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Seguridad ciudadana y política del miedo


La seguridad ciudadana se ha transformado, una vez más, en el tema principal de la agenda pública, por dos razones: la espectacularidad en la comisión de determinados delitos y la existencia de una iniciativa gubernamental de crear un Ministerio de Seguridad Pública.



La virulencia de algunas opiniones acerca de la capacidad gubernamental en la materia y la amplitud del debate requieren de una dosis de racionalidad ordenadora. Al menos existen dos grandes áreas: la calidad de la prevención y control que exhibe el Estado frente a los delitos, y la relativa a la institucionalidad que gobierna el sector. Si bien entre una y otra existe estrecha relación, son dos cosas distintas que, por lo mismo, debieran analizarse por separado.



La mayor tensión ciudadana deriva de la convicción de una amenaza, real o potencial, de ser víctimas de un delito en contra de la propiedad o de la integridad física o moral de las personas.



Esta dimensión psico-social del tema, que el Gobierno presenta como argumento para demostrar que el temor actual se funda en percepciones y no en hechos, carece totalmente de una política o mecanismo que se preocupe de ella. Es decir, si bien se usa el argumento, la autoridad ejecutiva no exhibe ninguna convicción para comunicarle a la ciudadanía que, de acuerdo a parámetros internacionales, Chile es una sociedad segura. De donde lo que queda es un debate tautológico con cifras y datos que nadie entiende, y finalmente mayores promesas de más policías y mayor penalidad.



Las políticas reactivas del Gobierno refuerzan la lógica del miedo que domina el discurso de la oposición y parece apoderarse de la sociedad. También lo hace el poco ético ejercicio de algunos medios de prensa de basar sus relatos noticiosos en encuestas o estudios propios de victimización, que confirman la imagen pública de una inseguridad desbordada y alienta la sensación de vulnerabilidad entre los ciudadanos.



Por el otro lado, la respuesta estructural a los problemas está efectivamente en el área de la institucionalidad que gobierna la seguridad ciudadana, aunque en la opinión de muchos no se requiere de un Ministerio para implementarla. Existe una duda fundada de que la creación del Ministerio de la Seguridad Pública sea un nuevo problema que se agregará a los existentes y no una solución. Debido fundamentalmente a la extrema fragmentación de organismos y la carencia de coordinación interinstitucional entre ellos, que presenta todo el sector. Baste al respecto el considerar que Carabineros de Chile, en su trabajo operativo contra el delito, pasaría a tener una triple dependencia: el Ministerio Público, el Ministerio del Interior y su estructura territorial nacional, y el nuevo Ministerio de Seguridad Pública.



La poca claridad jurídica y técnica de la propuesta de la comisión especial creada por el Gobierno y la larga maduración administrativa que tendría la iniciativa una vez aprobada obligan a pensar en un horizonte de muchos años. Aparte de las complejidades en el tema de las estructuras policiales y sus dependencias, el Estado carece de una masa crítica de civiles capaces de acortar el tiempo necesario para la interfase de integrar las competencias y culturas distintas de las instituciones que convergerían en el nuevo ministerio.



Una propuesta de institucionalidad es un tema de Estado, que debe ser tratado en trazos largos y de amplio consenso. No sirve para solucionar los problemas de la coyuntura, sino que -por el contrario- puede empeorarla.



Para enfrentar la ola delictiva actual sobran instrumentos que permiten corregir las deficiencias operativas policiales, las administrativas y las de administración de justicia. Todo depende de la óptica que desee imprimirle el Gobierno y de la capacidad de su equipo sectorial, que aún está a prueba.

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