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Mirando alrededor de la «puerta giratoria»


Un tema que ha generado debate público intenso en la prensa en las últimas semanas ha sido el de la supuesta «mano blanda» de los jueces y del sistema de justicia criminal, en general, respecto de la delincuencia. Autoridades y técnicos han debatido acerca de la eficacia de la Reforma Procesal Penal en el combate contra la delincuencia y la necesidad de corregir ciertos errores en su diseño; los distintos partidos políticos han polemizado sobre quién de ellos es el que se plantea con mayor claridad, dureza y decisión para enfrentar este problema e incluso la Presidenta de la República ha manifestado fuertes opiniones sobre el tema, todo ello en un contexto en el que las encuestas de opinión pública indican que la delincuencia y la seguridad ciudadana constituyen una de las principales preocupaciones de la ciudadanía.



Detrás de estos debates y polémicas se entrecruzan cuestiones muy diversas y complejas, las que al ser presentadas en un solo paquete, con una fuerte carga valorativa, tienden a generar confusión en la opinión pública y dificultan un debate racional e informado sobre ellas. No pretendo sostener que no existen algunos problemas en el funcionamiento de nuestro sistema de justicia criminal. Sólo me gustaría entregar algunas ideas sobre un aspecto específico de este debate como es la privación de libertad de una persona que es objeto de una investigación durante el tiempo que dura su proceso -la llamada prisión preventiva-, las que pueden ayudar a entender de mejor manera los alcances del problema y de las iniciativas que se promueven para solucionarlo.



La crítica frente a la blandura en el uso de la prisión preventiva no es nueva y ha estado en el centro de la polémica. A propósito de ella se describe al sistema de justicia penal como una «puerta giratoria», o sea, a través de la cual los delincuentes salen libres apenas entran por ella. En este contexto, algunos parlamentarios han indicado que presentarán un proyecto de ley destinado a hacer obligatorio el uso de la prisión preventiva bajo ciertas hipótesis.



La idea expresada y compartida por diversos grupos, corresponde a una noción fuertemente instalada en la opinión pública, según la cual el estado natural de una persona investigada por la comisión de un delito debiera ser el de la privación de su libertad. Esta idea tiende a ser intuitivamente correcta, particularmente cuando se la presenta a propósito de casos graves y paradigmáticos, pero sin que se expliquen sus alcances e implicancias. Con todo, cuando ella es puesta en un contexto más amplio, el de las garantías fundamentales de los ciudadanos en un Estado de Derecho moderno, ésta choca con uno de los valores centrales sobre los cuales se configura el sistema legal chileno: la presunción de inocencia. Sostener que la privación de libertad durante el proceso deba ser una regla general o intentar aplicarla en forma automática, sin analizar las circunstancias particulares del caso concreto, cuestiona la vigencia real de la presunción de inocencia.

La presunción de inocencia es un valor reconocido desde antiguo en los sistemas legales de países occidentales, y piedra angular a partir de la cual se estructuran los sistemas de justicia criminal modernos. Hoy encuentra reconocimiento no sólo en nuestra Constitución y las leyes, sino que en todos los tratados internacionales de Derechos Humanos suscritos por nuestro país, así como en todas las legislaciones comparadas. En su aspecto sustancial, la presunción de inocencia implica que una persona acusada de cometer un delito debe ser, en principio, tratada como inocente por el sistema legal mientras éste no establezca su responsabilidad a través de una sentencia judicial condenatoria. En otras palabras, el que un individuo sea objeto de una investigación penal, en principio, no debiera significarle una restricción en sus derechos. Digo en principio, ya que no se excluye en forma absoluta que se puedan adoptar ciertas restricciones en contra de los sujetos investigados (entre ellas, la propia prisión preventiva), pero que deberían ser la excepción a la regla general.

La justificación de esta garantía fundamental no es teórica ni tampoco emana de tecnicismos vacíos, de aquellos que los abogados suelen ocupar en sus argumentos ante los tribunales. Su surgimiento es producto de la experiencia acumulada en siglos de vigencia de los sistemas de justicia criminal en el mundo occidental, de acuerdo a la cual se ha aprendido que si los ciudadanos no cuentan con ciertas protecciones frente a la intervención estatal, se corre el riesgo de que se cometan los peores abusos en su contra. Si se me permite un exceso retórico, la presunción de inocencia ha sido escrita con la sangre de cientos de miles de personas que han sido objeto de abuso por parte de los sistemas penales occidentales. En este contexto, la presunción de inocencia busca que un ciudadano común y corriente, como usted o como yo, no sea objeto de una intervención arbitraria en sus derechos frente a una imputación penal que se le formule. Si un vecino o compañero de trabajo lo denuncia injustamente de haberle robado algo, este derecho lo ampara e impide que en forma automática el Estado pueda encarcelarlo y tratarlo como si fuera responsable de tal delito por el sólo hecho de existir tal denuncia. Planteado así, esto pareciera ser un mínimo que cualquiera de nosotros exigiría, ya que todos somos sus potenciales «usuarios».



Por las razones expuestas, la situación más común de una persona objeto de persecución penal será su libertad. Las estadísticas de prácticamente todos los países civilizados indican que el porcentaje de presos en prisión preventiva es muy inferior al de presos condenados o que sólo una porción menor del total de quienes son objeto de una investigación penal se ven sometidos a restricciones tan intensas a su libertad antes de que exista una sentencia condenatoria en su contra.



El marco de límites que establece la presunción de inocencia al funcionamiento del sistema de justicia criminal no implica que el Estado esté con las manos atadas y no pueda hacer nada frente a los delitos. Por cierto, siempre existirá la posibilidad que el caso sea enjuiciado y la persona, condenada si es que efectivamente ésta es responsable. También se admite que bajo ciertas circunstancias se pueda utilizar la prisión preventiva u otros mecanismos de restricción de derechos, normalmente con el objetivo central de asegurar la propia eficacia del proceso destinado a establecer la responsabilidad de la persona investigada. Para ello se exige que el Estado (la Fiscalía) demuestre que cuenta con un caso serio y, además, que tiene una buena razón para estimar que la privación de libertad es necesaria. Si no dispone de lo anterior, esto no significa que no se puedan utilizar otras medidas destinadas a asegurar que el proceso se realice (el sistema legal entrega un complejo conjunto de medidas de aseguramiento distintas a la prisión preventiva). No se trata entonces de obtener prisión preventiva o impunidad, como parecieran presentar algunos, sino simplemente de analizar si mientras se establece la responsabilidad de una persona se necesita tal medida de restricción y si existen antecedentes que la justifiquen. Esto, sin perjuicio que el sistema pueda seguir adelante con el proceso y sancionar a todos quienes lo merezcan.



Por lo expresado con anterioridad, pretender que el no uso de la prisión preventiva en algunos casos es equivalente a la impunidad de los delitos (presuntamente cometidos) es un error grave. Por cierto que es un valor social muy importante el que la delincuencia sea sancionada con eficiencia por parte del Estado, pero no puede pretenderse que un mecanismo como la prisión preventiva reemplace a la verdadera sanción que debe emanar de una sentencia condenatoria.



En este contexto, un análisis general de las estadísticas y estudios empíricos disponibles da cuenta que Chile no es un país «blando» en el uso de este mecanismo. Por el contrario, nuestro país cuenta con la tasa más alta de personas presas por cada 100.000 habitantes en América Latina y una de las más altas en el mundo occidental (alrededor de 240 individuos recluidos). De ese conjunto de personas, cerca de un 50% corresponde a presos sin condena, lo que también resulta equivalente a una cifra alta en términos comparados.



Puesta en el anterior contexto, la imagen de la «puerta giratoria» pareciera no corresponder a la realidad. Por contrapartida, no existe ningún estudio en nuestro país
-más allá de casos anecdóticos- que demuestre alguna incidencia real del uso o no de la prisión preventiva respecto del aumento de la delincuencia, como tampoco en qué medida ello influye en la capacidad del sistema para sancionar a más personas. Es decir, cómo afecta la eficacia del mismo. Por esta razón es que hay que tener mucho cuidado en el análisis y propuestas que se formulan en esta materia. En momentos en que cunde una preocupación ciudadana por la delincuencia siempre es tentador aparecer manifestando públicamente indignación y ofreciendo panaceas. El problema es que a estas alturas sabemos que muchas de ellas no tienen ninguna posibilidad de producir cambios reales en materia de delincuencia, pero sí, en cambio, pueden afectar de manera significativa a corto plazo los derechos de muchas personas, como resultado del endurecimiento del régimen de prisión preventiva.



Es valioso que autoridades y políticos de diversas corrientes estén preocupados por la aplicación que hacen los jueces de medidas tan relevantes como la prisión preventiva. También parece sano que nuestra sociedad se muestre alerta frente a los desafíos que presenta la delincuencia. Todo ello ayuda a evitar que se repitan errores que, sin duda, se han cometido en más de algún caso o a corregir incorrecciones que presenta nuestro sistema legal. Sin embargo, también es valioso que las mismas autoridades y políticos se comporten con seriedad. Lamentablemente, detrás de buena parte de los debates del último tiempo lo que se observa es un discurso frívolo, basado en la anécdota y en la oportunidad electoral.





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Mauricio Duce J., Profesor e Investigador Facultad de Derecho Universidad Diego Portales

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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