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Los dos Ejércitos


En medio de la fiesta democrática que significan las elecciones próximas, dos noticias judiciales paralelas han puesto en dramática evidencia la coexistencia de dos Ejércitos en el escenario público: uno, en franca extinción bajo el irredargüible peso de sus errores, el otro, emergiendo acunado por la modernidad democrática. El primero, representado por las recíprocas acusaciones cruzadas entre quien fuera el todopoderoso Comandante en Jefe del Ejército y el dilecto jefe de su aparato represivo, la DINA. El otro, expresado en el cierre del proceso judicial destinado a juzgar los lamentables sucesos de Antuco.



La contumaz negación a aceptar la comisión de delitos comprobados hasta la saciedad y la persistente porfía para asumir las responsabilidades del mando en las graves violaciones a los derechos humanos acaecidas durante el gobierno militar constituyen el indicio inicial del grave quiebre moral que afectó al Ejército y que permitió la comisión de tales delitos en el seno institucional. En otras ocasiones hemos reflexionado sobre la inconsistencia tanto ética como profesional que tal elusión implica.



Las sólidas evidencias del enriquecimiento ilícito del que se benefició el Comandante en Jefe y su familia, haciendo uso de mecanismos abiertamente criminales, como el tráfico de armas, constituye un elocuente epitafio a las declaradas intenciones patrióticas de su proceder.



El careo al que han debido ser sometidos el jefe y su subordinado, respondiendo por su rol en una de las tantas operaciones de exterminio llevadas a cabo durante su mando, pone en evidencia un nivel de descomposición humana y militar lamentables. En un desesperado «sálvese quien pueda» y apelando a la delación e incriminación recíprocas, los otrora todopoderosos señores de la vida y de la muerte muestran el triste rostro de las complicidades rotas, de las deslealtades manifiestas, en donde el honor y la dignidad militar son una vez más mancilladas.



Si alguna virtud tiene el triste espectáculo aludido es que termina por sepultar la noción de gesta heroica con que los apologistas de la dictadura pretendieron vestir las acciones de las Fuerzas Armadas de entonces. Ninguna herencia de tal institucionalidad merece ser reivindicada, excepto la lucidez de quienes, forjados en el seno de ese Ejército, tuvieron la valentía de rescatar el verdadero espíritu militar y hacerlo prevalecer por sobre lealtades y tradiciones manchadas.



Hoy observamos cívicamente orgullosos cómo el Ejército abre sus puertas para que la justicia ausculte sin límites ni reservas una acción militar fallida, como fue la trágica marcha de Antuco, determine responsabilidades y aplique sanciones conforme a derecho. Más edificante aún, son las propias medidas disciplinarias adoptadas por el mando militar, dolorosas pero necesarias ante las graves negligencias detectadas. Por sobre ello y obedeciendo al mero dictado de su honor, el general bajo cuyo mando acontece el lamentable incidente pone hidalgamente su cargo a disposición de las autoridades.



Ä„Qué contraste entre ambas situaciones judiciales, que parecieran afectar al mismo sujeto! Obviamente ello no puede ser así. Por una parte comparecen quienes se han resistido a la justicia, quienes han mentido y ocultado información a pesar de las múltiples evidencias que los incriminan, quienes desde posiciones de mando ordenaron ejecuciones extrajudiciales y hoy alegan desconocimiento, dejando el peso de la responsabilidad en sus subordinados. Por otra, quienes reconocen los errores cometidos, quienes se someten a la justicia y colaboran para dilucidar los hechos, quienes asumen su responsabilidad en los acontecimientos, quienes piden perdón a las víctimas de sus yerros y toman las medidas para evitar su repetición…



Ciertamente dos Ejércitos: uno que cegado por el poder omnímodo usurpado y la incontinencia de sus excesos se volcó contra su propio pueblo; otro que se reencuentra con su misión primigenia, ser de y para su pueblo. El primero se diluye en el olvido y en las cárceles; el otro camina y crece con quienes nunca debió separarse.



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* Raúl Vergara Meneses. Capitán (r) FACH, Ingeniero Comercial de la Universidad de Chile. Master en Economía de la Universidad de Sussex.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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