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Chinochet, el peruanés


Su historia oficial lo sigue presentando como un hijo de inmigrantes pobres que salieron de Kumamoto a comienzos del siglo XX para instalarse en una remota república sudamericana. Un caso como existen miles en Perú, país que recogió numerosas corrientes migrantes asiáticas. Pero uno de los misterios centrales de la biografía de Fujimori sigue siendo el de su nacionalidad. No la que consignan los papeles y pasaportes matasellados por la burocracia, sino la que se inscribe en la voluntad y en el sentir más íntimo de la persona, en la elección de qué trasfondos de conocimientos comunes la identifica.



Se consigna un revoltijo de papeles que probarían tanto que «el Chino» es peruano como que es japonés. Una chimuchina de documentos que se lleva el viento. Un fardo de pruebas y contra pruebas que ni prueban ni contraprueban nada. Lo único cierto es que Alberto Fujimori parece ser ambas cosas, japonés y peruano, con la misma baja intensidad, con idéntico afán oportunista. Con el mismo cinismo socarrón que ha iluminado su fría existencia de asesino inmisericorde.



Una suerte de alienígena que para un importante sector de la derecha japonesa se ha convertido en una suerte de héroe mítico. Un samurai. Nada importa en Japón, según parece, su nutrido prontuario de violador contumaz de los derechos humanos, ni el que haya encabezado una de las cleptocracias más corruptas de la historia ya bastante sucia de América Latina. El absurdo convite a integrar la lista de candidatos al senado del Partido del Pueblo, escindido del Partido Liberal Demócrata, demuestra que en Japón, increíblemente, lo admiran con devoción.



¿Peruano, japonés, venusiano? Al nacer fue inscrito en el consulado japonés en Lima como súbdito del imperio japonés. Pero aún así fue elegido presidente del vecino país. Y eso, como por arte de magia, lo convierte en peruano para todos los efectos, aunque siendo japonés burló flagrantemente la Constitución peruana del 79, que impedía jurar como presidente a un extranjero. Ahí se convirtió, para su desgracia y la de su país, en peruano, porque digámoslo con todas sus letras: Fujimori fue el peor cuchillo que ha tenido el Perú en toda su historia. Los gobiernos criminales de Odría o de Augusto Leguía (que tiene, incomprensiblemente, una calle con su nombre en Santiago) palidecen y se vuelven sólo regímenes algo bruscos en su trato con la población al lado suyo. Nada se puede comparar a la degollina de hombres, mujeres y niños serranos, o las torturas y violaciones aberrantes sufridas por la población civil urbana cuando este engendro japeruano bañó de sangre al país y sembró el terror entre la población más pobre y sufrida del sur de América.



¿Qué opinará Cecilia Bolocco, que le anduvo haciendo los puntos al «Chino» en su minuto, en esos días suyos de seudoperiodista, cuando iba a la caza de algún viejo sinvergüenza para convertirlo en trofeo? ¿Le habrá prestado algún servicio? Da lo mismo. Fujimori ya la debe haber olvidado. Quienes no olvidan son los millones de peruanos que exigen que Chinochet, como lo llaman, pague. Y pague ahora mismo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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