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Brokeback Mountain: El jurado en las fronteras del pensamiento


Son las 10:40 PM y el Clearview Cinema, ubicado la calle 62 con la Primera Avenida de Manhattan, tiene a Brokeback Mountain en la pantalla. El film fue estrenado en diciembre de 2005 y es 1 de marzo 2006, y hay apenas seis personas en la sala. Faltan pocos días para la ceremonia de los premios Oscar, y los distribuidores apuestan hasta la última gota de las expectativas de la gente.



También hay un ratoncito que va y viene en una sala del cuarto piso. Aquí no hubo «Katrina» y es el sector con quizás el mayor ingreso en el mundo; pero la ratita cruza de una hilera de asientos a la otra, en búsqueda de otro resto de popcorn, desafiando la altura y la energía del personal de aseo. El día en que prohíban comer en los cines, tal vez se acabe el cine en pantalla grande y se lleve con él a las ratitas.



El nombre en inglés de este film ya sugiere más de una interpretación. Es una montaña en principio, pero es más que eso. Es una localidad geográfica con varios sentidos y su nombre no es tan obvio, o no suena en inglés así. Es algo que está partido, pero sobre las espaldas; y pueden ser espaldas rotas, no mojadas como la de los mexicanos que cruzan el río. Esta es otra frontera, una de varias que existen en los países, y en los más grandes, como los EEUU.



Brokeback Mountain es una película de ruptura de fronteras, pero de fronteras de las ideas. La propuesta central es la del desplazamiento y la hibridación, usando el repertorio de Homi K. Bhabha. El equipo creativo de esta producción de Diana Ossana -que también participó en el guión- y James Schamus son todos personajes desplazados en las geografías, en los tiempos y en sus actividades. De alguna forma, es una reivindicación para cada uno de ellos por una trayectoria con obstáculos.



Ang Lee, su director, integra tres partes -China, Taiwán y EEUU-, y a pesar de tener una obra de alto calibre como Sense and Sensibility (1995), el mundo de la crítica y la producción, que muchas veces van de la mano, le habían detectado un estancamiento en la última década. Larry Mc Murtry lleva consigo a Texas, Washington DC y su propia reclusión interna. Es un profesional de los libros antiguos y las antigüedades y no da entrevistas. Formó parte de un clásico de los ’70, The last Picture Show (1971), al escribir el guión con Peter Bogdanovich, su director, basado en su propia novela. Después de The last Picture Show, el cine norteamericano no sería el mismo y, curiosamente, nadie, incluyendo Mc Murtry y Bogdanovich, así como los que participaron en la pequeña obra maestra, hizo nada de esa envergadura artística y sensorial.



Los desplazamientos de Annie Proulx, autora de la historia de base para formar el guión del film, han sido geográficos y temáticos expresados en una intensa pero seca escritura. No obstante, una escritora profesional, publica su primera novela a los 56 años. Los dos actores principales que dejaron su sello a gran altura (Hedger y Gyllenhall) -como que no podrían haber sido otros- provienen de mezclas y desplazamientos diversos. Australiano, el primero y una mezcla de anglosajón y judío, el segundo. Ninguno en fases de despegue al estrellato y más bien actores jóvenes en el limbo.



Las dos actrices que hacen de sus esposas, Hathaway, como Luren, y Williams, en el rol de Alma, son tal vez las que en apariencia están más ancladas, y son curiosamente las más jóvenes del equipo. La interpretación de estas dos mujeres tan jóvenes -23 y 25 años, respectivamente- es notable, sobretodo el proceso de su «envejecimiento» en su papel de esposas.



El argentino Santaolalla, en la música, y el mexicano Prieto, en la fotografía, refuerzan ese carácter universalista de la obra que, si bien puede no recibir la cantidad de oscares que se anuncian, se ha convertido en un hito en el cine.



Por todo ese bagaje de mezclas y trayectorias complejas, es probable que Brokeback Mountain reinaugure una impronta en la manufactura cinematográfica que estaba extraviada en clasificaciones y taxonomías duras en aras del ingreso rápido en las boleterías.



El cine nace con menos fronteras culturales en un mundo aparentemente menos eufórico por la globalización de última generación, pero más integrado en la visión de mundo. Había menos tecnología, pero había más energía humana integradora de nivel universal. Era el periodo de las inmigraciones masivas, sea por economías en presión o por sistemas políticos excluyentes. Aun así, había más respeto, no solemnidad, por eso del universo. Las personas estaban menos expuestas a la chabacanería de la globalización, donde todo vale y todo tiene precio, con la etiqueta del lugar de origen y la anuencia de la Organización Mundial de Comercio.



Las películas de los grandes maestros a comienzos del siglo XX, así lo demuestran. Alemanes, austriacos, británicos, canadienses, estadounidenses, franceses, húngaros, todos operaban ensamblados en obras que exponen ideas y abren mentes. Indios y japoneses, más restringidos en su radio de acción, también hacían lo suyo. La impronta era universal, aunque el lugar fuera remoto.



Ang Lee en este sentido, con una obra magistral, nos pone de cabeza a pensar que ha pasado con el cine y con el arte en las últimas décadas, que se especializó en categorías funcionales a la gestión comercial y financiera.



Las grandes obras del cine de las últimas décadas debieron satisfacer esas dos vertientes, la del director que quiere hacer su obra, y la de los bancos y empresas, que quieren recuperar la inversión. Un director genial como Sam Peckinpah se autodestruyó en la lucha por superar la disyuntiva. Francis Ford Coppola, con dos Padrinos maestros, después se cansó. Artur Penn hizo Bonnie and Clyde, y se esfumó. Los italianos desaparecieron, los cineastas franceses sobreviven con cálculo cartesiano y, a veces, producen algo razonable. De hecho, el mayor «cineasta francés» proviene de Chile -Raúl Ruiz- y su productor, por lo general, es Paulo Branco, portugués.



Si hay un medio de expresión que sufre de las taxonomías, ése es el cine. Brokeback Mountain es vulnerable precisamente en las dos áreas donde puede ser clasificado -como «cine gay» o «cine western» o» western gay»-, porque se abre a las aprensiones en dos áreas donde sí existen los «especialistas», y donde menos acceso la gente tiene para saber qué pasa en ese mundo. Es probable que esta obra maestra de Lee tenga menos que ver con gays y con westerns, de lo que la tendencia a divulgarla sugiere.



A que género pertenece el Cuidadano Kane; o APU, de Satiayit Rai, o Ser o no Ser, de Ernst Lubistch, por citar algunos ejemplos. Claramente no son westerns, pero son todo lo otro.



Pero allí está la trampa. Porque el más género de los géneros en el cine, o sea el western, a partir de los años ’50, ya deja de ser «puro western», y se inmortaliza con obras que comienzan a abandonar el código de la pureza del género, y se traslada al ámbito del arte dramático, del suspenso, de la ambientación del film noir, con el surgimiento de claves afectivas más complicadas. A la Hora Señalada (1952), Johnny Guitar (1954), Hombre del Oeste (1958), Veracruz (1954), The Jayhawkers (1959), son expresiones de esa hibridación del western, donde aparecen retratos de un mundo afectivamente más complejo, y también más dependiente de intereses y poderes con los cuales la gente menos ingerencia tiene.



Es el cine pos Segunda Guerra Mundial, el cine montado en los EEUU en plena época del macartismo, donde el intelectual estadounidense se refugia en una escritura en clave, con subtextos y más subtextos, para poder sobrevivir y mantener una ilusión.



Muchos de los que no pudieron escribir para las grandes producciones se desplazaron al western, o al «film noir», y de allí la distorsión en la pureza de los géneros. Así como había que leer entre líneas, había que mirar entre imágenes.



Brian Neve, en Films and Politics in the American Cinema, y Nicholas Christopher, en Somewhere in the Night, nos hacen ver cómo una sociedad -la norteamericana- intenta reconstruir su base moral en los años 50, después de haber sufrido los golpes de la Segunda Guerra, Pearl Harbor, el efecto moral expansivo de las dos bombas atómica en Japón, la Guerra en Vietnam, y más todavía, el macartismo, una suerte estalinismo a la norteamericana. La imbricación entre cine y política forma parte de ese esfuerzo de salvataje de una sociedad que parecía derrumbarse. El último film de George Clooney, Good Night Good Luck, tiene que ver con esa sensación.



Ang Lee y la autora de la historia nos dejan al final con tres palabras llenas de enigma: «Jack, I swear (Jack, lo juro)».



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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