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El primer canciller del siglo XXI


Es difícil implementar reformas en un ámbito que parece alejado de las preocupaciones más inmediatas de la ciudadanía y que cuenta con una estructura burocrática antigua, pero bien dispuesta para el trabajo rutinario. Sin embargo, para cumplir con las tareas propias de un país que pretende alcanzar niveles de desarrollo compatibles con el bienestar creciente de su población, se necesita una Cancillería ágil, moderna y profesional que sea capaz de representar el interés de la mayoría en un mundo incierto. De aquí surge, por tanto, la urgencia de transformar hábitos, procedimientos y mecanismos obsoletos, invirtiendo voluntad política en un proceso de actualización a todas luces indispensable.



La transición que ha vivido Chile en los últimos quince años requirió de acuerdos que aseguraran la gobernabilidad, postergando aquellos cambios que afectaran intereses sensibles de los grupos de poder que sostienen el statu quo. Tales sectores, conservadores por naturaleza, dominan no sólo una parte importante del escenario político, sino también porciones significativas del aparato estatal, resistiéndose a cualquier iniciativa que pueda alterar su posición y disminuir sus privilegios.



Pero, a pesar de todo, la dinámica democratizadora de la sociedad chilena, el ritmo vertiginoso de la globalización, y, por último, el paso inexorable del tiempo que comprueba día a día la caducidad de ciertas prácticas e instituciones, ha logrado imponer algunas reformas como condición mínima para la sustentabilidad del sistema. Una de ellas es la modernización del Estado y dentro de ésta, crecientemente, la del Ministerio de Relaciones Exteriores.



Tal emprendimiento tiene, sin embargo, el problema de romper con la inercia en un servicio público que, pese a sus debilidades e imperfecciones, funciona más o menos bien, dependiendo de la norma de evaluación que se aplique.



Es justo reconocer, por ejemplo, que cuenta con un conjunto de funcionarios que cumplen con su labor de manera abnegada, aunque con disímiles niveles de formación y eficiencia; que desde 1990 posee una carrera diplomática sin interrupciones, con uno de los concursos de ingreso más exigentes de la Administración Pública; y que ha cumplido con los objetivos que se propusieron los últimos tres gobiernos en materia internacional. Pero esto no es suficiente. Se requiere de un esfuerzo mayor para afrontar los desafíos que tenemos por delante, convocando a los mejores elementos disponibles a construir un nuevo horizonte estratégico de política exterior y al instrumento que haga viable una tarea de tal envergadura.



Nunca está demás recordar que la economía chilena depende ya en un 60% del comercio fuera de sus fronteras y que no tenemos ninguna chance de hacer oír nuestra voz en el mundo, sin la habilidad para concertar acuerdos más amplios. Asimismo, la realidad globalizada en la que vivimos nos hace vulnerables a las consecuencias de fenómenos transnacionales que producen efectos positivos en las áreas de mayor desarrollo en el planeta y más pobreza, marginalidad e inequidad para la inmensa mayoría de la humanidad.



Por tal razón, corresponde diseñar junto a los países que tienen una situación parecida a la nuestra, líneas de acción que posibiliten aprovechar las potencialidades que nos ofrecen los procesos en curso, a condición de que podamos encauzarlos mediante la integración regional, el fortalecimiento de las organizaciones multilaterales y de la sociedad civil nacional e internacional, y la constitución de reglas justas e iguales para todas las naciones de la tierra.



Ciertamente, es América Latina el espacio geográfico, político, económico, social y cultural más favorable para concretar y proyectar iniciativas de esta naturaleza, así como el vecindario se presenta como el lugar más inmediato para concretarlas. De esta manera, debemos ser capaces de levantar una propuesta de país que ofrezca nuestra disposición sincera a ser socios confiables para la democracia, el desarrollo y la integración, pues de que a los demás les vaya bien depende nuestro propio éxito y estamos dispuestos a asociarnos para la cooperación entre los pueblos que buscan una vida mejor.



Entonces, si estamos de acuerdo, no es suficiente una vetusta Cancillería que pasa raspando la prueba de eficacia mínima para una instancia de tales características. No es posible continuar con males cotidianos como el verticalismo, la discrecionalidad y la falta de un adecuado gerenciamiento administrativo. Chile debe contar con un Ministerio de Relaciones Exteriores acorde con la imagen que tiene de sí mismo y lo que pretende hacer en el futuro. Por tanto, hay que trastocar lo que ha sido hasta ahora la búsqueda permanente de equilibrios y consensos para dejar todo tal cual está, por otra lógica que sume energía, creatividad y disposición para construir una institución acorde con el perfil renovado de inserción internacional que el país reclama.



Esta perspectiva se ha visto reforzada por la candidatura de Michelle Bachelet, y desde el clamor popular que ella representa debe nacer un proyecto, un liderazgo y un elenco que lo concrete. No es viable seguir parchando porque la tela ya no resiste más remiendos, el alambrito y la tapa de botella ya no producen efectos milagrosos, es necesario poner los puntos sobre las íes e invertir capital político en una reforma profunda que ponga esta área del aparato estatal en consonancia con el gobierno de las personas que pretende llevar a la práctica la próxima Presidenta de todos los chilenos.



Quien encabece tal labor debe ser capaz de convocar no sólo a la comunidad de expertos en relaciones internacionales, pues es indispensable tomar en cuenta que se trata de un objetivo del conjunto de la sociedad chilena y que su principal motivo es el progreso de la gente.



Al interior del Ministerio, es pertinente impulsar la constitución de una masa crítica que estimule y dé sustento a las transformaciones, promoviendo una alianza con el personal que esté de acuerdo en la reforma y sus efectos, entre ellos: un concepto amplio de profesionalización; especialización de los diplomáticos; respeto irrestricto a normas claras y equitativas; una política de personal que estimule el mérito; modernización y flexibilización de la gestión administrativa; coordinación con los demás órganos públicos y con los actores sociales; y descentralización en la formulación y puesta en práctica de la política exterior, otorgando a las regiones las herramientas para un desarrollo nacional potente y territorialmente equilibrado.



Es el momento para abrir las puertas y las ventanas de la Cancillería a la participación ciudadana y abandonar lo antiguo para que el porvenir levante como el viento las pesadas cortinas que impiden apreciar la luz del nuevo mundo.



El título de primer canciller del siglo XXI está vacanteÂ…





Cristián Fuentes V. es cientista político.




















  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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