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A kiss is just a kiss


Brighton es una ciudad muy especial dentro de lo especial que de por sí es Inglaterra. Paseando por la playa de cantos rodados junto al Pier tan romántico, se piensan muchas cosas, y otras, imaginadas, se asemejan a lo vivido. Pienso al caminar en John Le Carré y su Espía perfecto en el propio escenario. Pienso en Harold Pinter, en Jeremy Irons, por supuesto en el Teniente Francés, y en Oscar Wilde, que paseó alguna vez por donde yo paseo ahora. Todo depende del capricho de las nubes y de la mar para que los estados anímicos afloren, se sumerjan o revoloteen con la brisa y con el viento que agita las aguas del Canal de la Mancha.



Es notoria la falta de prisa para todo. El relajo, el sosiego inusual; incluso pareciera que nadie trabaja. De repente, una orquesta improvisada toca jazz o un boogie y parejas de todas las edades y variados sexos, bailan en medio de la calle a cualquier hora, porque sí, porque se lo pide el cuerpo.



Solamente aquí se le puede llamar The Operating Theatre a la sala de operaciones. Razón suficiente para enamorarse de una cultura que ama con pasión a sus artistas. Solamente aquí te contestan cheers en lugar del tradicional thank you.



Y solamente aquí la gente sigue haciendo cola para entrar al teatro a pesar del tiempo inclemente. Ni siquiera sacan el paraguas. Simplemente se mojan estoicamente como únicamente en estos parajes se puede hacer con la sonrisa en los labios, sin demostrar molestia mientras las gotas resbalan libres por rostros y cuerpos.



Quizá sean imperialistas, monárquicos trasnochados. Seguramente.



Al menos tienen el buen gusto o la hipocresía misericordiosa de parecer todo lo contrario. Y a veces, sólo a veces, se agradece la mentira enmascarada de bellas palabras y hermosos gestos.



Por lo tanto, es casi un placer que te manden a freír espárragos con la voz impostada una octava más baja que el común de los mortales gritones y que defiendan lo más banal aparentemente, con la misma vehemencia que Robin Hood defendería a Marianne.



En Brighton brillan por su ausencia los grandes centros comerciales, sólo hay uno, pequeño, en medio de la ciudad a dos pasos del mar. Se llama Churchill Square. En Churchill Square confluyen muchas calles diminutas repletas de tabernas, tiendas chiquitas y apetitosas. La gente se viste como le canta el gusto. Y el atuendo en disonancia con la edad, importa un bledo. No se nota el consumismo. Debe de haberlo se dice una, pero no se ve por mucho que se mire. La gente camina como quien pasea. No hay bocinazos por la calle ni gritos de conductores destemplados sacando la cabezota por la ventanilla vociferando a punto de infarto o de asesinato contra el desdichado peatón que ha tardado una milésima de segundo en cruzar aterrorizado el paso de cebra.



Y hay un cine, el más antiguo de Inglaterra, que sigue en pie tal cual se inauguró en el año 1910. Es una verdadera joya de la corona; se llama Duke of York´s Picturehouse.



Fantástico. Se puede pasar el día viendo película tras película sólo por el placer de saber que otras cinematográficas posaderas semejantes a las de una, se rogocijaron a principios del siglo XX entre sedas y terciopelos.



Ahora es una sala de arte y ensayo y su programación de lujo, privilegiando las producciones europeas.



Ir al cine aquí sigue siendo un rito honorable. En la sala más antigua de Inglaterra se ven películas, no se comen palomitas. Para satisfacer el buche hay dos cafés miniaturas dentro del edificio antiquísimo.



En el patio de butacas tapizado en terciopelo azul real casi marino, y sus paredes del mejor brocado, no hay posa-vasos para la Coca-Cola. Sencillamente se ignora semejante brebaje y desde luego nadie se sienta a rumiar. El sonido es perfecto, envolvente, sin estridencia.
Ni sales de la función con las vísceras retumbando dentro de la carcasa.



The Duke of York´s Picturehouse resulta quimera en una época en que cualquier promotor inmobiliario de los que abundan como la mala hierba, consideraría catastrófica pérdida de espacio y millones el seguir manteniendo su belleza arquitectónica por la belleza misma del cine, para lo que fue construido y conservado con mimo desde hace casi cien años.



No creo que esté diciendo nada nuevo al afirmar que es un país de alto contraste. Mientras en Brighton se vive una especie de Camelot, la tormenta política crece en el Parlamento. Los ingleses en un porcentaje importante, no perdonan a Blair. No perdonan la guerra en Irak. No perdonan el recorte drástico de libertades esenciales a lo largo y ancho de Gran Bretaña, conseguidos, como decía Churchill, a través de sangre, sudor y lágrimas.



Medida preventiva dice Blair como dice Bush. Y entonces todo vale. Pero no convence, los ánimos están soliviantados y no sé qué milagrito tendrá que hacer el próximo candidato para aplacar la ira del pueblo de a pie que aun navega en la resaca de la Segunda Guerra Mundial. Ni me atrevo a especular quién hará algo o mejor dicho, qué haremos para salvar de la debacle generaciones enteras que prefieren pincharse en vena la muerte con tal de no enfrentar la insustancialidad de la existencia que les ofrecemos los que tuvimos ideales y una causa por la cual morir si llegara el caso. Da miedo. Siento miedo.



Cómo ignorar que este imperio salía a cazar negros con la misma crueldad e indiferencia con que cazan el zorro todavía. O invaden un país soberano.



Además está Irlanda del Norte siempre latente. Y Gerry Adams que nunca da la espalda al enemigo.



Y está Escocia que se autoproclama libre y soberana. Ojalá lo consigan. Digo yo. Porque el mar de fondo es profundo y sus aguas, turbias. El imperio es el imperio aunque a veces enamoren sus apariencias.



Cosas del Poder que terminan por convertirse en poderes fácticos. Y los becerros de oro abundan. También sus adoradores.



Antonio Gala dice:
«Sé como nadie de que está hecho el pedestal de las estatuas: de abusos, sangre, llanto y muertes, unos; de soberbia, desprecios y avidez, otros; de negación a la vida los demás».



Pues eso.



Volvamos mejor a Brighton, al aura luminosa que lo envuelve desde mis ojos y que ni siquiera puedo afirmar que existe.



Muchas veces he visto besarse hombres con hombres y mujeres con mujeres, a toda boca, pero nunca hasta llegar aquí había percibido esos besos con tanta propiedad ni con tantas ganas. A la luz del día, con embeleso, besos alegres y prohibidos. Multicolores besos.



Nadie se inmuta. Sólo yo sigo intrigada y sorprendida por la manifestación de un sentimiento que me resulta ajeno, misterioso, que trato de imaginar para mejor comprender, parapetada detrás de las gafas de sol panorámicas y ridículas que he comprado para mirar a mi antojo sin ser vista.



Es un espectáculo hipnótico que me trae a la memoria sin querer el suceso tragicómico de dos amigas. Jeanne, era lesbiana sin admitirlo y se enamoró de May, que no lo era.



Jeanne era seductora, interesante. Bonita. Decía tener un novio en Viena y nos enseñaba sus mensajes de amor, preciosas cartas por cierto. El amante sin rostro. Nunca le conocimos ni en foto. Pero un día nos anunció entre lágrimas que ese hombre estaba enfermo de leucemia que no tenía mucho tiempo de vida, por lo tanto iba a pasar con él los últimos días y se casarían in articulo mortis.



Se fue.



No supimos de ella durante casi tres semanas al cabo de las cuales nos llamó para decir que Ludwig , su marido, había muerto.



A la vuelta del funeral en Viena, Jeanne, la viuda, empezó imparable a beber y a beber y a beber. Se convirtió en una barrica sin fondo y siempre terminaba en casa de May llorando sobre su hombro, a cualquier hora del día o de la noche. Asfixiante, no me deja respirar – se quejaba la del paño de lágrimas -.



Todo se precipitó cuando por razones de trabajo tuvimos que salir las tres a St. Pierre de Michelon.



En pleno invierno la blancura esplendorosa del paisaje y los árboles revestidos de hielo invitaban al recogimiento y a la paz profunda. Era una gira esperada y bonita.



Pero no, el último día, de repente, al terminar de cenar, en los postres, Jeanne declaró a voz en cuello su pasión por May. Así, súbitamente. En un arrebato. Quiso besarla. Atrincada la tenía entre la silla y la pared de piedra del comedor para sorpresa de los comensales y de la que escribe, presa entonces de hiperventilación aguda.



Recuerdo en cámara lenta que se me quedaron las peras a la Bella Helena a medio camino entre el esófago y el píloro.



Ante el asombro y el rechazo rotundo de la amada, Jeanne saltó desde la terraza que por fortuna estaba al ras de la nieve y corriendo desabrigada monte abajo, hacia el muelle juró matarse, tirarse al agua helada, ahogarse.



Mi muerte -gritaba -, te penará hasta el último suspiro, traidora.



May se arregló el pelo se sentó a terminar el postre, encendió un cigarrillo y dijo: Que descanso sería.



Pero volverá, ya verás que volverá. Le encanta el chantaje emocional cuando se emborracha. Seguro que vuelve.



Me quedé sentada frente a la chimenea acogedora del comedor, pensando que a fin de cuentas un beso solo es un beso, y que bien podría May haberse sacrificado un poco devolviéndole el ósculo. Hubiéramos evitado el bochorno y ¿si de verdad se tira al agua?, le dije a mi amiga.



Sería una vulgaridad – dijo – y se fue a dormir.



Yo me quedé hasta que el fuego consumió el último tronco a mi disposición. Hasta que sólo quedaron las cenizas.



De madrugada apareció Jeanne hecha unos zorros, tambaleante y sendas botellas de rhum vacías entre las manos.



De más está decir cómo fue el final del viaje. Nunca más trabajamos juntas y de aquella amistad ni siquiera quedaron el despojos.



Años más tarde supe que Jeanne vivía feliz con su compañera con quien supongo se habrá casado. May me contó que la historia del novio en Viena era una falsedad de principio a fin. También me dijo que la historia del alcoholismo era sólo la tapadera de una pasión inconfesable entonces. Y que en lugar de ir a Viena al funeral del supuesto esposo, se había ido a Cuba a tomar el sol, para hacer tiempo.



Y pensar que no había vuelto a pensar en Jeanne y May hasta ahora. A fin de cuentas todo esto tiene que ver con Brighton. donde siempre hay un recuerdo inesperado para una memoria hambrienta.



Â… you must remember this ,
a kiss is just a kiss
traiga lo que traiga el futuro
mientras pasa el tiempo.

( De la película Casablanca)



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Begoña Zabala es actriz y reside en Montreal, P.Q.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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