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Comisarios


A los comisarios los conocí de primera mano, a fines de los años 70, en el Pedagógico, y jamás los olvidé. Te apuntaban con el dedo, te miraban con el ceño fruncido. Para ellos nunca estabas lo suficientemente comprometido, tu actitud siempre era evasiva o desviada o pequeño-burguesa o burguesa a secas. Ellos te husmeaban y juzgaban y ponían toda la carga de la sospecha en tus dudas, tus vacilaciones y tus incertidumbres, o recelaban de esos libros vergonzantes que llevabas bajo el brazo, libros de poetas franceses o narradores intimistas o autores angustiados, lagartos burgueses que con su actitud ausentista eran los verdaderos enemigos del Pueblo, con mayúsculas, en cuyo nombre sólo ellos hablaban, por supuesto, con el mismo tono parroquial con que hablaban de la Solidaridad, la Paz o la Revolución.



Los seguí viendo, desde la distancia, con el paso de los años. Tomaron distintos rumbos, pero la casualidad quiso que siempre o casi siempre confluyeran en lo mismo. Casi todos conocieron el exilio, y volvieron cargados de experiencias y años de militancia y muchos doctorados en el cuerpo. Y allí estaban. Seguían hablando a nombre del socialismo, aunque ahora no caminaban por la calle y a los pobladores pobres los llamaban delincuentes. Seguían hablando de democracia, pero actuaban con lógica de monarquía y club privado. Seguían hablando de libertad, pero sólo si era libertad de mercado.



Se habían puesto corbata, habían tirado los pañuelos palestinos, vade retro cualquier ropa de lana. Todavía a veces se fumaban un pito, pero a escondidas de la mujer, y negaban tres y muchas veces haber tenido jamás sobre la cama un afiche del Che. Ahora hablaban de apellidos, se jactaban de veranear con tal o cual ministro, se atragantaban con vocablos como «renovación» o «liberal», y si osabas criticarlos te tildaban de desleal, o resentido, o «estatista» como si fuese un improperio, y con una copa de más o una pizca de ofuscación sencillamente te roteaban. Todo fue sumamente práctico. Así como durante la dictadura siempre había misteriosamente algún militar en los directorios de las grandes empresas, ahora ellos, los viejos comisarios, empezaban a ocupar esos asientos.



Ése había sido, finalmente, su sello: el corcho. Flotar a toda costa, ir con los tiempos, seguir teniendo siempre la razón. Si vivieron en Cuba, ocuparon en la isla los puestos más importantes, y renegaron y muy públicamente sólo cuando ya se habían instalado en Estados Unidos. Si vivieron en la RDA, jamás chistaron ni hicieron la más mínima observación en el terreno, y alegaron fervorosamente contra Stalin y los gulag sólo cuando se dio vuelta la tortilla. Quién podría criticarles que ahora beban buenos vinos; sólo que hay algo sospechoso en la pedantería con que hablan de cepas y ensamblajes. Quién podría criticarles que su tema preferido sea ahora la última chupada de la tecnología, el fetiche electrónico última generación aparecido en vitrina; sólo que compran estirando la tarjeta sin consultar antes el precio, y se equivocan cada tanto con los nombres en inglés.



Los he visto y los sigo viendo. Ya no invocan principios, sino que invocan encuestas, y hablan a nombre de la técnica y la ciencia y a todo el que piensa distinto lo tildan de «ideologizado» o «populista». Admiran a Putin, a Escalona, a Pato Navia, a Max Marambio, a The Clinic y a CQC. Se han puesto barrigones, están obsesionados con Chávez, se muestran en el Liguria, conspiran en el Café Torres y se sueltan las trenzas en otros cafés un poquito más privados. Rezan cada día la catequesis de las páginas económicas de los diarios y su lema preferido es «flexibilidad laboral».



Han hecho nata. Uno trabaja en un ministerio y está sumamente disgustado con la marcha de este miércoles y desde ya pide cárcel y denuncia el vandalismo desatado. Otro es jefazo de comunicaciones y como otrora opera manu militari y se prepara para sacar un diario increíble con voz única, opinión única, que sólo menciona las obras y las maravillas del gobierno: Ä„el diario perfecto! Otro aprovecha sus recocidos «contactos» izquierdistas y se dedica al lobby para marcas y empresas. Otro es abogado especialista en torturadores y sicópatas. Otro instaló una oficina de asesorías y cambió las viejas pichangas de fútbol por el Club de Golf.



Pobres comisarios. Son, en realidad, unos tipos sumamente incomprendidos. Ellos, los de entonces, sí siguen siendo los mismos. Un solo horizonte, una sola línea. Eso sí, con un ínfimo detalle: de un tiempo a esta parte, te evitan, bajan la mirada. Ya nunca más pudieron, como antes, mirarte a los ojos.



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Pablo Azócar, periodista y escritor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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