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La salud del ex general y la salud del Estado


Los movimientos del ex general Augusto Pinochet, especialmente desde su arresto en Londres en octubre de 1998, han resultado ser un sensor del pulso ciudadano y también del institucional.



En el tráfico político producido por esos movimientos, los dos ámbitos se expresan a menudo en una extraña simbiosis. Por su necesidad corporativa de expandir su exposición mediática, un vasto sector de los medios se encarga de aumentar la viscosidad de los límites y de no saber cuál es cuál.



Esto se exacerba en Chile, donde el Estado no se recupera en sus definiciones básicas. Como si durante los 17 años de dictadura militar, y los 17 años de transición democrática, el país no hubiera reconstruido el carácter del Estado anterior al golpe de 1973. Algunos dirán «Ä„qué bueno!. El Estado no puede ser inmutable, menos como el que había en 1973, y es lo que se trataba de reformar con el golpe militar. Además, estamos en la globalizaciónÂ…». Si es así, el Estado goza de buena salud y aquí no ha pasado nada, pero no es tan mecánico.



Algunos antecedentes

Durante su arresto de 18 meses en Londres, gran parte de la política interna giró en torno a una situación insólita: Pinochet arrestado y enfrentando la alta probabilidad de ser enjuiciado en Londres por torturas, de acuerdo a los instrumentos de Derecho Internacional vigentes.



La otra cara, revelada por las conductas del sistema político y del sistema judicial, consistía en una situación que se anticipaba: a su regreso, el ex General no podría ser sometido a juicios nítidos, eficientes, conducidos hacia sentencias, ni menos sería arrestado.



Entre Londres 1998, y la fecha actual ha pasado casi una década. El período está marcado por una acumulación de incumplimientos, e inconsistencias, por parte de un poder del Estado, demostradas con amplitud por los abogados querellantes en las causas que implican al ex general. Sin embargo, esto revela un problema de Estado en su conjunto, que va más allá de los roles de cada poder dentro de esa quimera de la separación de sus funciones.



Este problema es compartido por la ciudadanía y las instituciones que lo forman, en un espacio de prácticas republicanas que es respaldado por los compromisos internacionales suscritos por Chile. Estos indican que el Estado debe usar todos los medios que estén a su alcance, para someter a juicio a los presuntos responsables de los crímenes de lesa humanidad. (Ver Derecho Internacional de R. Brotóns y otros, 1993).



Lo que proyecta su estado de salud desde su regreso de Londres el 3 de marzo de 2000, ha sido revelador de la cuota de poder no despreciable que aún demuestra tener y del sistema que sustenta ese poder, que no es otro que las deficiencias del propio Estado. También explica con más nitidez por qué Chile es lo que es desde 1973, y por qué el país continúa exhibiendo facetas que no cambian, a pesar de los esfuerzos por mejorar la justicia social.

El contorno político que se formó en función de su salud por casi una década a partir del arresto en Londres, reveló una vez más la «calidad» de ese Estado. Y, este no es un juicio hacia un período político en particular, o una clase política en especial. La calidad de ese Estado proviene de situaciones más prolongadas y profundas.



El deterioro de la calidad de ese Estado, al cual Pinochet contribuye significativamente con el golpe que lideró en 1973, se percibía desde mucho antes. Cuando la Alianza Transatlántica liderada por los EEUU, decide intensificar en América Latina la contención a la expansión soviética a comienzos de los años 50, planificando, y llevando a cabo golpes de Estado brutales, se destruye un tejido orgánico y social primario en los países de la región.



El que derrocó al Presidente Jacobo Arbenz en Guatemala, en junio de 1954, es la señal de los tiempos que se venían. El que sacudió a Salvador Allende ocurrió en menos de dos décadas. En el curso de estos hechos, hasta el gigante Brasil fue sometido a estas variaciones de destrucción de Estados.



Ese poder que aún exhibe Pinochet, es el poder que aún está vigente en las formas de interpretar el mundo y la política, y que provienen de la implantación de dictaduras militares en América Latina que se expandieron por más de tres décadas. Estas interpretan un tipo de ideario que permanece casi intacto, y útil como el que se intenta posicionar en Irak, y en otras partes del inasible mundo islámico y árabe, por ejemplo.



En una situación donde es difícil distinguir entre la debilidad intrínseca de un Estado aún «secuestrado» por una razón histórica, y las fuerzas que sustentan su poder, Pinochet se mantiene como un problema de Estado. La magnitud del problema por lo general se niega, desde la premisa popularizada del «dar vuelta la página», y «despachemos esto rápido en aras del club de los emprendedores».



Ha sido y será difícil reconstruir Estados diezmados en sus bases primarias y éticas, después de más de 30 años de intervenciones externas y guerras internas. La forma en que se ha llevado el caso Pinochet, lo está confirmando. Las instituciones funcionan menos de lo que las autoridades con mayor responsabilidad, intentan divulgar.



El tema no es el estado de salud de Pinochet, sino el estado de salud del Estado de Chile, y de la sociedad que lo respalda.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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