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Pinochet, Cerda y la alegría


Aunque sólo durase 24 horas, la detención de la familia Pinochet y de varios de sus colaboradores más cercanos se convirtió en un hito histórico. La coincidencia con el 5 de octubre (celebración del triunfo del No en el plebiscito del 88) sólo reforzó su carga simbólica. Podría decirse que ese día cristalizó un fenómeno que se venía macerando desde antes: Chile retorna, paso a paso, a la escena del crimen: la escena del Sí y del No. El primero en advertirlo fue Sarkozy: Ä„la política está de vuelta!



Dicho esquemáticamente: a comienzos de los noventa, con el triunfo por boleta del capitalismo (y el símbolo estrepitoso del Muro de Berlín), se expandió masivamente el discurso del fin de la historia: ya no había ciudadanos, sólo consumidores; ya no había debates ni plaza pública, sólo oferta y demanda; la invocación a la solidaridad y a la búsqueda de fines comunes fue reemplazada por un solo lema: ráscate con tus propias uñas.



Fue el modelo que se eligió para la transición chilena y hoy está en crisis. Las nuevas generaciones avisan una vez y otra que no creen en la propuesta de pensar menos y consumir más. Políticos y obispos no se han dado cuenta todavía del abismo que se abrió entre lo que ellos hablan y lo que viven los otros. Los excluidos van llenando el calendario de fechas que muestran, sin lugar a interpretaciones, qué son capaces de hacer los que no tienen nada que perder. Y las encuestas advierten, con ya religiosa periodicidad, que se está cayendo a pedazos la credibilidad de todos, gobierno y oposición, simultáneamente. Seguramente es exagerado o apocalíptico suponer que asistimos al ocaso de una época o de un sistema, pero hay señales que nos hablan de una peligrosa anomia y vaciamiento de sentido.



Dos errores, el mismo símbolo. El del gobierno fue haber celebrado el triunfo de la democracia como ya se ha hecho tradición, casi en privado, con La Moneda encerrada entre rejas verdes, mística cero, alegría cero, ni siquiera algún atisbo de relato (¿de dónde, de qué profundidades viene tanto pavor a la calle?). Y el error transversal de los capitostes de derecha fue haberse atravesado con el 5 de octubre, haber expuesto nada solapadamente que esa fecha en realidad les molesta mucho, y haberse enredado en vagos cincunloquios y reclamos formales ante la detención de la familia Pinochet. ¿No se habían divorciado del viejo dictador? ¿Ah? ¿Por qué no están contentos? ¿Ah?



Vueltas de la vida. Cuando irrumpió como un relámpago en la última campaña presidencial, Piñera hizo por un rato que algo nuevo se oliera en el aire. Algo vinculado a la innovación, tal vez, a un cierto tipo de «modernidad». Pero Piñera aflojó. Dio el abrazo del oso: en la segunda vuelta, en vez de echarse a volar, se enfrascó en cicateros cálculos electorales y se alió con la UDI, que albergaba a los símbolos más recalcitrantes de la dictadura. La derrota de Piñera se produjo porque no creyó en su propio sueño: quiso cubrirse. Y su estancamiento de hoy es parte de la misma pendiente: ni él mismo sabe ya quién es, ni qué propone de original, fuera del gesto ya cansado de dar, cada tanto, un nuevo sablazo en la bolsa. La estrella de Lavín funciona hoy, geométricamente, como contraste de Piñera. Porque Lavín tiene algo de un capital que alguna vez derrochó Bachelet: transmite un cierto aire de sinceridad, de bonhomía, e incluso de candor. La impúdica avaricia de Piñera lo hace parecer, cada día más, como un escualo; Lavín va por la vida como ama de llaves.



Las oficinas de comunicaciones y asesorías de marketing que invadieron los bufetes públicos en los ochenta y los noventa fueron capaces de inventarlo todo, menos la sinceridad. La fuerza del juez Cerda radica en que él encarna, a ojos de millones de chilenos, un cierto tipo de ética o decencia, la de un individuo que fue capaz de poner en jaque su carrera y en peligro su propia vida para hacer correctamente su trabajo. La paradoja: esa misma impronta hace que el premio que está recibiendo, en estos días, en Estados Unidos, se convierta en algo ligeramente obsceno. Mientras está en activo, sería ideal que un juez no recibiera ninguna clase de galardón, por respetable que sea, pues pone en entredicho su independencia. Y además porque podría, eventualmente, dar pie a que salga a la luz algo humano y humanísimo pero singularmente antiestético cuando sucede en jueces o vicarios: la vanidad.



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Pablo Azócar es escritor y periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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