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Bachelet y su reposada campaña


Con los años uno llega a ver muchas campañas electorales y en esta profesión se pueden ver varias al año, lo cual permite hacer un balance más o menos acertado de éxitos y fracasos electorales. Hay uno en especial cuyos funestos resultados el mundo aún paga: la confrontación del 2000 en Estados Unidos entre el republicano George W. Bush y el demócrata Al Gore. Esa elección constituyó el gran fracaso de los Demócratas, quienes no lograron aprovechar al imponente Bill Clinton para ganar la campaña. Usaron su legado político pero no supieron hacer campaña dura desde la trinchera; sólo se preocuparon de tratar de mostrar a Gore como un hombre de estado, haciendo campaña hacia élites que lo consideraban distante, lejano de la ciudadanía, con sed de poder. Al centrarse en ese tipo de campaña nunca lograron llegar al electorado, ya que la frialdad de Gore como candidato impuso siempre una brecha insalvable.



Este largo párrafo es para ilustrar lo que ocurre con la campaña electoral de la abanderada de la Concertación, Michelle Bachelet. Al contrario de Gore, su gran capital es precisamente su llegada y empatía con el electorado. Pero hemos visto en la campaña -manejada por operadores políticos que parece que nunca han salido de sus oficinas- a una candidata empaquetada, lejos de su verdadero potencial electoral.



De ser una persona alegre, simpática y empática, a Bachelet la han transformado en una mujer acartonada que hace campaña por y para las élites. Y sobre todo para las élites políticas de la Concertación -los príncipes- que siempre dudaron de ella y hasta hoy se siguen preguntando si «da el ancho» para continuar la exitosa presidencia de Ricardo Lagos.



Gore tenía todo a su favor para derrotar al torpe candidato que era Bush. Pero su campaña cometió todos los errores tácticos habidos y por haber en la historia de la política, y terminó entregando la presidencia en bandeja.



Estos errores partieron por subestimar a Bush y su capacidad para aprender y conectarse con el electorado. Bush tiene un carisma y empatía que llega al estadounidense medio. Muchos electores en «focus groups» manifestaron sentir que Bush era el tipo de persona que podrían invitar a un asado a la casa y hablar de deportes al calor de unas cervezas.



Los errores de la campaña que dirigió Dick Morris -arquitecto de la reelección de Clinton en 1996- fueron entre otros, tratar de mostrar a Gore como un gran estadista que continuaría el gran legado de la presidencia de Clinton. Lo malo fue que nunca se vio al Gore candidato. Incluso en los debates presidenciales, Gore parecía el profesor dando clases a un pupilo, a quien a veces incluso regañó. Bush, como el estudiante pelusa, se ganó el afecto del electorado con humor y tallas. Bush parecía simplón pero humano, en tanto que Gore parecía una estatua de bronce mirando desde un pedestal.



Clinton dejaba la presidencia con los índices de popularidad más altos en la historia de las encuestas presidenciales, pero Morris y el candidato Gore optaron por dejarlo en la banca. Preocupados de que el escándalo Lewinsky le quitara votos, la campaña de Gore optó por distanciarse no de su exitoso gobierno, pero sí de Clinton. A pesar de verse atrás de Bush en las encuestas, la campaña siguió congelando a Clinton hasta sólo tres días antes de la elección del 7 de noviembre del 2000.



Clinton se montó a bordo del imponente Air Force 1, visitó el medio oeste y logró revertir la intención de voto en varios estados claves. Eso le permitió a Gore remontar, ganar el voto popular, pero no dar vuelta la derrota en Ohio, el estado clave que requería para ganar la elección. Florida lo daba por perdido, pero al final perdió ese estado -y por ende la presidencia- por apenas 537 votos.



Ése es el riesgo cuando no se sale a hacer campaña en las trincheras, cuando los pesos pesados -como el presidente saliente- no se involucran en hacer campaña. La famosa prescindencia es una falacia que usa la oposición para argumentar que la mejor carta se debe quedar en La Moneda y no salir a hacer campaña. Lo mismo ocurre con los grandes personeros de la Concertación que dan la carrera por ganada, y que arrellanados en sus sillones esperan cómodamente seguir disfrutando del poder sin hacer campaña.



Pero la realidad es otra. La campaña de Bachelet ha sido incapaz de mover a las grandes cartas de triunfo. Las ha dejado en sus oficinas, aceptando tácitamente que no son necesarios en la campaña.



Bachelet debe dejar de lado el falso papel de estadista que le asigna este libreto de cartón. Debe olvidarse de los interesados consejos de los operadores que manejan su campaña, de esos titiriteros que tras bambalinas deciden qué hay que hacer y cómo. Debe salir a la calle tal cual es ella; mostrar su empatía y ese calor humano que hace sentir a los chilenos que la podrían invitar a la casa a tomar onces. Bachelet debe reencantar al electorado, debe recuperar el apoyo ciudadano y, sobre todo, debe mostrar qué tipo de país quiere invitarnos a soñar y construir sobre las bases de los buenos 16 años de gobiernos de la Concertación.



Falta el sueño, falta mostrar el país al que el electorado puede aspirar. Hasta la fecha tenemos a una Bachelet jugando a estadista y no a ser candidata a la presidencia. Lo que sabemos hasta ahora de su campaña es «Estoy contigo». Muy bien, pero ahora queremos saber qué significa eso, cuál es el sueño, a qué tipo de país aspiramos.



La campaña de Bachelet debe cambiar su estrategia ya. De otra forma el chasco podría ser tan duro como el de Al Gore en Estados Unidos el año 2000.



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Jorge Garretón es un periodista chileno que trabaja para medios de habla inglesa de Estados Unidos, Canadá y Europa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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