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Femicidios


Los gobiernos de izquierdas y derechas, en cualquier contexto sociocultural, con cualquier modelo de desarrollo político, han mantenido una posición patriarcal. Pero es inaceptable que en el gobierno de Michelle Bachelet Jeria, primera Presidenta de Chile, exista una ley mediocre e insuficiente como lo es la de violencia intrafamiliar. Pese a su nombre, no castiga con claridad los abusos que sufrimos las mujeres en nuestra sociedad y no pudo resguardar la vida de esas 26 mujeres que murieron a causa de femicidio en lo que va corrido de este año.



300 son las víctimas fatales que cuentan desde 2001. Estos supuestos «crímenes pasionales» son tratados por la sociedad como dramas románticos, donde el victimario es víctima de su destino trágico. El tono rosa con que se le viste a este fenómeno nos otorga una fallida percepción que acota el entendimiento de estos homicidios.



Se nos relata -por el único medio de comunicación que ha recabado estos hechos, el diario La Cuarta en su crónica roja- como un suceso gatillado por afectos desmedidos, por arrebatos pasionales o por furias tórridas, dando poca importancia al verdadero porqué arraigado en el modelo patriarcal que ha sido naturalizado durante milenios.



Parecen lejanas las muertes de 460 mujeres y las más de 600 desapariciones que se han dado lugar en la ciudad de Juárez. Pero el aliento del femicida se siente en nuestros oídos. Cada diez días muere una mujer en Chile. Un país donde quién gobierna -al menos nominalmente- es una mujer. Para resolver esta paradoja, un buen ejercicio es recordar que ‘La mujer no existe’, según Lacan, o el horror de la castración del que habla Freud.



«La Mujer es Otra que el hombre». Así lo dice Freud. «La mujer es tabú, llena de misterios, extranjera, enemiga». Somos las otras, las ajenas por excelencia a este mundo patriarcal construido a imagen y semejanza. Un mundo en donde ninguna revolución ha sido capaz de cambiar el legado aristotélico arkos/arkomenos -el que manda y la que el mandada no sólo para que lo haga a regañadientes, sino para que obedezca su rol histórico-. Esa construcción binaria basada en el poder, es la que eterniza las injusticias humanas de todo orden y sobre todo acepta y hasta aplaude la violencia contra la mujer.



Basta con revolver un poco entre los discos criollos para encontrar canciones como «señor abogado» o «la luz del candil», que retratan cuán comunes son los excesos que un hombre comete en contra de una mujer. Mas, la realidad escapa a la belleza creativa y toma una forma criminal, que no puede ser catalogada como arte, ni relativizada, aunque así lo quisiera el Divino Marqués (de Sades).



Ya lo decía Roberto Arlt en una de sus viscerales columnas de opinión «el odio entre un hombre y una mujer de clase social baja, termina en homicidio, en cambio en una pareja bien, todo declina en un divorcio». Y qué razón tiene este escritor argentino. Podemos ver que las mujeres muertas en manos de sus parejas o ex parejas, son de orígenes humildes. Algunas de ellas hicieron constancia en Carabineros por agresión y otras tantas recurrieron a la engorrosa constatación de lesiones en la Posta. Ninguno de estos mecanismos significó resguardo alguno ante su inminente muerte.



Con la ley VIF, las mujeres denunciantes debemos asumir un ir y venir, con humillación, miedo y dolor a cuestas, de postas a Carabineros, de Fiscalías a Juzgados para conseguir una orden de protección. Y aún más engorroso resulta hacer el trámite para ser «acogidas» en alguno de los recintos destinados para este efecto. Así, la mujer debe salir huyendo, dejando en su casa al agresor que la espera impaciente.



Y si les pareció poco hay más para alimentar la trama de las mujeres víctimas de violencia que no estamos casadas o no tenemos hijos con el inminente criminal, pues la ley VIF es especialmente «familista», por lo tanto, todas nosotras que hemos tenido la maldita suerte de vincularnos «de palabra» con un tipo recio que hace gala de los beneficios otorgados por el determinismo biológico, estamos más propensas a la sangrienta cacería, o al natural correctivo domesticador de «chúcaras», que nunca entenderemos la jerarquía de los sexos ni el verso del poeta trágico francés Jean-Baptiste Racine: Le he amado demasiado para no odiarle.



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Karen Hermosilla es periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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