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El actor social, el sistema y los cerrojos


Lentamente, pero cada vez con mayor nitidez, se van acentuando los bordes de un panorama institucional que bloquea las aspiraciones ciudadanas. Más temprano que tarde, pero siempre el tope, y el cerrojo.



¿No es hora de que el centro de gravedad de la actividad política, concebida en su sentido noble de búsqueda del Bien Común, de ejercicio del poder por las mayorías ciudadanas, de satisfacción de sus demandas, cambie de eje y se desplace hacia la sociedad civil y sus movimientos ciudadanos?



En otras palabras, que la gobernabilidad sea un mecanismo equilibrado por contrapoderes (*). Donde la representatividad de las demandas sea asumida de manera más directa, con más poder social y presencia de las clases populares, como una manera de paliar el déficit flagrante de democracia.



La dinámica política del Chile del siglo XXI y el andar de los actores muestra cómo opera un régimen político diseñado para obstruir y postergar sistemáticamente las exigencias de democracia plena. El binominalismo no es más que la punta del iceberg.



El espectáculo de elites políticas que se desgarran por fragmentos de poder sin un debate de ideas que contribuya a dibujar los contornos de un país más justo y solidario, deja anonadado. Todo el arco de partidos integrados al régimen practican la teatrología o el gatopardismo. Demás está decir que así se jibarizan los estándares de la política.



De entrada, el gobierno «progresista» actuó con rapidez inusitada ofreciendo el alza de pensiones (el aumento de 10% a las jubilaciones de un millón 216 mil chilenos). Pero sucumbió a la facilidad de una medida regresiva. Un populismo sui generis. Para compensar, decidió subir los impuestos al consumo directo (del 18 al 19% golpeando a los que destinan sus escuálidos ingresos al consumo) a todos los chilenos sin pensar en ir a buscar el dinero donde en realidad está en demasía. Seguro que lo hay, guarecido en los infaltables resquicios de evasión de impuestos o coberturas fiscales al alcance de las grandes empresas y de los altos ingresos. Una vez más los electos PPD, DC y socialistas, los leales y los solidarios con su gobierno, acataron sin chistar.



La Alianza derechista, consciente de su poder en las dos cámaras, gracias al sistema binominal, amaña y regula el dispositivo productor de leyes, para que no se puedan abrir los cerrojos. Basta con ver la actuación de sus operadores. Como en un juego de roles, quién es más-menos autoritario o liberal.



Y puesto que la ideología neoliberal impera —con su apariencia seudo-científica determina y tiñe todas las opciones—, la lógica del modelo y su imbricación en el capitalismo global (el eufemismo a la moda es «la conectividad») se oponen visiblemente a la satisfacción de las necesidades de las mayorías. Si hay dinero que sobra producto del alza del precio del cobre, la situación es presentada como un «problema serio» por los economistas oficiales y los centros de pensamiento neoliberal. Un nudo gordiano en la economía de mercado a secas. Se invocan la baja del dólar y las quejas de los exportadores para distraer la atención.



¿La prioridad durante la reciente campaña no era acaso reparar las múltiples brechas creadas por la obscena desigualdad social producto de la concentración excesiva de la riqueza en la punta de la pirámide del 10% de la sociedad? ¿No había que corregir el modelo?



Al contrario, se refuerza la lógica de la desigualdad. La solución propuesta por algunos economistas es sacar los excedentes cupríferos de la economía nacional e inyectarlos en el sistema financiero globalizado. La opción del fondo de ‘cuprodólares’ significa pagar una forma de tributo al capital especulativo mundial; una manera de financiar con recursos de todos los chilenos a los circuitos monetarios controlados por los mastodontes del sistema financiero global.



¿Por qué no invertir esos excedentes en el país, de manera productiva o en planes sociales y en educación pública para el futuro? Ä„Qué herejía! De tan sólo pensarlo se está atentando contra el dogma monetarista y la doctrina del déficit cero del FMI. Hablar de la dictadura de los mercados no es una figura de retórica. El corolario político del modelo es la pérdida de soberanía del Estado, el debilitamiento de la democracia representativa, su elitismo excluyente y la re-producción de brechas sociales con bolsones de carencias.



Para el manejo eventual de los excedentes en depósitos en fondos globales se apela al ejemplo de Noruega y a la gestión de sus petroingresos. Detengámonos un poco en la amalgama. «Seamos como ellos, imitemos lo que hacen», aconseja el pensamiento mágico. Sin aclarar que la sociedad nórdica puede darse el lujo de no invertir ese dinero en el país porque ella nada posterga ya que se ubica en el primer lugar en el índice de calidad de vida según las Naciones Unidas, mientras que Chile se encuentra en el puesto 43 (muy detrás de Argentina).



Tampoco se menciona que el 10% de los ricos chilenos es tanto o más rico que su porción equivalente noruega y que el PIB chileno por habitante es de $6.000 dólares y el de los ciudadanos nórdicos cercano a los 33.000 dólares, en un país donde la salud y la educación son completamente gratis y las pensiones garantizadas para vivir sin problemas.



Como la economía chilena se parece más a la estadounidense en el plano de la desigualdad, habría que reconocer que un buen número de trabajadores-trabajadoras chilenos y sus familias viven en condiciones peores o similares a las de los inmigrantes latinos «indocumentados». La capacidad de movilización por el reconocimiento y por los derechos del «Poder Latino» contrasta con la pasividad del movimiento sindical chileno, debilitado y poco organizado.



No es extraño entonces que cuando tibias reformas legales son emprendidas para paliar los efectos de la sobreexplotación a la cual son sometidos los trabajadores, el poder empresarial se moviliza. Lo hacen para defender el «alma» del modelo: la subcontratación de mano de obra barata, flexible. Una estrategia patronal que busca impedir la organización de los trabajadores y la defensa sindical de sus derechos. Al respecto, todavía no brilla el sol del «consenso» en la coalición «progresista».



¿Y qué decir de la justicia y su intento por amnistiar a los autores de crímenes de lesa humanidad? No faltan los y las juristas prestas a desembarazarse de lo que consideran un lastre del pasado. Les hace eco la voz grotesca del que un día pronunciara, «me tienen curco con los desaparecidos». Si su autor encarnó lo peor de la injusticia chilena durante la dictadura, quienes aplican hoy la «Ley de Amnistía» se ubican en la continuidad misma del no-derecho.



La Ley de Amnistía es una ley injusta. Si aquellos compatriotas que sufrieron una represión inhumana que los privó de la vida ya no están para apelar a la Justicia, alguien tiene que hacerse cargo de sus derechos conculcados por el régimen dictatorial y por una justicia servil al Poder. La única manera es reparar la denegación de justicia. Para que la justicia pueda vivir bajo sus dos formas; como Ley inmanente y movimiento contingente de la exigencia de Derecho hay que traer el pasado razonablemente juzgable al presente democrático.



La solidaridad con los luchadores y luchadoras del Pueblo Mapuche es un «test»; una prueba para la capacidad de comprender la opresión secular de una comunidad-nación. Incomprensible por lo tanto es la situación en la que se encuentran algunos de sus militantes cuyo coraje impacta. La «cuestión Mapuche» es un llamado a la solidaridad. La indiferencia, un racismo discriminatorio endosado por el Estado.



No obstante, los movimientos sociales tienen ese poder de cambiar el curso de la vida. En todas partes el pueblo puede movilizar al pueblo. Ese pueblo formado de voluntades individuales con una nebulosa de organizaciones —aún pequeñas— puede actuar colectivamente junto y mover al resto hacia un proyecto solidario.



Cuando esto sucede y los movimientos sociales se reencuentran con la Izquierda histórica, que dispersa se organiza, debate, supera, acuerda, se une generosa, amplia y propone salidas; las condiciones están reunidas para «poder alcanzar una estrella que danza». Y sólo ahí, como en otros lados, se podrá comenzar a descerrajar democráticamente el sistema. Urge hacerlo para dar cabida.



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(*) Todo sistema de poder necesita contrapoderes, si no tiende al despotismo, afirmaba el Baron de la Brčde, más conocido como Montesquieu (1689-1755).

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Leopoldo Lavín Mujica, Profesor del Departamento de Filosofía del Collčge de Limoilou.

























  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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