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Easy rider en el lago de los cisnes


Guardo para otro momento la columna que precede a ésta, donde lo que se ha escrito predomina sobre lo que se quiso decir, y las palabras se conjuran contra la razón arrastrando la voluntad al desafío de la primera palabra que se escribe sola, sin censura y que es el principio del hilo, la entrada en laberintos inquietantes, refugio de verdades disfrazadas de elucubraciones que parecen verdad, más que la verdad misma.



Y miro sin querer ver como caen las hojas secas en estos parajes que habito y que no hace mucho eran bosque cerrado.



¿Se mira sin ver cuando el pensamiento mariposea, cuando se ausenta la conciencia, tal vez?



Aquí, cerca de Point des Cascades no hay nada que impida el recogimiento. No llegan autobuses ni hay Metro, tampoco grandes almacenes. Todo es pequeño y pueblerino en el mejor de los sentidos. Es además un reducto quebecuá rodeado de lagos y ríos. Solo pasan trenes que atraviesan del Atlántico al Pacífico y otro de cercanía que tarda 50 minutos en llegar al centro de la ciudad. En verano, hasta mediados de octubre, reinan en la carretera y en el lugar los Hell Angels con sus magníficas Harley Davidson y su leyenda a cuestas. Al verles imagino a Peter Fonda, Denis Hooper o Jack Nicholson en Easy Rider. Tanto que si esta columna fuera un guión, tendría una acción obligada, la del paréntesis. (Jack sonríe, ella suspira).



Los Peter Fonda o Denis Hooper de casa, «les motards» familiares son menos sofisticados. Circulan en banda y perfecto orden jerárquico. Van despacio con los faros encendidos y nadie les sobrepasa. Llevan blue-jeans, botas con tachuelas, cascos de combate, plumas, patas de pollo colgando, cadenas, visten chamarras negras de cuero, lucen tatuajes fantásticos, llevan el pelo largo, barba trenzada a veces y bigote. Con ellos no se mete nadie ni siquiera la policía. Son intocables. Detrás de sus gafas oscuras nunca se sabe si esos ojos te están clavando la mirada o les importas tres bledos. De preferencia es mejor lo último.



Nadan en millones de dólares y otras divisas de oscura procedencia. Cuenta la leyenda que suelen ser bandidos generosos con los necesitados. Oficialmente trafican con todo menos con niños, lo que no es poco decir en los tiempos que corren. Suelen tomar la justicia por su mano y vistos muy de cerca, muy de cerca, impresionan. Incluso se encoge el ombligo. Doy fe de ello.



Para que no se diga que todo es invento, sacaré de la caja de los truenos y temblores el incidente, mejor dicho, el encontronazo con los skinheads que conocí a pesar mío en Canizzaro Park, Wimbledon.



Canizzaro Park es famoso ahora por los campos de golf, pero a mediados de los 60 era un bosque encantado, sobre todo en invierno cuando entraba la niebla. Tenía vericuetos, árboles de raíces inmensas, nervudas, que sobresalían de la tierra cubiertas de hiedra y musgo. Había un lago de cisnes blancos. De madrugada era el punto de reunión de teddy boys y skinheads.



Nosotras, June, Moira y yo durante el día, íbamos a derrochar tiempo allí cuando se tiene vida a borbotones y es un placer dilapidar las horas mirando al cielo, dando un repaso minucioso a todo galán fuera y dentro de nuestro alcance o leyendo novelas de Agatha, de Emily Bronte, cuentos medievales , destellos de Camelot.



Raíces y ramaje servían de cabañas protectoras impregnadas de aroma de nogal, de resinas diversas y penetrantes, habitadas de caricias ruborosas entre besos, silenciosos revoloteo de faldas y manos, de manos entre las faldas. ¿Sería así?



Una de nosotras leía Lady Chaterley. Era fácil entornar los ojos entre pestañas y convertirnos en las heroínas de la historia. Qué maravilla Wuthering Heights, Laurence Olivier y su Heathcliff.



Ay, Larry, Larry. Su mirada dramática azul oscuro me traía a mal traer. Desde siempre hasta King Lear, Lord Olivier me ha alborotado las neuronas. Corramos de momento un tupido velo.



Pero sí merece la pena comentar que ciertas obras es mejor leerlas donde se han escrito. Por ejemplo el poema de La Muerte de John Done se ve muy distinto en un pueblito inglés a la luz de las velas que adornan de sombras la casa mientras fuera silba el viento entre los árboles y llueven chuzos de punta. Es muy diferente leerlo a la luz de las brasas en invierno. In situ.



Hablando de fuego, la imaginación siempre alcanza un grado de combustión que superaba con creces la abstención y lo imposible.



Inglesas y escocesas vivían menos reprimidas, menos retorcidas espiritualmente, no tenían escrúpulos de conciencia y no se hacían mayores problemas con el tabú sexual. Milagro, milagro, sabían hacer el amor. Al menos lo habían intentado.



Una, jamás. Jamás de los jamases. No fuera más que por evitar confesar tan vergonzante pecado después. Se notaría en la cara, en los ojos. Mi madre me hubiese convertido en una Bernarda Alba cualquiera. Qué pereza.



No, yo era muy zen en aquella época. No supe lo que era el conocimiento bíblico. Una estaba dispuesta a morir defendiendo patria y honra. Sobre todo honra. La mía, por mucho que me repatease, estaba en el mismo sitio que la de tantas otras zagalas de mi generación.



Pero eso es harina de otro costal.



De mis amigas, Moira era anormal como yo. Había nacido en el Condado de Monaghan en Irlanda del Norte. Politizada, católica y atormentada también, pero totalmente dispuesta a saltar cualquier parapeto. Presumía con razón de una hermosa cabellera negra ondulada, tez ebúrnea y ojos grises. Pasaba horas en la capilla y lloraba. No decía porqué. Simplemente lloraba.



Años después de aquel tiempo feliz en Inglaterra, recibí aquí una carta de ella desde un claustro olvidado. Me dijo que estaba dedicada a la vida contemplativa y a la oración, que esperaba encontrar en el viaje hacia dentro, la razón de existir y la expiación de su turbulento pasado. Pero no puedo contar más, sus secretos no me pertenecen.



En cuanto a June, temperamental, graciosa y con la frescura a flor de piel, venia de Liverpool, tenía los ojos claros, verde uva, y la cara llena de pecas, el pelo cortado estilo paje castaño oscuro. Ella amaba a los Beatles y de modo concupiscente a Paul. No era católica y carecía de prejuicios morales. Para June su cuerpo era el templo mismo de todos los placeres sospechados e insospechados.



Se me ha hecho tarde. El tiempo en el teclado pasa como un suspiro. Es ya noche cerrada en el lago St. Louis y la casa está llena de silencio de claustro. Así que volveré a Canizzaro Park antes de subir corriendo a mi dormitorio con la sensación de que alguien corre también detrás de mí.



La misma presencia que lee por encima del hombro lo que escribo. Debo llegar entonces al final de la historia.



Decía que era un siete de Febrero en el parque, empezando a caer la tarde aunque temprano todavía pero teníamos ganas de volver a casa. Íbamos a cruzar el puente diminuto cuando nos dimos cuenta que al otro lado había un grupo de muchachones vestidos enteros de cuero negro , la cabeza rapada, la svastika en la chamarra , calzaban botas de hierro y estaban a punto de zafarrancho con otros cuantos Teddy Boys. Todos llevaban cadenas que manejaban como látigos y tenían las Norton aparcadas en pleno bosque.



Muy cerca del puente había tiovivos antiguos y una noria descomunal con sólo dos brazos cuyos extremos terminaban en forma de zepelín. El dueño del carrusel era amigo nuestro y se llamaba Ralph. Él se encargaba de asegurar que todo estuviese herméticamente cerrado antes de poner en marcha la noria. Mientras empezaban a tomar velocidad los zepelines en las puntas giraban en todas las direcciones, en plan batidora. Cada carrusel tenía su música peculiar, siempre la misma.



No había nadie más de ese lado del puente. Solo Ralph, June, Moira y yo. Recuerdo el Vals de las flores al compás de la noria en medio del ambiente enrarecido, lo caballitos dando vuelta solos, sin jinete, haciéndose de noche. Imposible escaquearse. Así que no sabiendo qué hacer, desencajadas, nos metimos en la noria y le dijimos a Ralph que nos dejara por los aires hasta que se fueran los skinheads.



La jaula comenzó a dar vueltas y más vueltas y revueltas, por encima de la copa de los árboles en caída libre a ras de tierra, girando sobre su eje, cada vez más rápido el zepelín parecía que iba a desintegrarse. Oíamos a Ralph discutir. Querían detener la noria.



Y eso pasó, que la pararon en seco. En lo que me concierne, dejé de discurrir, sentía la garganta seca, deseé no haber nacido.



Esto que se cuenta ahora tan fácil, tan ordenadamente, pasó entonces arrasando a una velocidad vertiginosa. Sobre todo por el estómago.



Cuando se llama al lobo no es lo mismo que cuando aparece por sorpresa. Tampoco es ni parecido el principio filosófico de los skinheads en 1960, que cuatro años más tarde. Les precedía una reputación terrorífica cuando nos encontramos con ellos en Canizzaro Park.



En brazos de ellos se suda frío y el sudor huele a miedo, aroma que flota en el aire, envuelve y delata. Creímos que había llegado la hora más aciaga de nuestra vida. Seguras de que seríamos horriblemente ultrajadas lo mejor era morir de un cadenazo certero o como los espías de las novelas cien veces celebradas, masticando una cápsula de cianuro misericorde.



Considerando que sólo Inglaterra puede parir las excentricidades más notables ocurrió, Ä„oh misterio!, que aquellos seres terroríficos abrieron la puerta del zepelín, nos bajaron en volandas en plan manteo, de brazo en brazo, de brazo en brazo y nos depositaron en el suelo con la suavidad de una pluma, sin apenas mirarnos, riéndose. Luego se subieron unos a la noria otros en el tiovivo de los caballitos al compás de El bello Danubio Azul.



Come on Ralph, let´s swing! Dijeron. Pero nosotras ya estábamos volando más que corriendo cuando dejamos de oír el vals y empezaba a entrar la niebla en Canizzaro Park.



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Begoña Zabala es actriz -escribiente y reside en Montreal, P.Qué.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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