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Un, dos, tres, momia es


Así como en el juego de nuestra infancia, el sistema político chileno tiende a congelarse. Los mismos electores, los mismos políticos, iguales representantes, similares autoridades, con una derecha incapaz de convertirse en una opción real, sólo nos queda esperar que el factor biológico, la edad, o el factor teológico, que Dios se apiade de nosotros, produzcan el cambio que igual ya está aconteciendo en el resto de la sociedad chilena. Grave problema cuando la dirigencia se enfrasca en discusiones endogámicas y no es capaz de ofrecer horizontes de futuro, pues los ciudadanos van perdiendo la confianza y las instituciones se deslegitiman. La política en general entra en el descrédito, la gobernabilidad tambalea y se pierden valiosas oportunidades de desarrollo.



¿Qué hacer cuando el juego de mayorías y minorías no alcanza y siempre se impone la paridad por secretaría? Tal fenómeno puede dar lugar a un «empate catastrófico» si las instituciones no dan cuenta de las necesidades que la sociedad les demanda. Pero en Chile eso suena muy exagerado, más aun cuando nos hemos convertido en un modelo de estabilidad, crecimiento económico y acuerdos sustanciales entre los actores políticos. La respuesta está en nuestra historia: conflictos de larga incubación, apenas perceptibles, hasta que viene el estallido, las ondas de choque y el terremoto que empuja hacia la superficie todo aquello que estaba oculto.



La Constitución pinochetista, hace rato transformada exitosamente en un sistema, mantiene como uno de los resortes principales de la máquina, el artificio por el cual pase lo que pase la derecha asegura para siempre que cualquier variación importante pase por su aprobación, lo cual produce un deterioro progresivo de la democracia al no representar fiel y de manera sostenida la voluntad ciudadana.



Entonces, al disociarse la realidad del liderazgo comienza la decadencia, aunque el reemplazo puede tardar demasiado y en Chile no existe el riesgo de un populismo disruptivo, a lo menos por ahora. En todo caso, baste recordar el final de los gobiernos radicales y la irrupción del ibañismo para convencernos que tal posibilidad existe.



Pareciera que estamos en una especie de versión light o de baja intensidad de una crisis, según la definición gramsciana, es decir, cuando lo viejo se resiste a morir y lo nuevo no acaba de nacer. O desempolvando antiguas categorías de un Marx redivivo, la situación actual presenta condiciones objetivas que hasta ahora nadie ha sido capaz de transformar en condiciones subjetivas.



Es así como, el grupo dirigente no atina a estructurar una hoja de ruta de corto plazo y menos a proponer un nuevo programa después del término de la transición. Tampoco se vislumbra una elite alternativa. Muchos se juntan a discutir, pero ni siquiera los llamados «parlamentarios díscolos» van más allá de reflejar un estado de ánimo, sin que un proyecto de futuro haya surgido de alguna parte.



Todos hablan pero nadie impulsa la necesaria refundación de la Concertación o, siquiera, un reemplazo coherente. Los partidos políticos se están convirtiendo en una caricatura de sí mismos, al mismo tiempo que se hunden en una parálisis nervioso-complaciente donde a veces ronda como terrorífica posibilidad que la coalición de gobierno pierda las próximas elecciones presidenciales, junto al tranquilizador antídoto de una derecha que acostumbra a autoderrotarse. Mientras, las expectativas de la población chilena quedan sin respuesta.



Y tiene que ser la Iglesia Católica la que nos recuerde a los pobres, a la solidaridad y los sueldos dignos, banderas que son parte del patrimonio concertacionista y que parece terminaron en un museo, pues pareciera que lo más importante es definir a los candidatos, aunque no tengan nada que decir.



Se requiere no sólo un cambio de elencos, sino una modificación sustancial en la forma de hacer política, con ojo atento a lo que hace el soberano, con disposición sincera a aprender de la gente, restableciendo los puentes cortados entre el poder y los ciudadanos y generando consensos nacionales reales, no originados por el miedo o el interés particular.



Si no, al sistema político tarde o temprano se le endurecerán las arterias, entrará en un estado de senilidad evidente y ya no podrá articular pensamiento y acción con una mínima lógica.



¿Estaremos repitiendo el famoso caso de desarrollo frustrado que fuimos a principios del siglo XX?



Ä„Ojalá que no!



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Cristián Fuentes V., cientista político

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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