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Caso Atala: La familia, campo de batalla en la guerra de culturas


En Chile, al igual que el resto del mundo, la familia está cambiando. En algunas sociedades ese proceso está ocurriendo de manera rápida; en otras, como la sociedad chilena, los cambios son lentos. En las últimas décadas, estas transformaciones han resultado en la reducción del número de hogares. Las personas, que pueden, se cuestionan mucho más la posibilidad de formar una familia. Hoy en día se observan hogares más pequeños, constituidos por parejas que no están unidas en matrimonio o con jefatura unipersonal y mayoritariamente femeninas. A la idea de la familia tradicional conformada por una pareja heterosexual casada, se contraponen muchas otras formas de organización familiar.



De manera lenta, la sociedad está asumiendo y entendiendo que hay muchos hogares que no corresponden a la estructura tradicional madre, padre e hijos. Aún más letárgica que la capacidad de la sociedad para entender que se ha transformado, es la capacidad del Estado para revisar su ordenamiento jurídico y modificarlo con el fin de no excluir o discriminar a las nuevas y otras familias. Este es un terreno particularmente apetecido por los grupos conservadores y progresistas que han resuelto librar una guerra de culturas. Ese es un fenómeno global, que llega a Chile un poco más tarde y cuyas víctimas son personas y familias que no se ajustan al modelo o ideal de familia de otro momento histórico y social, que algunos grupos buscan defender y perpetuar.



La legislación civil, responsable de regular muchos aspectos centrales de la vida personal y familiar de los chilenos, está fundada en el Código Civil de Andrés Bello. Pese a innumerables reformas, la idea de persona y de familia en la base de la legislación chilena y que aplican los jueces, está anclada en el pasado. Se trata de una legislación civil de 1855 pensada para una sociedad conformada por pater familias, en las que las mujeres carecían de derechos, y donde la familia biparental heterosexual era el ideal de la sociedad. Ese ideal de familia y la consecuente discriminación contra otras formas de vida y de organización familiar continúa vigente en el ordenamiento jurídico chileno. Lentamente y con mucho esfuerzo, la legislación civil ha sido modificada para reconocer la plena capacidad de las mujeres, excepto para la administración de sus bienes dentro de una de las formas de sociedad conyugal; eliminar la discriminación contra los hijos extra-matrimoniales en las sucesiones; y permitir el divorcio de parejas heterosexuales; entre otros. No obstante, persisten legados de una visión patriarcal y discriminadora de la sociedad en la legislación civil chilena.



A primera vista, pareciera que los legisladores están ajenos a la situación de las familias. Eso explicaría la resistencia y lentitud del poder legislativo para adecuar la legislación a la realidad de la mayoría de la población chilena. Excusados en la imposibilidad de lograr los votos suficientes o en la presión de la Iglesia, Chile tardó quince años en democracia para establecer el divorcio. ¿Cuantos más se tardará en establecer un régimen patrimonial para las uniones de hecho, o para reconocer derechos a las parejas homosexuales?



Un fenómeno parecido se advierte dentro del poder judicial, donde la jurisprudencia también se encuentra muy alejada de la realidad y donde persisten estereotipos y concepciones de la familia y sociedad ancladas en el pasado. A pesar de que la magistratura se esfuerza por respetar el no discriminar contra las minorías sexuales, por ejemplo, se ampara en una percepción conservadora y discriminadora de la sociedad como fundamento de fallos que discriminan contra estos grupos. En otras palabras, los jueces se escudan en la discriminación de la sociedad para dictar sentencias discriminadoras. De esta forma, el poder judicial renuncia a su función de adecuar las normas a la realidad y, en cambio, termina perpetuando un orden social en vía de extinción.



Por estos días se cumplen tres años de la decisión de la Corte Suprema en el caso de la tuición de las hijas de Karen Atala, un fallo que refleja esa visión dentro del poder judicial. En esa oportunidad, la Corte revisó la decisión de otorgar la tuición de sus tres hijas a una mujer que se había separado de su esposo y que había reconocido su condición homosexual y vivía con su pareja. En el fallo se observa un esfuerzo del más alto tribunal por no discriminar en contra de la madre en razón de su orientación sexual, pero donde se resuelve dar la tuición al padre en razón de la discriminación que podrían sufrir las niñas por vivir con una madre lesbiana y su pareja.



A pesar de que la Corte se cuidó de no discriminar contra una mujer lesbiana, no tiene reparo en considerar que al vivir conforme a su orientación sexual, la madre antepuso sus propios intereses, postergando los de sus hijas. No habría dicho lo mismo en el caso de una madre heterosexual que vive con su pareja. La Corte estimó que vivir en un hogar carente de un padre «figura masculina», en que hay una pareja conformada por dos mujeres podría, eventualmente, generar a las niñas confusión de los roles sexuales. No es claro, cómo se diferencia esta situación de la de miles de niñas y niños que viven sin hombres en su casa, y en cambio viven con sus tías y abuelas. Por último, la Corte consideró que al vivir con su madre, las hijas quedaban expuestas a una situación de vulnerabilidad por vivir en una familia diferente de la de sus compañeros y compañeras de colegio y sus vecinas y vecinos. En otras palabras, la Corte se esfuerza por ser políticamente correcta con la madre lesbiana, pero en la práctica asume que el entorno que rodeaba a las niñas las discriminaría, y por ende otorgó la tuición al padre.



Los jueces de la Corte Suprema se esforzaron por aparecer como contrarios a la discriminación en razón de la orientación sexual, pero perpetuaron y legitimaron una sociedad que ellos consideran que discrimina en su contra, y en función de ello terminaron discriminando en contra de las madres lesbianas y de las parejas homosexuales.



Este no es un episodio aislado, es una manifestación y concreción de la «guerra de culturas», como lo describe James Davison Hunter en «Culture Wars: The Struggle to Define America». Esa guerra, que ya se libró o se encuentra en curso en otras sociedades occidentales, llegó a Chile. Los grupos políticos y religiosos enfrascados en esta guerra emplean los espacios de relación y funcionamiento de la sociedad como campos de batalla para plasmar su ideología y visión del mundo e imponerlo a todas y todos.



Actualmente, se libran varias batallas de la guerra de culturas en Chile. Uno de ellos se refiere al control de las mujeres sobre sus cuerpos. El Tribunal Constitucional está resolviendo un recurso presentado por los parlamentarios por la vida contra las Normas Técnicas y Guías Clínicas sobre Regulación de la Fertilidad dictadas por el Ministerio de Salud. En el Congreso, se debate un proyecto para modificar el régimen patrimonial de la sociedad conyugal y otro para garantizar la paridad en el Congreso y en la rama ejecutiva. A la Comisión Interamericana de Derechos Humanos llegan varias de estas controversias. La Comisión aparece como una instancia en la que las víctimas de la guerra de culturas pueden obtener la protección de sus derechos, que no encontraron en el país. A la Comisión llegó Sonia Arce, quien no podía vender una casa sin la autorización de su ex-esposo, y también llegó Karen Atala para buscar la justicia que no encontró en Chile. La acción decidida y valiente de estas mujeres va a resultar en cambios en la forma de legislar y aplicar la ley en Chile.



Este sábado 26 de mayo se llevará a cabo una Jornada Cívica por la Diversidad convocada por organizaciones que defienden los intereses de las minorías sexuales frente al Palacio La Moneda, donde se insistirá en la necesidad de revisar y mejorar el proyecto de ley contra la discriminación que se encuentra en trámite ante el Senado. Esa es una oportunidad para que quienes no se sienten representadas y representados en la idea de familia de la legislación chilena, participen y expresen su necesidad de ser incluidos. Esa es también la oportunidad para que el Estado las y los escuche, un episodio más de la guerra de culturas.



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Helena Olea, abogada de Corporación Humanas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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