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La última novela de Bret Easton Ellis


¿Se puede hurgar para siempre, incesantemente, en la vida de los famosos? No, no se puede hurgar en la vida de cualquier famoso, sólo se puede hurgar en la de los semidioses que, por obra de alguna operación mediática truncada, han tocado a las puertas del Olimpo y, cuando nadie contesta, han tenido que quedarse fuera y conformarse con su destino, que es consumirse entre los flashes de los papparazzi. Aquellos hombres y mujeres que no entran en el Olimpo del espectáculo mediático dejan de ser de carne y hueso y se convierten en carne de cañón de las revistas del fracaso.



¿Se puede hurgar? Pareciera que ésta es la pregunta que planea sobre Lunar Park, la última novela de Bret Easton Ellis. Se podría decir que sí, que se puede hurgar en la vida de algunos famosos, pero que de nada sirve. Lo único que se encontrará será alguna multa por exceso de velocidad, o de alcohol, o de drogas, o por andar con el/la compañero/a equivocado/a la noche en cuestión. Sólo cierto tipo de famosos pueden hurgar en su propia vida. Y cuando deciden hacerlo, como Ellis en Lunar Park, los resultados son escalofriantes.



A través de una minuciosa revisión de su muy precoz éxito y su posterior afianzamiento en el panorama literario de Estados Unidos, Ellis transmite, rápida y fácilmente, en las primeras páginas de Lunar Park, la imagen de un hombre sepultado, destrozado y desmontado por esa fulgurante carrera hacia la fama. Un personaje, un escritor con el mismo nombre, Bret Easton Ellis, conduce sutilmente al lector más allá de ese límite entre ficción y realidad que tanto le fascina al autor, para introducirlo en un mundo de pronto amenazado por fantasmas del pasado. Por si la primera lección de American Psycho no hubiera sido suficiente para anular rotundamente esas fronteras entre realidad y ficción, Ellis empieza describiendo su vida de escritor de éxito con una buena dosis de verosimilitud. Fiestas que duran una semana, reuniones que cuestan sesenta mil dólares en catering, dealers de su droga favorita (¿la heroína, el crack, la coca?) en cualquier lugar del mundo, citas a las que nunca llega, escandalosas apariciones en la televisión, entrevistas para la prensa y presentaciones frustradas por esas adicciones concomitantes del éxito, que lo mantienen hundido en una tierra de nadie de la concienciaÂ… Nadie, es verdad, puede bajar del Olimpo con tanta presteza.



Bret Easton Ellis, el personaje, baja de estas alturas cuando le abandona esa capacidad de controlar todas las variables al mismo tiempo y se ve obligado a volver a convertirse en humano. Las circunstancias de la vida ahora lo han llevado a casarse con una famosa actriz -ex de Keanu Reeves, para más señas de realidad- y a reconocer al hijo que ha tenido con ella. Así comienza su singladura en la vida familiar, lo cual no es más que una frágil estrategia de Ellis para acallar el tumulto de rumores que corren a propósito de su frenético andar por el mundo y sobre su supuesta homosexualidad. Ahora, no, todo eso se ha acabado. Ahora, Ellis vive en un suburbio rico y respetable del noreste de Estados Unidos y está dispuesto a ponerse a prueba a sí mismo en una aventura para él desconocida, que es la aventura del hogar, la rutina y el desayuno diario de los niños.



El autor -el verdadero Bret Easton Ellis- ha reconocido en alguna entrevista que tiene una deuda con Stephen King, escritor de best sellers donde los haya, autor de más de sesenta novelas, que Ellis leyó con avidez de juventud. King también sedujo al público estadounidense gracias a un gran acierto, a saber, la introducción del terror en la vida cotidiana. De su pluma nacen algunas de las grandes películas de terror de los años setenta y ochenta, entre ellas «Carrie», «El Resplandor» o «Miseria», películas que marcan el imaginario de toda una generación. Sin Stephen King, el cine de terror no sería lo que es hoy en día. En Lunar Park, Ellis decide rendir un homenaje en toda regla a King, y recurre a trucos clásicos de su arte de animar a viejos fantasmas en un mundo aparentemente inocuo. Sin embargo, el verdadero desmoronamiento del Ellis personaje no se debe a las casas encantadas ni a ese muñeco que de pronto cobra vida. Paralelamente al escenario de terror más o menos «clásico» con que paga su gabela a una sociedad americana apoltronada frente al televisor y del todo carente de imaginación, Ellis se propone indagar en la fuente de la miseria moral que engendra estos temores que el cine suele representar tan bien, con sus casas encantadas, sus personajes que vuelven del pasado y que cambian el mundo físico que damos por sentado, sus juguetes rabiosos, sus desapariciones de niños que, en realidad, no soportan la falsa tutela de los padres y que, un buen día, deciden desaparecerÂ…



En toda esta maraña irreal, no hay nada demasiado bien tejido, el relato adolece de lagunas imperdonables, lo fantástico entra y sale del mundo real con una impunidad asombrosa. No hay eso que se podría llamar consistencia. En realidad, Ellis autor no quiere ninguna consistencia. Si deja ver los hilillos de las costuras de su mundo fantástico es porque con su guiño, una vez más, demanda un esfuerzo a ese lector demasiado «aburguesado» por ciertas lecturas. Por debajo del relato fantástico, es mucho más severo el juicio que el narrador proyecta sobre esa sociedad pudiente e indolente que son las clases altas de Estados Unidos, que dominan el mundo desde una plataforma de ignorancia supina, pero que, al igual que ciertas sociedades imperiales de antaño, se comportan como si la vida en este mundo fuera un trámite de una absoluta obviedad. Son los vecinos, los compañeros y discípulos en la universidad, los agentes y representantes de los derechos literarios del Ellis personaje, el enorme edificio construido a partir de su éxito.



En contraste con las páginas por las que discurre el relato fantástico, hay otras, de profunda lucidez y de acabada maestría literaria, en las que Ellis quiere dar a entender que, a pesar de la crónica de su decadente historia, todavía no ha muerto, que lo que realmente late en él es la necesidad de parodiar su entorno hasta pulverizarlo. No hay argumento anodino que no quede decapitado, no hay frase hueca que no encuentre enseguida su contraparte en el discurso siempre irónico de Ellis, el personaje. En el capítulo 12, durante una inocente cena de vecinos que da lugar al encuentro definitivo entre lo cotidiano y lo terrorífico, no hay desperdicio.



Sin embargo, el discurso irónico tampoco tiene la profundidad de antaño. Algo hay en el retrato que Ellis da de sí mismo que nos hace pensar que el Ellis real quizá no esté tan lejos del ficticio. Quizá cierto descuido, quizá cierto cansancio que le impide sacrificar a cada uno de esos personajes, llevarlos al cadalso, como hizo en su tiempo Patrick Bateman con sus víctimas en American Psycho.



Leyendo la crítica de la novela, se intuye cierta condescendencia de los críticos para con su autor. Es verdad que Ellis sigue siendo el escritor de pulso firme de American Psycho, su más famosa novela, escrita a unos tiernos y furiosos veintiséis años, una novela que buena parte del establishment literario en Estados Unidos se propuso hundir. Hasta Norman Mailer denostó en su momento, como otros, la novela de Ellis -«cómo quisiera uno que este joven escritor careciera de talento»-, sin por eso evitar su consagración. Pero Lunar Park, como sucedió en su momento con Glamourama, su novela anterior, se queda corta de una intención que en American Psycho se realizaba a la perfección. Quizá matar, descuartizar, quemar y violar a los «culpables» resultara más fácil. En American Psycho la ira de Patrick Bateman se derramaba sobre el mundo como una enorme y sangrienta fuente de resentimiento. ¿Cómo conciliar -o comparar- ahora el desencanto burgués y plano del escritor que en su edad adulta ha alcanzado el éxito en el seno de la superficialidad con la rabia latente en aquel joven especulador de Manhattan? El joven Bateman era el ejemplo visible de una cultura que, en plena era Reagan, volvía a pronunciar su indecente «Ä„Enriqueceos!». El Bret Easton Ellis de ahora, ya maduro, se atreve a hablar para preguntarse por o para qué había que enriquecerse en un mundo tan insulso. Es el famoso que, sin ayuda de los papparazzi, hurga en su propia vida.





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Alberto Magnet, escritor y traductor. Reside en Barcelona.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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