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Los cerezos y mi madre


Ayer, por la tarde, salí a caminar por mi calle. Me paraba a cada rato a mirar, extasiada, los cerezos en flor en plena fiesta. Cargadas las ramas de los árboles, arqueadas bajo el peso de esas flores blancas y rosadas, que parecen pura espuma. El cielo, azul intenso, sin una nube en el horizonte. Una brisa suave, tibia, acaricia mi cuello. Y pensé en mi madre, en lo que ella amaba estos cerezos, que vimos tantas veces hace 40 años. Se me llenaron los ojos de lágrimas al recordar de que un día, un par de meses después de que la Ceci desapareciera, me dijo: «Me duele mirar la luz del sol, la primavera».



Ayer me pasó lo mismo.



Me duele.



Me duele despertar y escuchar el canto de los pájaros, tan cerca de mi ventana, que parece una serenata exclusiva. Me duele ver mi bosque enorme, ahora más enorme. Me duele sentarme en la cama y pensar en mi madre antes de que pueda sacudirme la modorra. Me duele abrir el closet y tocar algunas de sus prendas. Me duele mirar el teléfono y sentir esas ganas irresistibles de escuchar su voz, suave, siempre dulce pero alerta, preguntándome lo cotidiano, lo simple, lo importante.



Entonces le hablo. Le digo que no me olvide, que no me deje, que cuide a la Cata y la acompañe siempre. Que ambas estamos bien pero la extrañamos tanto. Claro, la vimos poco, estuvimos ausentes tanto tiempo, nos juntamos con suerte una vez al año, pero teníamos la certeza de que ella estaba ahí. Estaba. Hoy, sin embargo, la siento muy cerca. De otra manera, la reconozco en tantas señas, en tantos pequeños regalos que han ido cayendo en mis manos desde que nos dejó. Y, como nunca, también me reconozco en ella. Y en las huellas de amor que dejó en mi hija. Imborrables, invisibles, pero imborrables.



Entonces le agradezco. Por haberme dado la vida, por haber peleado por mí cuando podría haber muerto. Ella y yo, según los pronósticos médicos. Pero, porfiada, no me abandonó, la peleó y me empujó a hacer lo mismo antes de que yo lanzara el primer llanto. Tuvimos un rasgo inequívoco en común: ambas somos sobrevivientes innatas. Expuestas a la vida, enamoradas de ella. Tenaces. Mujeres fuertes y, al mismo tiempo, tan vulnerables.
Le doy las gracias porque me enseñó a volar y nunca intentó siquiera cortarme las alas. Nunca me dijo ‘vuelve, me haces falta, ya es hora.’ Lo sugirió, lo formuló, quizás, como un reclamo amoroso, pero nunca me presionó. No insistió y estaba en todo su derecho de hacerlo como madre. Siempre le estaré agradecida por su generosidad, su capacidad de entender que cada uno de sus hijos buscó y sigue buscando sus rumbos, su razón de ser, a su manera, con la distancia y el tiempo que cada uno necesita.



Entonces la escucho. En el silencio de la noche y en la brisa del mediodía. Y con su voz, más dulce que nunca, me dice que me quiere, que está orgullosa de mí y de la Cata, que nos mira y nos sigue siempre. Que no estamos solas y que nos queda tanta vida por delante. Que ella tiene ahora una nueva, más bella y más plena y que es eternamente feliz al lado de los que ama y esperó ver por tanto tiempo. Que no tenga pena, que más temprano que tarde estaremos juntas, y que me regalará la misma sonrisa con que hoy la recuerdo.





Washington, D.C. domingo 2 de abril de 2006





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Odette Magnet es periodista.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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