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Editorial: La doble agenda política


El país tiene un requerimiento casi inusitado de eficiencia política para una agenda técnica que los actores del sistema no están atendiendo suficientemente, demasiado preocupados de una anticipada carrera presidencial con vistas a 2009.



La entropía que domina el escenario político tiene un doble efecto negativo. Por una parte, genera en torno a La Moneda la percepción de un agotamiento anticipado del Gobierno, apenas a un año de su instalación, y cuando se requiere de toda su potencia de gestión. Por otra, somete todos los temas al cálculo electoral y al vaivén de inestables acuerdos, guiados por el estrés de imagen de popularidad que llena el imaginario tanto de los partidos políticos y sus posibles candidatos como del Ejecutivo.



Un escenario político dominado por las encuestas y los efectos de auditorio, no deja mucho espacio para el debate de contenidos. Temas como el déficit energético, las reformas educacional y previsional, el recién eclosionado problema de las PYME, podrían experimentar a corto plazo el síndrome de depreciación acelerada originado en la reciente derrota del Gobierno en el Senado, a propósito de una iniciativa de ley del mismo nombre.



Algo similar ocurre con otras demandas insatisfechas, en salud, defensa, seguridad ciudadana, innovación tecnológica, acuicultura, trabajo o minería. No existe capacidad técnica en el Gobierno ni interés real en la oposición por aliviar la carga en muchos temas que son fundamentales para el país.



Pero tal vez lo más importante no sea esa falta de consenso técnico-político. A fin de cuentas, si bien los temas señalados pueden derivar en retrasos sectoriales importantes, son atendidos por la inercia administrativa en tiempos de abundancia presupuestaria.



Lo que aparece como más preocupante aún es la extrema ausencia de sociedad que se percibe en la acción política y que resta legitimidad a los acuerdos y los transforma en juegos y maniobras de elite. La sociedad apenas es objeto de encuestas y de mensajes políticos ganadores, realizados sin percibir que lentamente se instala un malestar social difuso que puede madurar de manera inesperada en distintas direcciones. Tal como ocurrió en 2006 con las manifestaciones estudiantiles.



Los tres pilares del modelo chileno han sido la estabilidad institucional, la paz social y el consenso económico. Si bien ninguno de los tres ha sido erosionado de manera significativa, no es menos cierto que durante el último tiempo presentan "fatiga de material". No sólo por la extrema inequidad en la distribución de los beneficios del modelo, sino que por la creciente atmósfera de violencia y marginalidad que se asienta en la periferia de las grandes ciudades, y que se expresa -por ahora- como problema de convivencia y seguridad ciudadana.



Tanto la coalición gobernante como la oposición presentan grados demasiado significativos de confusión en su relación con los sectores que tradicionalmente han representado. Ello ha sido particularmente claro en la oposición, llegándose a hablar de un cambio de eje social a raíz de sus desacuerdos con las grandes organizaciones empresariales.



La existencia real de dos agendas, una que interesa a los juegos de la política, que es la que atienden los partidos, y otra bastante postergada de demandas sociales aún insatisfechas, pone una señal de alarma sobre el agotamiento de un ciclo político en el país.



Es verdad que Chile muestra, en general, bastante solidez. Pero la capacidad de "deconstrucción" institucional por deficiencias de la política ya ha sido demostrada en otras partes, con una velocidad que asombra, y el país no está libre de ella.

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