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La paradoja de los cuchillos de plástico


El 11 de septiembre de 2001 comenzó una nueva fase en la historia del mundo, aunque aun no podemos identificar claramente de que se trata. Estados Unidos fue atacado ante la mirada atónita del planeta entero, que vio por CNN como fanáticos islámicos estrellaban en las Torres Gemelas y el Pentágono, aviones de pasajeros que unos minutos antes habían secuestrado. Luego del impacto inicial, Washington reaccionó dejando caer todo su poderío bélico ultra sofisticado sobre Afganistán y, de pasadita, contra Irak. Sin embargo, tanta parafernalia tecnológica no ha podido superar el hecho que un grupo de terroristas fue capaz de atacar el corazón de la mayor potencia de la tierra, usando sólo unos cuantos cuchillos de plástico que habían obtenido de las bandejas del catering.



Años antes del desastre, los análisis de especialistas sobre el nuevo sistema internacional que surgía de los escombros del muro de Berlín, indicaban como una de sus características la existencia de fuerzas, más que Estados, que se habían transformado en amenazas a la seguridad del orbe. Entre ellas se mencionaba a las migraciones, el narcotráfico y el terrorismo transnacional, el cual se diferenciaba de la forma clásica por plantear una lucha de dimensiones planetarias y por organizarse en red, al igual que una empresa multinacional elabora y comercializa sus productos en la economía global.



Pareciera que estas consideraciones no pasaron del papel a la práctica, ya que los planificadores de defensa continuaron con las viejas hipótesis, tratando de identificar a enemigos que reemplazaran a la Unión Soviética, con los mismos parámetros de la guerra fría. Los atentados de un millonario saudita renegado en África y otros lugares contra objetivos norteamericanos no bastaron, tampoco el ensayo de los estacionamientos del World Trade Center. ¿Fallo en la teoría o rechazo a aceptar datos que no concordaban con las estructuras de pensamiento tradicional?



Entre medio apareció una interpretación, la primera después del fin del esquema bipolar, sobre los objetivos políticos y la forma de desplegar el poder de un país que emergía como centro de los cambios impuestos por la globalización.



Los neoconservadores llegaron a la Casa Blanca de la mano del Presidente George W. Bush y su visión se convirtió en oficial cuando la doctrina realista y pragmática de los republicanos quedó guardada en el cajón de la historia, pues ahora se trataba de construir nuevas democracias y esquemas culturales más afines en el Medio Oriente, capaces de neutralizar al integrismo musulmán por la vía de demostrarle a estos pueblos la superioridad de las formas de vida occidentales.



Y los instrumentos elegidos no fueron los que cualquiera podría imaginar, como por ejemplo, planes masivos de ayuda a los millones de pobres y marginados que ven en la fe su única esperanza, sino el despliegue de la tecnología militar, los rayos láser y las bombas dirigidas por computador (hard power, según Joseph Nye) contra un régimen medieval en un lugar perdido en el tiempo y en el espacio.



El trabajo de la policía, el desarrollo de inteligencia y pensamiento estratégico, la capacidad de construir consensos y forjar alianzas, el fortalecimiento de las organizaciones y regímenes internacionales (soft power, en palabras del mismo autor), fue postergado por el castigo a Afganistán y la milicia talibán por el miedo inflingido a la superpotencia, y todos se pusieron a comentar sobre la invasión, en vez de insistir con los acuerdos necesarios para enfrentar eficazmente al terrorismo.



Después vinieron Irak y el pantano. Más de tres mil soldados muertos y una guerra civil desatada entre la minoría sunita y la mayoría chiíta, el alza en los precios del petróleo y la vuelta a la antes despreciada Organización de las Naciones Unidas, buscando legitimidad para una post guerra no planificada.



Entonces, a lo mejor, las preguntas que debemos hacernos son otras: ¿es Estados Unidos más seguro después de Afganistán e Irak?, ¿es más poderoso?, ¿está ganando la guerra contra el terrorismo?, ¿que pasa con el resto de nosotros?, ¿observadores pasivos o colaboradores activos?. Algunos, los que antes se equivocaron, hablan hoy de «neo optimismo» o de «realismo wilsoniano», haciendo una mezcla conceptual que explique en lenguaje difícil lo que simplemente debe llamarse error.



Más bien, la realidad nos indica que la naturaleza del conflicto es diferente a la planteada, por lo que los instrumentos deben ser distintos. La paz del mundo entero requiere de respuestas colectivas, basadas en un sistema de seguridad multilateral, que imponga el respeto a normas jurídicas eficientes y equitativas para el conjunto de la humanidad.



Ojalá que en el próximo aniversario de esta tragedia no nos fijemos tanto en el espectáculo tipo juegos de video, Rambo, Star Wars o Lara Croft, sino que en cuanto hemos sido capaces de avanzar en la construcción de respuestas eficaces a fenómenos de origen y escala compleja, donde un liderazgo representativo de la comunidad internacional prime por sobre ideologismos unilaterales.


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Cristián Fuentes V. Cientista político

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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