concepto de ciudadanía y de consumidor.



Los agentes de esta nueva realidad ya no son los pro hombres de la República, sino más bien una nueva burguesía cuyo carácter de clase es ex-nominado en el continuo de una sociedad de consumo que no reconoce «clases» en sentido estricto, sino «nichos» o «públicos» en los que se despliega el consumo bajo el imperativo del gusto. Como se ha dicho, toda conciencia histórica o de clase es desplazada por un nuevo vector cultural en que lo que orienta las conductas es, precisamente, la pulsión estética (el gusto) en las coordenadas del mercado (la seducción): esto es lo que se ha dado en llamar narcisismo sociogenético.



Afirmar que el mercado es el nuevo marco de referencia que orienta las conductas exige una aclaración. El mercado es, en primer lugar, un espacio económico en que se verifican relaciones económicas. Sin embargo, tal como hemos señalado, el mercado ocupa hoy el lugar del espacio público, extendiendo su pertinencia al ámbito de las relaciones sociales, los marcos normativos (valores) y la referencialidad política. Esto es posible porque el capital se ha tornado en lenguaje, es decir, porque el mercado seduce a través de sus múltiples lenguajes. Así, la publicidad televisiva y multimedial de escala global, y al mismo tiempo personalizada, en un proceso que ha sido nominado como «mediatización», habla todas las lenguas seduciendo a todos y a cada uno en sus preferencias particulares.



Chile no escapa a esta nueva realidad de carácter global. Por el contrario, nuestro país no sólo es pionero sino modelo de esta reestructuración capitalista.



Las estrategias de la mentira



El famoso aforismo de Eco, según el cual, si los signos no sirven para mentir, tampoco sirven para afirmar verdad alguna, es especialmente pertinente en el ámbito del llamado «marketing político». La comunicación política en tiempos de la mediatización no podría ser sino una estrategia de la mentira. En una sociedad mediatizada, los candidatos-producto se exhiben ante los electores-consumidores portando cada cual su figura y su marca-partido. Las nuevas reglas constitutivas del espacio público excluyen como puro anacronismo el lenguaje deliberativo argumental, con toda su pátina retórica, proponiendo en cambio un discurso preformativo, construido en lo fundamental desde códigos audiovisuales.



Si en la modernidad el vínculo político entre lo político y la ciudadanía estaba definido desde la convicción, en la actualidad asistimos a la seducción como nexo privilegiado entre lo político y el ciudadano-consumir. La convicción supone una creencia, esto es, una verdad que se sostiene en cierta narrativa ideológica. La convicción emana del proceso mitopoyético inmanente a la modernidad, sea en su versión socialista o liberal. La convicción reclama una «conciencia histórica» o «conciencia de clase» y se expresa en lo que los pragmáticos formales llamarían actos de habla declarativos propios de los discursos morales, jurídicos, religiosos e ideológicos.



Este tipo de discurso reclama, dicho sea de paso, una autoridad extralingüística, es decir: quien profiere el discurso debe estar legitimado e investido por las instituciones y además por el carisma del líder. La seducción, au contraire, sólo es posible allí donde toda conciencia objetivante ha sido abolida pues opera más bien a nivel de la autoconciencia y está ligada a un nuevo carácter social que ha sido llamado neonarcisismo.



Los discursos inherentes a la seducción se relacionan más con la comunicación estratégica que con las declaraciones. El discurso seductor prototípico lo hallamos en la publicidad. Aclaremos que tanto los discursos declarativos como los discursos de la seducción se encuentran más allá de cualquier valor veritativo, aunque se distinguen en cuanto el discurso declarativo remite a una verdad absoluta que debe acatarse, mientras que el discurso de la seducción no reclama verdad alguna pues su criterio de validez es la eficacia.



La comunicación política busca, desde luego, seducir y en cuanto estrategia no podría sino validarse en el éxito alcanzado, es decir, en la eficacia. Ahora bien, este tipo de comunicación se basa en dos juegos de lenguaje muy singulares: por una parte, en los llamados actos de habla directivos y por otra en los llamados actos de habla compromisorios. En ambos actos de lenguaje, se solicita o insta a alguien a hacer algo, en los directivos se interpela a un «otro», en los actos de habla compromisorios es el propio hablante el que se compromete a algo.



Pues bien, sea que interpelemos a otro a hacer algo o que nos comprometamos a hacer algo, lo cierto es que la realización de aquello que se promete queda diferido en el tiempo. El lenguaje político es un lenguaje de interpelaciones y promesas » a futuro». En este sentido, el discurso de la seducción opera como una promesa que sólo se puede contrastar con un incierto mañana. Esta oposición entre un presente lamentable y un futuro luminoso suscita el entusiasmo de quienes se sienten convocados en su cotidianeidad. Como se puede advertir, el discurso político no puede sino fundamentarse en una estrategia de la mentira, en una promesa que invierte las miserias del presente y afirma un promisorio amanecer.



Debemos considerar que para que una mentira sea verosímil se deben cumplir algunas condiciones mínimas que ya han sido exploradas y estudiadas desde la experiencia nacionalsocialista hasta nuestros días. Entre muchas otras, podríamos distinguir a lo menos una, de la que se deducen una serie de consideraciones: si bien el discurso político seductor no es, en rigor, «verdadero», si debe poseer una buena «performance».



Este saber elemental de cualquier predicador se aplica como una ley al discurso político. Una buena «performance» puede ser entendida como una «puesta en escena»o «simulación» muy profesional y convincente que incluye, por cierto, un producto- candidato carismático, un discurso coherente que conjugue lo racional y lo emotivo en las dosis justas y, por último, una tematización de la contingencia que convoque a diversos públicos. La tarea del «marketing político» es, precisamente, construir un «lugar» en el cual instalar la imagen del producto -candidato, potenciado al máximo sus virtudes reales o ficticias, intentando alcanzar la máxima performatividad de su discurso, eliminando todo «ruido» que pudiera ser un lastre.



El producto candidato se instala, de este modo, en el imaginario social, en el universo simbólico de la población, como imagen audiovisual, como discurso político, como figura o personaje. Esta figura es, ciertamente, un constructo, que protagonizará una pugna en el espacio público mediatizado, tratando de ganar audiencias y, eventualmente, preferencias que se traducirán en votos.



El bueno, el malo y el feo



La pugna política en las democracias contemporáneas no sólo se escenifican en los medios sino que son inconcebibles fuera de éstos. La asimilación de las diversas prácticas sociales al universo mediático constituye lo que se ha llamado sociedad mediatizada. Lo político no escapa, por cierto, a esta realidad contemporánea.



Chile se encuentra en una fase de transición entre una sociedad mediática y una sociedad mediatizada. Esto quiere decir que las prácticas sociales, y en particular la política, están siendo progresivamente asimiladas al ámbito mediático, transformando la manera en que se escenifican las tensiones de los distintos actores políticos. A este fenómeno se le conoce como videopolítica.



Esta campaña presidencial muestra, justamente, las nuevas modalidades que adquieren los procesos eleccionarios como escenificación o simulación del encuentro de fuerzas e intereses inmanente al espacio político. Los cuatro candidatos a la presidencia están construyendo su lugar, el cual apela a «públicos» diversos que no son reconocibles bajo el concepto de «clase social». Examinemos sucintamente el paisaje comunicacional de lo político a partir de sus protagonistas visibles.



Todo candidato configura una jerarquización discursiva en que, obviamente, él o ella, encarna lo «bueno», la «verdad», mientras que los otros ocupan el lugar del «malo» o el «feo». El «bueno» es el candidato que promete estar dispuesto a «salvar al pueblo», «ocuparse de la gente», «defender los valores de la familia «, «crear escuelas, hospitales, etc.», «luchar contra la delincuencia, la droga, la corrupción». La tematización discursiva se expresa en una «agenda política» que esta determinada por sondeos o encuestas de opinión en que se evalúa cada tanto el estado anímico y los intereses de los distintos segmentos de la población.



Así, en el Chile de hoy, podríamos resumir esta agenda en no más de tres ítems: Empleo / Desempleo, Seguridad / Delincuencia, Corrupción / Transparencia. Nótese la ausencia de temas tenidos por «problemáticos», como por ejemplo, Derechos Humanos, Derechos Laborales, Legislación Medioambiental, Previsión Social, Redistribución de la carga tributaria, Derechos de las Minorías, entre otros. Esta tematización programada por los sondeos de opinión hace que los discursos se tornen muy parecidos y monótonos. Los discursos políticos en el Chile de hoy se juegan en los matices o énfasis que pone tal o cual candidato. En la actualidad, los medios constituyen no sólo el espacio virtual de la liza política sino que se han instituido como agentes protagónicos en la construcción de los distintos discursos políticos. El llamado «marketing» no hace sino administrar dichos discursos en busca de su máxima eficacia comunicacional.



En el arco político que se escenifica como promesa en nuestro país, se distinguen cuatro lugares de enunciación. En efecto, distinguimos una izquierda que se instala desde el imaginario de las luchas populares de los años setenta cuya «marca dura» está representada por un partido de larga trayectoria histórica como el Partido Comunista y que se propone como crítica frontal al actual estado de cosas. Se trata de un discurso que propone una «agenda alternativa» en la que se incluyen, por cierto, los grandes «temas olvidados». De escasa resonancia y cobertura en los medios, con un candidato de perfil austero y con un discurso anclado más en la memoria social y ajeno al debate imperante, sus expectativas no podrían ser sino muy limitadas.



En el otro extremo del arco, se encuentra el discurso de una derecha tradicional, ligada a raíces católicas y militares, con una modalidad neo populista. El potencial de un discurso tal no es desdeñable y ya quedó demostrado en la últimas elecciones presidenciales, aunque no se puede menospreciar el desgaste propio de un candidato que ha permanecido durante un sexenio como icono de su sector.



Entre estos dos polos de «marca dura», se instalan dos candidaturas que podríamos llamar de «centro izquierda» (Concertación) y » centro derecha». Si las marcas duras cargan con un peso histórico, las luchas populares que culminaron con el gobierno de Salvador Allende, en el caso de la izquierda; y la dictadura militar de Pinochet, en el caso de la derecha tradicional, las candidaturas de «centro» apuestan a una imagen más contemporánea, pero al mismo tiempo, más desarraigadas de la memoria y la tradición política. En términos comunicacionales, es altamente probable que la cuestión electoral se defina , precisamente, en el centro político, pues está más próximo al imaginario que se expresa en el «sentido común» de la población.



Ahora bien, en una sociedad como la chilena de hoy, un cierto orden de las fuerzas e intereses en juego están garantizadas institucionalmente, más allá de los avatares eleccionarios. Es decir, sea cual fuere el resultado de las elecciones en el país, se trata más bien de matices en la forma de administrar un orden tecno económico y una institucionalidad política.



Junto a la reestructuración del capitalismo, asistimos a la emergencia de sociedades burguesas postrevolucionarias, esto es: sociedades burguesas que han aprendido muy bien las lecciones de la Guerra Fría y que tras la caída del muro han redefinido el espacio público desde el mercado y los medios, desplazando el control social coercitivo y verticalista por una modalidad individualista y «autogestionaria», en que la posibilidad de cambio es mínima.



Esto no significa, empero, que se destierre la violencia y las tensiones sociales, significa que las democracias mediatizadas asimilan simbólicamente dichas tensiones y las administran como lenguaje, como diferencia cultural.



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Álvaro Cuadra es docente e investigador de la Universidad ARCIS.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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