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El candidato permanente


Como siempre que volvía a casa después de un largo y cada vez más extenuante y solitario periplo por el país, el candidato permanente imaginó que al girar la llave y empujar la puerta, esta le ofrecería la resistencia de cuando suele estar trabada desde adentro por una ruma de correspondencia. Mas para su decepción, y tal y como venía ocurriendo desde ya demasiados años, al trasponer el umbral solo encontró a su paso varias cuentas de servicio impagas desperdigadas por el suelo, las que pisoteó con una vehemencia impropia para su cansancio.



El espeso silencio, la soledad y el ambiente de abandono reinante no impidió sin embargo que se sintiera cómodo y aliviado al cerrar la puerta tras de sí. Pasaba en aquella pequeña y modesta casa de un barrio popular de Santiago solo unos pocos días al mes, cuando mucho, entretenido como estaba en el afán que lo ocupaba sin pausa desde hacía la friolera de más de 25 años. Una campaña presidencial ininterrumpida que lo mantenía todo el tiempo en un incesante movimiento a lo largo y ancho el país, yendo de un lugar a otro sin ton ni son, plan o estrategia preconcebida. Como un sonámbulo itinerante de perenne sonrisa y ánimo incombustible, cuyo transitar infatigable los ciudadanos observaban con una mezcla de curiosidad y lastima. Cuando no de esa clase de sentimiento, pariente de la conmiseración culposa, que a muchos nos asalta tropezar con aquellos individuos que llevan grabada a fuego en la frente la marca de los perdedores sin vuelta, remedio ni oportunidad de redención.



A pesar de aquello, el candidato permanente se sentía a salvo en ese lugar que por obra y gracia de su eventual ocupante había llegado a convertirse en un sitio lúgubre y acaso hasta maloliente. Todo lo cual no impedía que lo reconociera instintivamente como el único lugar en el mundo en que se sentía a sus enteras anchas y en donde por lo mismo, podía despegarse con alivio de su rostro avejentado la sonrisa que de tanto usar había comenzado a provocarle unos dolores faciales insoportables. Eso sin mencionar, entre otras numerosas penurias del cuerpo y del alma, los calambres que le atenazaban permanentemente la mano derecha, la que de tanto estrechar extremidades ajenas le pasaba día y noche la cuenta por los millones de veces en que la venía sometiendo al extenuante suplicio de propinar durísimos y constantes apretones a los muchos desprevenidos hombres y mujeres que imaginaba como sus potenciales adherentes.



Se acomodó como pudo sobre el único sillón que le quedaba en pié, no sin antes apartar de un manotazo un montón de añejos recortes de prensa, pedazos de afiches de pasadas campañas y centenares de fotografías polaroid que una vez habían capturado anónimos rostros de aspecto perplejo junto al suyo siempre sonriente, y respiró hondo. Había comenzado a preguntarse como es que esas fotografías podían estar allí abandonadas y no en poder de sus ocasionales acompañantes, pero cortó la pregunta de cuajo adivinando de antemano la malquerida respuesta. Hay que empezar de nuevo, volvió a repetirse para sus adentros, retomando los pensamientos que había dejado suspendidos en el aire, como en «hold», desde que se había bajado del bus que lo trajo desde San Fernando al Terminal Alameda.



Todo el viaje se había pasado dándole vueltas a la nueva estrategia que sería aconsejable adoptar en los comicios venideros. Discurriendo sobre las alianzas que habría de saber tejer y, muy por sobre todo, respecto de la nueva y genial consigna que en la próxima vuelta enarbolaría sobre las cabezas de sus adversarios.



El candidato permanente estaba convencido de que una consigna apropiada constituía la base principal sobre la cual cimentar una campaña y por lo mismo, volvió a concluir en que despejar aquello era precisamente en lo que debería ocuparse en las próximas horas, como cuestión de la más alta y central prioridad. Buscar y encontrar una consigna de fuerza demoledora, que fuese limpia, clara y transparente. Una frase contundente que pudiera comprender cualquiera y al primer vistazo y sobre cuyas breves y concisas espaldas pudiera galopar por fin hacia el esquivo Palacio de la Moneda.



Así es que sin más trámite, e incluso antes de tomar un reparador baño de agua helada, quitarse los zapatos o prepararse una sopa para uno en la maltrecha cocinilla a parafina, el candidato permanente se acomodó los gruesos anteojos, agarró lápiz y papel y se dispuso a repasar lo obrado hasta el momento en la materia, con el fin de conseguir que las hadas de la inspiración lo poseyeran.



«Viva el Cambio», repiqueteó en su mente como un aguijón su frase favorita. Ni pensar en resucitarla, se dijo a sí mismo, a pesar que aquella consigna lo encandilaba cada vez más apasionadamente. No en vano, casi había conseguido cumplir su más caro anhelo colgado de sus tres palabras, y aunque misteriosamente ya no se acordaba si la consigna de marras se le había ocurrido a sí mismo o alguien se la había sugerido como caballo de batalla, siempre que la evocaba cundía más su enamoramiento. Había repetido la frase tantas veces para sí mismo y para el público, la había visto impresa en tantos millones de gigantografías, carteles, pancartas y volantes, que siempre que divisaba en cualquier parte los colores azul y amarillo, de modo automático la musitaba en secreto para sus adentros. A la manera de un mantra védico al que siempre podía recurrir en búsqueda de optimismo y esperanza. Casi como el recuerdo de un viejo amor nunca consumado carnalmete, de esos que te persiguen sin pausa por toda la vida y siempre te proponen nuevas y más audaces preguntas existenciales.



«Ahora te toca a ti», prosiguió con su repaso mental. Esa frase fue la segunda consigna de campaña en un nuevo y frustrado intento presidencial. Tampoco se acordaba de donde había aparecido, quién se la había metido en la cabeza y mucho menos en que momento de suprema debilidad había aceptado adoptarla como estandarte. Mirada desde lejos, le parecía una frase vacía de contenido, aunque sonora. Lo más criticable de todo era que ni los avezados publicistas que para entonces lo asesoraban habían podido advertir lo equívoca y peligrosa que podía allegar a ser, tal y como para su desgracia efectivamente ocurrió. Se dio el caso que apenas sus publicistas la dieron a conoce como mascaron de proa de su nuevo intento, comenzaron a aparecer las interpretaciones antojadizas sobre su significado, algunas incluso con hirientes y ofensivos ribetes sexuales, de modo que hasta que decidió abandonarla, se pasó más tiempo explicando su alcance y sentido que promoviendo sus ideas de gobierno.



«La tercera es la vencida» fue la consigna que vino a su mente a continuación, aunque sinceramente hubiera preferido pasarla por alto en el recuento. La frase se le había ocurrido a el mismo y, según recordaba, esa vez había sido el único asesor comunicacional ad honorem que le quedaba el que la había objetado enérgicamente. Pero el candidato permanente no había aceptado razones ni ruegos. Había resuelto que en aquel tercer intento consecutivo las cosas se harían como el decidiera, ni más ni menos, consigna incluida. Incluso logró convencer a los despavoridos donantes de la ocasión para que la frase fuera impresa con los colores y la tipografía característica del diario «La Tercera», para así tratar de aprovechar el marketing gratuito que en una de esas, la asociación inconsciente de ideas en el siempre desprevenido imaginario colectivo, pudiera traer aparejada la maniobra como ventaja sobre sus adversarios. Pero no hubo caso, la consigna nunca pego y hubo de volver a mascar el duro pan de la inapelable derrota. Esa tercera vez, para más remate, nuevamente a manos de una adversaria mujer.



«Juntos podemos lograrlo», fue la frase que ahora vino a su mente sin invitación previa. Había sido su cuarta consigna de campaña y lejos la peor de todas. No solamente porque debió lidiar a duras penas con sendas acusaciones de plagio de una consigna casi igual utilizada hacía varios años por una agrupación izquierdista desaparecida, sino especialmente porque nadie supo nunca explicar a quienes aludía la palabra «Juntos». En especial, pero no exclusivamente, dada la orfandad política total y absoluta con que el candidato permanente había enfrenado esos comicios. El resultado del cuarto intento había sido tan catastrófico, que solo el rememorar la frase, la cual por demás había debido imprimir en papel barato, personalmente y solo con la ayuda de unos pocos y obstinados parciales, le amargaba la existencia haciéndole dudar de las posibilidades de materializar su proyecto. Pero solo por un breve instante.



«De atrás pica el indio» había sido la quinta. La consigna había sido también de creación propia y según recordaba, la había parido en ese mismo sillón, en similares circunstancias y de regreso de un largo viaje por La Araucanía. Aunque se trató de una frase nada de original, por ser aquella una expresión antigua y conocida, decidió adoptarla como propia en consideración de las reverberaciones populares de la misma y de lo que interpretó erradamente como un cierto trasfondo épico de la exclamación. Para su desgracia, la consigna elegida no le atrajo apoyo popular, sino más bien burlas y descalificaciones varias. Muy a su pesar, ell candidato permanente no poseía rasgos indígenas que exhibir, o no al menos sin tener que bucear muy profundamente hacía el pasado más remoto de su alcurnia, pero nadie estaba dispuesto a perder el tiempo en semejante empresa de búsqueda. Así es que no hubo sorpresas cuando ciertas organizaciones mapuches, aymaras y rapanuis, más por entretenerse en algo que por otra cosa, levantaron sendas acusaciones en su contra por uso malicioso de la expresión. Aunque en verdad pocos se tomaron la controversia muy en serio, en vista y considerando la falta casi total de difusión pública de la consigna de marras, lo cual hacía casi imposible cualquier hipotético daño a la dignidad de los pueblos autóctonos.



A estas alturas del ejercicio, el candidato permanente había comenzado a sentir que el solitario «brain storming» no le estaba llevando a ninguna parte y que había llegado a rasguñar el fondo de sus alforjas de recursos propagandísticos, sin encontrar nada que valiera la pena de ser considerado. Agobiado por la búsqueda inútil y mientras aflojaba con una mano el falso cilicio que le abrazaba la pierna derecha, casi como en conexión directa con dicho ademán piadoso y justo cuando la desesperación amenazaba con invadir su espíritu, una frase vino a su mente sedienta: «Dios Proveerá» musitó para sus adentros casi como consuelo, pero agarrando simultáneamente al vuelo la señal que se le ofrecía en el momento preciso desde lo más alto.



«Dios Proveerá», la frase como caída del mismísimo cielo, redonda y perfecta, resolvió sin más dudas ni trámites que sería su próxima consigna de batalla. Mientras e incorporaba, el candidato permanente comenzó a sentir que era poseído por un entusiasmo y una energía desbordante, la que casi lo hace lanzarse de inmediato, a una muy tardía hora de la oscura y solitaria noche, a vociferarla por el vecindario como un poseído, pero se contuvo a duras penas. Ya casi podía ver la consigna flameando impresa en letras doradas sobre los pendones azules flameando al viento. al viento. Ya casi podía adivinar el semblante triunfante de su propio rostro al blandirla como un báculo ante cualquier pregunta que pudiera lanzarle la prensa o sus adversarios de circunstancia, muy especialmente en materias económicas y sociales, frente a sus irrazonables y desproporcionadas ofertas de ignorado e imposible financiamiento.



Ahora que tenía todas las respuestas a todas las preguntas, el candidato permanente podía descansar tranquilo. En unas pocas horas, la luz del día y el país todo sabría de su propia boca de la buena nueva.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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