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Reflexiones sobre la revolución sandinista


Todas las revoluciones, al final, pasan
de la euforia a la desilusión.

Václav Havel




Las revoluciones no se inventan en la historia, sino que se producen como cambios necesarios de las estructuras sociales, cuando el orden natural y justo es violentado por quienes precisamente están llamados a establecerlo desde las funciones directivas que habían venido ejerciendo.



En Nicaragua es evidente que el sistema somocista fue creando un régimen de opresión que cada vez fue reduciendo el círculo de beneficiados. El Estado se hizo ostensiblemente un instrumento coactivo al servicio del pequeño grupo oligarca, del cual la Guardia Nacional fue su máxima expresión.



La guerra contra la dinastía de la familia Somoza, que culminó el 19 de julio de 1979 con el triunfo de la revolución sandinista, dejó a Nicaragua en la quiebra. Para levantar el país, el gasto del Estado tenía que decrecer en términos reales y debía ser dirigido hacia actividades productivas. Pero escogieron un modelo equivocado: «un sistema económico mal administrado, con un aparato burocrático pesado, bajo un remedo de planificación centralizada, y lastrado por proyectos faraónicos y dispendiosos, era por sí mismo suficiente para la ruina», reconocería Sergio Ramírez en «Una vida por la palabra».



Asimismo, el Estado sandinista dirigió desde el inicio su presupuesto hacia actividades improductivas como la militar («la manutención de un ejército -enseñó Sun Tzu- produce un alza en los precios y deja exhaustos los recursos del pueblo») o de propaganda. Como consecuencia, se fortalecieron las estructuras inflacionarias de la economía y se menoscabó la capacidad del Estado para combatirlas.



Agotados los recursos no inflacionarios, el crecimiento del país quedaba en manos del capital privado, la reactivación de la economía dependía de la participación de la burguesía. El precio a pagar: pluralismo político. Pero bajo la proclama de economía mixta establecieron absoluto control sobre los instrumentos estratégicos del sistema. En vez de respetarse el principio de lo diverso, se trató de articular las partes en un todo sistémico. La diversidad, convertida en «diversionismo», se volvió delito. Bajo el totalitarismo la opinión es conspiradora.



La Patria nicaragüense se convirtió en una «patria ideológica» de la que sólo los hombres afines podían hacerse ciudadanos. Consecuentemente, el FSLN, al condicionar la participación social a la ideología, no dirimió los conflictos políticos, sino que polarizó la sociedad y disipó tenazmente el ámbito de oportunidades que la revolución parecía haber restablecido mediante una cuota de sangre bastante alta. El espíritu crítico que la había inspirado cedió su puesto a una apología del Poder (cerrando filas y cerrando puertas), sacrificando la libertad por la justicia, y, por ende, la justicia por la ideología.



En otras palabras: se subordinó la libertad política al precepto ideológico de igualdad económica, como en una cárcel, donde hay un grado alto de igualdad económica entre los reclusos, pero una voluntad sometida. Se desarticuló así el proyecto original -plasmado en una Junta de Gobierno pluralista- que pretendía reclamar medidas socialistas cuando la libre iniciativa condujera a la injusticia y proteger la iniciativa personal frente a la ineficaz rutina burocrática.



Nicaragua es uno de esos lugares donde el llamado socialismo marxista probó su esencial contradicción: se dijo que se acababa con una dictadura, pero se erigió otra peor, una «orwelliana» organización del tutelaje; «adversario» y «enemigo» fueron la misma cosa; «Estado» y «guerra» fueron palabras idénticas; se maldijo la riqueza capitalista, pero los comandantes se convirtieron en una nueva clase hegemónica.



La relación simbiótica del Partido, el Estado y el Ejército, como era natural, clonó patrones tradicionales de explotación, y el supuesto poder de la clase trabajadora pasó a ser el poder ejercido sobre los trabajadores. «Todo poder exclusivo -escribió Simone Weil- se vuelve opresor en las manos de quienes lo monopolizan».



La confiscación de propiedades dejó inalterada la división jerárquica de las funciones sociales, pues «hay poca diferencia esencial -escribe Shopenhauer- entre poseer al campesino o la tierra que él trabaja, el ave o su comida, la fruta o el árbol: como dice Shylock: ‘me quitas la vida cuando me quitas los medios por los que vivo’ «; o como escribe Hilaire Belloc: «El control de la producción de riqueza es el control de la vida humana misma».



El mismo Marx comprendió que un verdadero obstáculo para construir su quimérica sociedad sin clases, más que la propiedad privada, era la burocracia, según sus propias palabras: «la maquinaria militar y burocrática». Su visión de una «sociedad sin clases» es fruto, no obstante, de una interesante reflexión: la facultad opresora del Estado va empotrada en su forma jerárquica, por lo cual, a su juicio, la burocracia funda un nuevo despotismo que debe ser eliminado del futuro. Pero Marx no previó que las funciones administrativas fueran permanentes, ni que el monopolio socialista fundara una forma de opresión más absoluta.



El sandinismo hizo lo suyo forjando un régimen centralizado que promovió las tentaciones totalitarias. Como era previsible, el control sandinista sobre los medios de producción incidió negativamente en las estructuras económicas. La justicia, se sabe, es una fuerza económica: si el despotismo crece, la producción decrece.



El fracaso de la economía controlada por el Estado consistió precisamente en que el régimen tomó sus decisiones de carácter económico fundamentado en sus criterios políticos, lo cual convirtió a la sociedad entera -como diría Lenin- «en una sola oficina». Las cooperativas agrarias organizadas por el sandinismo, por ejemplo, más que reformar una estructura económica, sentaron una disciplina política que convirtió las comunas en subfeudos ordenados por la jerarquía militarista.



La falta de competitividad generó pérdidas financieras que fueron cubiertas mediante exacciones estatales: los impuestos llevaron a la devaluación y ésta a la inflación, y ésta a la devaluación, en un irrefrenable proceso retro-alimentado. Y como el problema económico en Nicaragua era un problema político, un cambio económico sólo podía darse mediante un cambio político. En todo caso, la bancarrota del modelo económico fue un error ideológico.



El régimen sandinista al decidir eliminar la competitividad se vio forzado a probar el veneno de la ineficacia burocrática y la disconformidad popular. Su carácter demagógico no debe tomarse al soslayo: las restricciones generales nunca se aplicaron a la nomenclatura. Aún más: este régimen totalitario se destapó, en lo que se denominó «la piñata sandinista» (justo antes de verse forzado a traspasar el gobierno), como una infame cleptocracia. (ver nota 1)



l Estado sandinista, como resultado inevitable del sistema ideológico, aceitó represivamente la maquinaria del poder por espacio de una década. Pero la represión está concatenada a la liberación; en los niveles altos de arrogancia política se tiende a descuidar los andamiajes y se pierde la vocación de servicio. En ese contexto, los mecanismos represivos utilizados por la base de poder generaron dos fenómenos casi que ineludibles: el exilio o la rebelión.

La política sandinista hacia la etnia miskita es un ejemplo sintomático. El modelo sandinista de transformación, basado en la imagen marxista de una sociedad proletaria ideal, trató de adaptar los indígenas a la revolución, no la revolución a los indígenas. Los indígenas tenían que ser incorporados como «indios nuevos» por medio de su participación en organizaciones de masa controladas por el Estado.



Se ignoraron cabalmente las diferencias culturales que existen entre la América Latina y la América India, entre el tercermundismo y el cuartomundismo, entre los intereses de un Estado totalitario y los intereses indígenas. Consecuentemente, ya en 1982 había fundamentalmente dos clases de miskitos: el contrarrevolucionario y el emigrado.



De esa forma, la historia de Nicaragua también se inscribía entre textos nada honrosos de la historia universal. Los dos acontecimientos políticos más importantes del siglo XX posiblemente fueron: la proliferación de regímenes totalitarios a principios de siglo, y la disipación de regímenes totalitarios a fines de siglo.



Pues como afirma el búlgaro Tzvetan Todorov, «el totalitarismo fue la gran innovación política del siglo XX y también su mal extremo». Y de la revolución bolchevique de 1917 a la caída del Muro de Berlín en 1989, la dictadura del proletariado significó una historia de gulag y de exilio.



La derrota electoral sandinista el 25 de febrero de 1990, tiene que ver con la tragedia de Ícaro, que quiso llegar al sol, pero fue consumido por él. Pero también su derrota fue infligida por la historia: su política tropezó con el añejamiento precoz. El poder y el tiempo están estrechamente ligados: el poder es temporal. Lenin ya había apuntado que la acción y la estrategia política son, en primer lugar, asunto de cronología.



Consecuentemente la revolución de 1979 que transformó la historia de Nicaragua, perdió en el tiempo -con bastante celeridad- su espíritu de renovación y quedó «fosilizada», para usar una palabra de Mariátegui. Olvidaron que Solzjenitsyn, en la Unión Soviética, había aconsejado: «Limpiad vuestros relojes, ya es hora de cambiar el tiempo.



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*Pedro Xavier Solís Cuadra. Escritor y periodista nicaragüense. Fue subdirector del Diario «La Prensa» de Managua y Asesor de Comunicación del Gobierno del Presidente Enrique Bolaños. Actualmente da clases de comunicación en el Seminario Arquidiocesano de Managua.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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