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De profundis


En la soledad de mi escritorio después de un largo y nostálgico periplo trato de hilvanar letras mientras la mente y el cuerpo olvidan poco a poco la danza por los aires entre dos continentes.



En el aeropuerto de Londres parecía que habíamos comenzado bien llegando los primeros a facturar el equipaje y con mucho tiempo para pasear, tomar algo, comprar libros, más libros, algunas revistas, en fin, las pijadillas de última hora. Estaba precisamente curioseando por aquí y por allá cuando oigo a mi novio que dice -vamos que están llamando nuestro vuelo-.



Apresuradamente salimos y en plena carrera nos dimos cuenta que teníamos el reloj adelantado una hora. Parada en seco y vuelta atrás.



Entonces decidimos ir a tomar algo y pasar más tarde por el puesto de prensa. A medio vaso del jugo de tomate y de la ensalada de mi maromo, vuelven a llamar al embarque para Montreal.



Allí quedó el zumo, la lechuga , las palabras de amor, la nostalgia de los meses pasados, presencias de gente querida, rostros pequeños inolvidables, lágrimas de despedida auténticas, sentimientos encontrados entre lo que se deja y los reencuentros. En medio de todo el tiberio, también quedaron allá las ganas mías incoherentes y absurdas de quedarnos , de no viajar, no volar, no enclaustrarnos. Absurdas porque en ese momento no había otra solución para llegar a Montreal. Así que allá fuimos a la terminal 28 al final, final del aeropuerto. Corriendo para variar.



Y como llegamos exhaustos pensé, dichosa ilusión, que después de tanta carrera, tanto viaje y tanta emoción contenida, el cuerpecito serrano diría basta y agradecería la sentada de las horas venideras. Ninglas pitinglas. Se aplica aquí la ley de Murphy.



A lo mejor más de alguien pensará que la moza que estas líneas escribe tiene manías y hoy la ha tomado contra los aviones, pudiendo haber contado otros chascarrillos más enjundiosos.



Y tendrá razón. A fin de cuentas no son los aviones. Sola con mi almohada sé cuál es el miedo.



Ha sido un vuelo interminable que debiera haber durado seis horas en lugar de nueve. Podría a esas alturas en el cielo haber hecho abstracción del vacío envolvente. O de la muerte que acecha más cerca que de costumbre. Debiera como otros haber podido mirar por la ventanilla con apariencia relajada. Y no. Bajé de un tirón la cortina nada más sentar las desconfiadas posaderas; entre otras razones porque no hay nada que ver cuando la tierra y la mar desaparecen debajo del trapecio volador y queda la oscuridad de la noche o la claridad vertiginosa del azul pálido. Despegando o aterrizando la pista se asemeja a la de un circo sin red. Cuando las puertas se cierran a cal y canto, la suerte, buena o aciaga, la fragilidad de la existencia no deja de estar presente hasta que el tren de aterrizaje vuelva a posarse en la pista, ojalá sin mayores sobresaltos.



Lo único que queda es rezar todo lo que se sabe y también lo que no se sabe y encomendarse a los dioses de nuestra preferencia y prometerles como los candidatos políticos en víspera electoral, alma vida y corazón con tal de aterrizar sin hincar el morro contra el suelo.



También acostumbro a echar mano de los amados ausentes cuyos espíritus luminosos sirven para la ocasión y entono como Jonás en el vientre de ketos, el De Profundis.



Meterse en un avión no es ninguna broma, ninguna frivolidad. Es una descarga brutal de adrenalina. Es un ejercicio espiritual, una meditación trascendental que para sí la hubiese deseado Khrisnamurti. Otro asunto es cuando se vuela por gusto, que desde luego no es mi caso. Gente como esta servidora, viaja de forma aristotélica unas veces, hamletianas las más, pensando, reflexionando sobre la existencia y la eternidad, sobre el bien y el mal, sobre lo necesario y lo superfluo, y sobre todo haciendo acopio del poco coraje que me queda en el coleto para evitar un ataque de angustia engorroso



De nada sirve en esos momentos aquello de que hay más accidentes por las carreteras. Puede ser pero no es consuelo. Es más, me produce tirria. Normalmente las bofetadas desde las alturas se leen en grandes titulares y letras de luto.



Menos aún sirven las enseñanzas de la zagala guapetona que trata de demostrar entre dientes y sin ningún convencimiento lo bien que funciona el oxígeno caso de que lo necesitemos mientras dure la caída libre.



O lo práctico y bonito que resulta el chaleco salvavidas tipo Chanel, por si Dios en su inmensa misericordia nos salva del tortazo contra un monte y en su lugar caemos a lo más profundo de los mares.



Quién no tiene la sensación de entrar en un avión, por muchos pichirichis que le adornen, como quien entra ,respirando aún, a la propia tumba, donde oh incógnita, quedaremos atrapados mientras dure el vuelo. O para siempre.



Seguro que el listorro de turno dirá, gafa en mano con aires pontificales, que es una fobia esto que le pasa a una, que necesita tratamiento y reajuste. No te fastidia.



Pues no, señores loqueros.



De tanto negar evidencias nos vamos a quedar con el alma anquilosada. De tanto aparentar lo que no somos, de tanto negar lo que sentimos, de tanto callar lo que pensamos, de tanto reprimir rebeliones necesarias, vamos, o mejor dicho nos están llevando cual ovejas, al matadero.



Reivindico el derecho al pataleo que es catártico, reivindico el miedo visceral frente a situaciones inquietantes. E inquietante es cruzar el charco, desiertos y cordilleras embutidos en estructuras de hierro que a veces vuelan y otras no, pretendiendo que es muy natural, que no pasa nada. Y pasa mucho. Puede pasar todo. Incluso podria ocurrir que hiciéramos mutis sin haber amado, dicho, sentido ,defendido, recordado, o sin habernos sublevado desde lo mas profundo.



Juro por Lanenkaia que mi intención al empezar esta columna era muy diferente. Quería hablar de otros temas pero tengo aún el estomago saltón y los sesos hechos puré después de luchar sin resuello contra el pánico. Porque vivir nueve horas en un ay, me descuajeringa. Tardo días en reponerme del susto. Y en el susto estoy todavía inmersa. Tengo tremendas pesadillas. Diríase que el avión ha aterrizado sin mí.



Y también juro porque quiero, que ha sido el vuelo más agotador de mi vida de pájaro a la fuerza. Inesperadamente. Contra el viento y pasando por Groenlandia dijo el capitán. Y por donde no pasamos digo yo.



Normalmente me autoabastezco por más tediosa que sea la circunstancia o la persona. En última instancia desconecto. No así a miles de metros de la tierra firme. Suspendida en el aire a miles de metros nada es normal. Pierdo la capacidad de abstracción. Pienso sin querer pensar en catástrofes varias de tal manera que no me atrevo a escribir porque se me antoja que si escribiera, de las cenizas humeantes del avión estrellado, rescatarían un ordenador con el comienzo de ésta crónica que contarían como dato curioso y trágico en las noticias de la noche. Para conjurar esa corazonada, no escribo. Tampoco leo porque el mínimo traqueteo del aparato me saca de contexto y se me borran las letras. Y para qué hablar de las famosas turbulencias, de la sensación horripilante de desintegración, de muerte inminente, apocalíptica.



Una vez me dijeron que para convocar la buena suerte había que viajar cerca de un bebé y de una monja. Aunque sea una sinsorga da, siempre los busco.



Tengo un amigo que procedente de Santiago de Chile llegó una vez a Toronto en calidad de bulto porque había desayunado, almorzado y cenado a base miorrelajantes que le dejaron KO y le tuvieron que sacar en silla de ruedas. Qué suerte.



Traté de emularle en uno de mis viajes entre Montreal y Paris antes de aterrizar en Bilbao. Hice mucho para perder un rato la conciencia, aunque no fuera más que un rato. Fracaso rotundo. Los pastillazos hicieron el efecto contrario. Ni siquiera pude fumar cuando fumaba, que ya es decir, porque aterrizar en Bilbao fue aquel día y parece que sigue siendo asunto de kamikazes.



Llegué a casa entonces, como he llegado esta vez, como llego siempre; hecha unos zorros, con ojeras hasta las rodillas, de color espíritu y como si un carro de combate me hubiese pasado por encima.



Después nunca más he desayunado con valium ni he conseguido albardarme hasta perder el nombre. El miedo es un amigo imprescindible. Es casi una experiencia estética.



Entonces Jonás oró al Señor su Dios desde dentro del pez diciendo:



«Desde lo más profundo,
en mi angustia clamé a ti Señor y tú me respondiste.
Desde las profundidades de la muerte , clamé a ti, y tú me oíste.
Al sentir que la vida se me iba,
me acordé de ti, Señor».




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Begoña Zabala es actriz y reside en Montreal, P.Q.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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