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El juego de los resentidos


Los Partidos constituyen, por esencia, la intermediación entre los ciudadanos y el Estado, función importante en una democracia, razón por la que su transcurrir orgánico interno también debiera ser democrático pero, la democracia sin acotamiento deviene en montonera, por lo mismo, ella debe sustentarse en principios éticos y valores políticos de común aceptación por toda la militancia, pasando éstos a constituirse en las fronteras naturales de la organización, vinculados a programas, historias y conductas que constituyen el espacio de convivencia de los militantes y definen su perfil político.



Ahora bien, ser militante de un Partido corresponde a una decisión personal; a nadie se les obliga a adquirir tal condición, ni puede – a posteriori – alegar ignorancia o engaño a la hora de su inscripción. Además, los niveles de democracia partidaria, libremente adoptada por la militancia, deben expresarse en toda su estructura, en el reconocimiento y respeto de sus direcciones elegidas y en la firmeza para hacer cumplir los acuerdos, así como los compromisos y deberes que los militantes adquieren. El principio que «para ejercer derechos hay que cumplir deberes», es realidad para todos los partidos y organizaciones en general.



O sea, los Partidos no son paraguas para que individualidades adquieran rangos de mandatarios, para luego actuar en contra de los acuerdos democráticos de ellos; no es el fundamento de los Partidos Políticos que, obviamente, no son clubes sociales al que se entra con sólo pagar la cuota de entrada.



Está claro que nadie puede impedir que cualquiera se proclame que es de tal o cual Partido, aunque permanentemente eluda los deberes como tal, pero no es ético que, además, reclame sus derechos, distorsionando argumentos democráticos y refugiarse en la Ley de Partidos Políticos de Pinochet para justificar sus deslealtades.



Otorgarle validez a la Ley NÅŸ 18.603 de la dictadura en esta materia, es del más propio oportunismo político, ya que la amplitud en la afiliación que ella consagra está hecha, justamente, para generar el caos en la organizaciones políticas democráticas, y cuya eficacia solo es compatible con cúpulas autoritarias como las de la UDI, en que todas su estructuras son elegidas a dedo y sus decisiones se imponen sin debate y sus órdenes se cumplen ciegamente, o acaso ¿alguien ha visto en ellos disidencia a la hora de votar en el Congreso? y si las hay, como ha sido la excepción puntual del Alcalde de las Condes, sabemos como terminan.



Obviamente, no fue casual la contradicción intrínseca de esta Ley que, por una parte, habilita a los Tribunales Supremos de los Partidos para conocer denuncias contra militantes «por actos de indisciplina o vialotorios de la declaración de principios o de los estatutos», Artículo 28, y por otra, prohíbe a los Partidos «dar órdenes de votación a sus Senadores y Diputados», Artículo 32. Los autores de la misma, partieron de la base que los herederos del régimen dictatorial actuarían como tal, haciendo gala del autoritarismo en que nacieron y se formaron, razón por lo que tal disposición no los afecta. Situación que nada tiene que ver con el ejercicio democrático que preside la existencia y actuaciones de los Partidos que lucharon contra la dictadura.



De ahí, la sorpresa y pena que causa ver a algunos ex dirigentes de partidos de la Concertación y otros auto referentes, concurriendo a darle su espaldarazo al senador Zaldivar, justificándolo en sus actuaciones contra su partido, el conglomerado gubernamental y la propia Presidenta. El resentimiento de haber perdido sus posiciones de poder como consecuencia del ejercicio democrático, o su afán de publicidad mediática, no los habilita para enternecerse por la Ley de Pinochet y validarla como principio democrático fundamental.



Si esa fuera su actual postura política o, más bien, retroceso político, bien le vendría crear su propia organización -paragua, para que sustente sus carreras políticas y no emporquen el nido que alguna vez dirigieron. Es lamentable que hoy muestren su incapacidad de asimilar la democracia, aquel ejercicio que define la representatividad de las mayorías y minorías, teniendo siempre presente que el juego democrático es la única vía para concretar las legítimas aspiraciones, como el de llegar a ser mayoría, a menos que el resentimiento haga aflorar una íntima vocación autoritaria que anida en los que se creen elegidos, e irrumpa fagocitariamente contra sus partidos.



Como en democracia, se entiende que los mandatarios políticos no provienen de ningún asteroide sino que emergen de actos soberanos de sus partidos, es inmoral que luego pretendan autonomizarse invocando la Ley de Pinochet. Por esta razón, sería más conveniente que construyan su propia organización, sin principios, valores ni estatutos, tan solo sirva de instrumento para postularse a cualquier cosa, quedando, entonces, habilitados para votar y actuar como les de la gana o, como eufemísticamente dicen, votar y actuar en conciencia. No cabe dudas que, en esas condiciones, se les reconocerá su consecuencia.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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