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Michelle y el monstruo


En la parte final de la campaña, especialmente a partir del último debate, los candidatos de la derecha lograron instalar en el debate electoral la condición de mujer de Michelle Bachelet, poniéndole el chanfle negativo, como era predecible. El tema ya estaba desde hace tiempo en boca de los trogloditas más conocidos de la Alianza, y también en la de algunos cavernícolas en la Concertación que se vieron desplazados por la presencia de dos mujeres en las primarias.



No hay nada de sorprendente en esto: en Chile el machismo es transversal en su alcance y ecuménico en sus manifestaciones, que van desde los chistecitos más inofensivos hasta la violencia doméstica y sexual, pasando por todo tipo de discriminaciones legales e ilegales. Es un monstruo grande y pisa fuerte.



Es sintomático, por ejemplo, que el progresista Diario Siete dedicara la caricatura política de su primera edición al tema: desde La Moneda sale un globito con la voz de la primera presidenta de Chile, retando a sus ministros porque alguno había entrado a palacio sin limpiarse los zapatos. Luego, el decano -o resumidero, como fue rebautizado por el presidente Lagos-de Agustín Edwards, a coro con sus clones en tamaño tabloide, se aprovechó de un momento de ingenuidad del ministro Eyzaguirre para poner en letras de molde la imagen de la «gordi» a la que ya había aludido la alcaldesa Van Rhysselberghe, quien hace poco volvió a repetir la voz del amo declarando que a Michelle Bachelet «le tiembla la pera cada vez que habla golpeado».



Pero fue Sebastián Piñera quien subió el tono de la campaña descalificadora cuando puso en duda la capacidad de Michelle Bachelet usando el código clásico, con alusiones al «carácter», a la «fortaleza», al «liderazgo» necesarios para ocupar el cargo de presidente de la república. Este mensaje en clave se ha reforzado a través de los medios en forma metódica. Periodistas relativamente serias como Raquel Correa al parecer creen que es relevante preguntar qué ropa se va a poner la candidata de la Concertación cuando le toque asumir el mando.



El título de un reportaje de La Tercera de hace un par de semanas no disimulaba la intención: «El ataque de nervios del comando de Michelle Bachelet». En esas mismas páginas, una pieza de propaganda electoral disfrazada de periodismo amplificaba las palabras de Lavín acerca de los peligros de la «simpatía» y «cercanía» de Bachelet. El ex editor de El Mercurio, ducho en propaganda, fue más sutil que Piñera y vinculó los atributos de la candidata con una supuesta falta de idoneidad para gobernar. Convirtió las virtudes de Bachelet en defectos, cosa que resulta curiosa, o más bien cómica, si uno toma en cuenta que él se ha recorrido todo Chile gastando mucha plata en polaroids para generar «cercanía» con la gente y aparecer simpático, sin lograr revertir el rechazo que provoca en la mitad del electorado.



Dejemos esa vereda un momento y volvamos a lo que está en juego este domingo. La pregunta básica que se le hace a la ciudadanía en cada elección presidencial es «¿Quién cree usted que lo hará mejor como Jefe de Estado?». Pero Piñera y Lavín le han puesto la coda clásica que los poderosos adhieren cuando alguien que no pertenece a su grupo amenaza con desplazarlos. La pregunta escondida, tradicionalmente, se lanza con variantes: «¿Se atreve usted a votar por este roto, este judío, este turco, este bachicha, este huaso, este indio, este negro, este marica, este flaite? La versión que corresponde a la etapa final de la elección presidencial es: ¿Se atreve a darle su voto a esta mina?».



No es mal cálculo el que hacen los que lanzan este tipo de interrogantes, porque los estereotipos de género, de raza y de clase tienen una gran vigencia en Chile, en todas las esferas sociales. Los prejuicios se manifiestan en todos los segmentos del espectro político, aunque sea en grados diferentes. Recordemos la trifulca de tinte clasista que se dio en el oficialismo «progresista» cuando José Antonio Viera Gallo fue desplazado por Alejandro Navarro en la candidatura al Senado por Concepción, o la noción de que sería «contra natura» que Juan Pablo Letelier no postulara al club de caballeros de la Cámara Alta. Es pintoresco, pero muy revelador, que Trivelli se preocupara más de lucirse como caballero andante protector de Alvear que como subordinado jefe de campaña.



La vigencia de estos reflejos prejuiciosos no se debe a la solidez de los argumentos que se esgrimen para apuntalarlos, sino a factores más simples. Entre ellos destacan la falta de diversidad de las élites y el provincianismo cultural que se genera cuando esa homogeneidad se traslada a las instituciones, se disemina en los medios de comunicación, y se impone sin mayores cuestionamientos como norma valórica y estética en todos los ámbitos de la vida. Esta homogeneidad inventada y perpetuada funciona como un mecanismo distorsionador que le asigna una visibilidad y representatividad desproporcionada al sector social privilegiado. Visibilidad: es cosa de mirar la cara de la gente de la televisión y preguntarse si uno está en Suecia, en Noruega, o en Dinamarca. Representatividad: es cosa de mirar la cara o los apellidos de la gente en el parlamento, sobre todo en el Senado.



La Concertación tiene su cuota de responsabilidad en esto, en la medida en que no ha hecho lo suficiente para diversificar sus cuadros de gobierno ni para acoger o fomentar la representatividad de todos los puntos de vista y modos de
vida que se dan entre los chilenos.



En cuanto a la diversidad de género, ninguna de las coaliciones lo hace muy bien. Un vistazo a la proporción de hombres y mujeres entre los candidatos al parlamento arroja los siguientes resultados:



Al Senado, la Concertación, de un total de 20 candidatos, presenta un total de sólo 2 mujeres, las dos demócratacristianas. De los 19 candidatos senatoriales de la Alianza, 2 son mujeres, mientras que del mismo número de postulantes del Juntos Podemos, 4 son mujeres. El partido que más mujeres tiene en proporción a sus candidatos al Senado es el Partido Humanista: 3 de 10.



El que menos mujeres tiene postulando al Senado es el sub-pacto
PS-PPD-PRSD, que no presenta ninguna. Tal vez esto se deba a que la candidata presidencial provenga del PS, pero esto es dudoso, porque a ningún partido se le ocurriría presentar una nómina senatorial compuesta exclusivamente de mujeres cuando lleva un candidato hombre a la presidencia.



Para la Cámara de Diputados, el panorama no varía demasiado. La
Concertación postula 18 mujeres y 102 hombres. En la Alianza la
proporción es de 14 a 106, mientras que Juntos Podemos mejora con 20 mujeres y 97 hombres.



Todos estos datos sirven para subrayar la importancia simbólica de la candidatura de Michelle Bachelet. Vista desde la perspectiva del predominio masculino en la política chilena, su protagonismo es anómalo, ya que va a contrapelo de las nociones establecidas de visibilidad, representatividad e identidad cultural. Incluso si se teme exagerar la importancia de la candidatura de Bachelet en relación a la construcción social de la realidad nacional, se debe reconocer por lo menos que da cuenta de la existencia de un espacio político, social y cultural complejo que hasta ahora permanecía en estado de latencia o marginación ideológicamente motivada.



El protagonismo de las mujeres en la política chilena no había alcanzado nunca el potencial que adquirió con las candidaturas de las dos presidenciables de la Concertación. Por todo esto, la postulación ganadora de Bachelet constituye un salto cualitativo cuyas consecuencias globales son imposibles de predecir. De lo que no puede caber duda es que ya ha logrado establecer como tema legítimo en el campo de la política chilena la existencia de la desigualdad de género, justificada y al mismo tiempo silenciada por el conservadurismo pechoño de la derecha, o relegada a un nivel de urgencia menor por quienes han privilegiado históricamente la igualdad de clase como bandera de lucha. Aun sin ganar todavía la elección, el fenómeno encarnado por Michelle Bachelet ya ha logrado alterar el paradigma de la política chilena.



Como candidata, Bachelet (al comienzo en complicidad con Soledad
Alvear) se ha apartado deliberadamente de la norma establecida por otras jefas de estado o políticas influyentes, como Margaret
Thatcher, Hillary Clinton, o Condoleezza Rice, al darle a su persona pública un aura de espontaneidad y calidez, exenta de autoritarismo o de excesiva complacencia. Se las ha arreglado para navegar con destreza entre pachotadas disfrazadas de análisis, como la que le lanzó Alfredo Jocelyn-Holt, y murmuraciones sobre su vida personal, su capacidad profesional, o su desempeño como ministra de Salud y de Defensa.



Ninguno de los otros candidatos ha pasado por un escrutinio similar, a pesar de que, por ejemplo, Sebastián Piñera se ha inventado de múltiples maneras para presentarse como persona idónea para gobernar el país. Si Michelle Bachelet hubiera asegurado haberse doctorado de Harvard con «honores máximos», como lo hace Piñera, alguien se habría preocupado de señalar que dicha distinción simplemente no existe, ni a nivel de departamento ni a nivel de la institución, como se puede
constatar con una llamada telefónica. Tampoco hay registro de que
Piñera haya sido «profesor de economía» en Harvard. Tal vez haya sido ayudante, como la mayoría de los que hemos pasado por un programa de doctorado en esa universidad norteamericana. Pero en su currículum, Piñera no tiene tapujos para asignarse «honores máximos» o para rotularse como «profesor de economía» en Harvard en los años en que estuvo matriculado como estudiante.



Las exageraciones y distorsiones en que incurre el candidato de Renovación Nacional (su madre le zurcía los calcetines y su padre fue «empleado fiscal» toda su vida, con rango de embajador) no se presentan nunca como un defecto de carácter sino como parte normal del juego político. Como dijo el mismo Piñera, él no necesita «madrinas, padrinos, bastones en que apoyarse», porque para bastones le basta con su ambición, su labia y lo que natura le puso entre las piernas.



La campaña de Tomás Hirsch ha sido respetuosa con la persona de
Michelle Bachelet, demostrando consecuencia absoluta con los
principios de inclusividad e igualdad que mueven al Juntos Podemos Más, y dando una señal más de que, a pesar de todo, las opciones electorales que representan un futuro libre de prejuicios y de discriminaciones están a la izquierda de la Alianza. Lo más reconfortante es que estas dos opciones representan una clara mayoría entre los chilenos, y es legítimo alegrarse y enorgullecerse de ello.



Ojalá los que estamos fuera de Chile tuviéramos el privilegio de
participar en una votación que marcará un hito tan positivo en la
historia de nuestro país.



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Roberto Castillo es escritor y académico http://noticiassecretas.blogspot.com




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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