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Santiago: Capital bicentenaria (III)


Si me dicen que es absurdo hablar así
de quien nunca ha existido,
respondo que tampoco tengo pruebas de que Lisboa haya existido alguna vez
, o yo que escribo, o cualquier cosa donde quiera que sea.*
(Fernando Pessoa. «Aspectos». 1915)




Santiago, como capital del país, es el lugar donde se exhibe la modernidad de Chile. Escenario privilegiado de todos los avances tecnológicos, paisaje insolente de cristal y acero. Telegénico espacio de «Malls» y «Shoppings» que como estuches de aire acondicionado encierran la atmósfera aséptica de lo público y lo privado.



De algún modo, las nuevas catedrales del consumo funcionan como dispositivos para nuevas prácticas sociales, ellas ponen en escena la liturgia de una sociedad de consumo en un país modélico. En una escenografía híbrida en que lo «kitsch» es elevado a canon estético, los nuevos paseantes circulan entre grandes marcas, por pasillos que encierran el «sancta sanctorum» de la sociedad chilena: la igualdad plebeya en el consumo suntuario.



Familias modestas coexisten con exóticos personajes a la hora de tomar una cerveza o un «donuts». Espacio de seducción y distracción, pero al mismo tiempo, espacio de vigilancia. Un discreto ejército de guardias uniformados, auxiliados por no menos discretas cámaras de televisión, lo observan todo, cualquier conducta «anómala» es rápidamente controlada.



La ciudad cosmopolita y lúdica nos ofrece aquello que hemos visto mil veces en filmes o en la televisión, en Dubai y París: los «no-lugares» que podemos reconocer gracias a la memoria inscrita por la hiperindustria cultural. Un glamoroso abanico de tiendas, que se dibujan entre cristales iluminados, y en la misma lógica de un discreto servicio higiénico, una capilla ofrece su higiene interior a los visitantes. Verdadero holograma de la postmodernidad en que el valor simbólico del dinero ha sido abolido por las «credit cards», instalando una ilusoria igualdad de todos en la ciudadanía del consumo.



El Santiago Bicentenario es un mosaico social y cultural en que poblaciones y barrios residenciales conviven con vetustos edificios del siglo XIX y con burbujas postmodernas. Santiago se escinde en una red subterránea de túneles de alta tecnología y una superficie salpicada de cicatrices. El Metro como icono de la modernidad, conectando sectores y antiguos barrios en una suerte de democracia urbana recorre las entrañas de la capital, mientras en la superficie van cambiando los paisajes al ritmo de multitudes atascadas en embotellamientos y un feble transporte público. El Santiago Bicentenario, es una ciudad sobre ruedas.



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Álvaro Cuadra. Investigador y consultor en comunicaciones /IDEES

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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