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El golpe de cabeza de Zidane


El comentarista de la Radiotelevisión francesa se preguntaba «¿Por qué, pero por qué?» al ver la repetición del picotazo de águila que Zizou le propinó a Marco Materazzi. Los sesudos periodistas de Le Monde, por su parte, usaron un término prefabricado para justificar el cabezazo del veterano capitán en pleno esternón del defensa italiano. Coup de sang, explicaron, fue un «golpe de sangre» que le hizo perder el juicio y, a la larga, la Copa. El golpe de cabeza fue un golpe de sangre que a su vez fue el golpe de gracia para Francia. La excusa es que ningún ser humano puede resistir los impulsos más bajos cuando la sangre se le va a la cabeza. Es una justificación muy francesa, con cierto tufillo rousseauniano: tal vez don Jean-Jacques, sentado en el Berlin Stadion el 9 de julio con la cara pintada de blanco, azul y rojo, diría que Zizou hizo mal, pero que fue a pesar de sí mismo, empujado por la historia, por la circunstancia traidora.



La escena previa, en cámara lenta, muestra que los dos jugadores se trenzaron en un diálogo al ir saliendo del área italiana, justo después de una arremetida francesa. Tal vez Materazzi o Zidane estén dispuestos algún día a soltar la pepa de oro y explicitar qué se dijeron. Me imagino que antes de que ese misterio se revele más de algún afanado se empeñará en adivinarlo de alguna forma. Confieso que yo hice el intento por un rato, sin ningún éxito. Ni siquiera pude elucidar en qué idioma se soltaron los cariñitos mutuos: esas «u» que se alargan hasta toparse contra una consonante pueden ser italianas o francesas, y lo mismo puede decirse de las pes y las emes. (Los chilenos estamos acostumbrados a practicar el arte de la lectura de mente, pero no tenemos idea de leer los labios. Debe ser porque hablamos como hablamos, apenas abriendo la boca y diciendo casi siempre algo diferente de lo que pensamos).



Aparte de analizar esta mediocre Copa Mundial a todo nivel, desde el deportivo hasta el político o el sicológico, el incidente nos obliga a interpretar su final, con la figura de Zizou en el centro, como una alegoría que gira alrededor de un enigma.



El protagonista (¿qué nombre más literario se puede pedir que Zinedine Zidane?) estuvo perfecto en su papel, ejecutando eso que italianos y franceses llaman «el gesto» con la misma elegancia impecable de sus cabezazos a la pelota. Es una elegancia formal, una facilidad plástica, con la que los mejores atletas disimulan la fuerza necesaria para jugar a ese nivel competitivo. El mismo Materazzi golpeó esa pelota con tremenda violencia para clavarla en la red de Barthez y emparejar el marcador que Zidane había inaugurado como castigo a una falta de su defensa antagonista. Justo antes de ser expulsado (los franceses, tan elegantes, dicen «excluído»), Zidane mandó otro testazo que pudo haber cambiado el final de la historia si no hubiera sido por la volada y el manotazo de Buffon. Minutos después, Zizou completó el ciclo de golpes de cabeza con el «gesto» que dejó de espaldas a su cancerbero, el culpable de haber amagado su momento de gloria. Tres cabezazos, cada uno presidiendo un acto de la representación dramática, como en el teatro clásico.



Pero una vez que se agota esta visión del juego como representación dramática, habrá que pensar en Zidane el hombre de carne y hueso que tuvo que masticar la vergüenza de haberse dejado provocar y el dolor de haber perjudicado a su equipo, robándole la oportunidad de ganar el Mundial.



De todos los comentarios que se han hecho sobre Zidane y su último partido, el más certero que he leído es el de Ayoub Argoubi, un joven de 17 años que vive hoy en el mismo barrio bravo marsellés donde se crió Zinadine. Ahí, en la barriada de La Castellane, donde la cesantía pasa del 50 por ciento, no se ven afiches de su hijo célebre, no hay centros culturales ni deportivos que lleven su nombre, no hay murales ni rayados donde se vean tags con las dos zetas. Esto es porque Zinadine dejó en el olvido el barrio de su infancia, a pesar de que allí lo idolatran y lo siguen a la distancia, con el cariño digno de quien quiere sin tener señas de ser correspondido.



Lo que le dijo el joven Ayoub a un periodista de Le Monde condensa con sencillez y profundidad todo lo que se abalanzó sobre Zizou en el momento que estaba a punto de terminar su último partido, la última función en que tenía que plasmarse su imagen más duradera a ojos de todo el planeta: «Zidane seguirá siendo un gran jugador. Él tal vez nos haya olvidado, pero su golpe de cabeza es un resto antiguo de La Castellane». No se me ocurre cómo le habría respondido a este joven francés del siglo veintiuno un pintarrajeado y deprimido Jean-Jacques Rousseau.



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Roberto Castillo es escritor y académico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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