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Libros al acecho


¿Son necesarios todavía los libros?. Si la respuesta es negativa y concluyente, nos liberaríamos de un enorme sentimiento de culpa, además de terminar aquí mismo esta crónica. Si no lo es, la primera pregunta nos lleva a otras: ¿Y para qué son necesarios?. ¿No será, la lectura de libros, una acción sobrevalorada?.



Nadie cuestiona hoy que las máquinas de escribir estén relegadas a la categoría de antigüedades, remotos objetos decorativos. Cuando aparecieron, más o menos junto a las máquinas de coser, produjeron entusiasmo y rechazo por partes semejantes. Moriría ante su demoledora presencia la escritura a mano, las cartas, las confidencias depositadas en esquelas y papeles perfumados y cómplices, el idilio entre los dedos y las letras, la habilidad artesanal de la caligrafía, las hojas, los sobres.



Hubo escritores que permanecieron tercamente aferrados a la página manuscrita; otros, como el poeta y filósofo Nietzsche, adaptaron eufóricos ese objeto emblemático de la modernidad.



Lo moderno es siempre invasivo, no pide permiso y se instala echando la puerta abajo. ¿Puede alguien que escribe prescindir hoy del computador?. Es difícil imaginarlo, fuera de Alfonso Calderón que llegó hasta la máquina de escribir eléctrica y allí se estacionó.



Rimbaud escribió su magna obra, dos libros, a mano en hojas sueltas, lo mismo Neruda su Residencia en la Tierra. Qué decir Shakespeare, con tintero y pluma de ganso; Homero compuso en su cabeza, oralmente, los cantos de la Iliada y la Odisea y los aedos los desperdigaban, de viva voz, por los pueblos y ciudades de Grecia; así también el juglar de Medinacelli, uno de los dos que, se piensa, compusieron el Poema de Mío Cid.



No había fotocopias y la obra de arte, como escribiría en la primera mitad del siglo XX el filósofo alemán Walter Benjamin, aún no llegaba a la época de su reproducción mecánica.



¿Qué tiene que ver, entonces, todo esto con el arte de leer? Tal vez no sirvan los libros más que para decorar cuartos desocupados en las nostálgicas mansiones, cuando los hijos se fueron o el matrimonio de los padres naufragó.



No obstante nos siguen aguardando. En cualquier lugar que hagas o sufras la historia te estará acechando un libro peligroso. Las ferias del libro son eventos multitudinarios y el público compra y compra impresos. Qué decir de las revistas, los magazines profusamente ilustrados con imágenes, con fotos tecnicolores.



Da la impresión que el ahora llamado soporte papel tiene su prestigio, su aura, una especia de dignidad propia, por ejemplo, de los viejos barcos a vapor, de las locomotoras a carbón, quizás de los zepelines, de los globos aerostáticos.



Cuesta imaginarse en los días que corren a un adolescente enfrascado en un libro, más bien se sientan en las zonas Wi Fi del metro, conectados al laptop, con los fonos puestos de sus ipods, bajando páginas virtuales.



Sin embargo, allí están los tétricos volúmenes en las bibliotecas, durmiendo su sueño de tigres, en las librerías, en las viejas casas queridas, ésas de las que habla el tango. Cachureos de abuelos o de remotos padres, relegados a los baúles, a los desvanes, a los irreversibles recuerdos.



Pero siempre al acecho.





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Mario Valdovinos

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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