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Mi amigo cumple 60 años


Esta historia ocurrió años antes de salir elegido presidente de Chile Salvador Allende. En 1969 llegaba una generación de jóvenes, incluido yo y mi amigo Mario a estudiar a la Universidad de Concepción. En mi caso, yo era de un pueblo llamado Tomé, no muy lejos de Concepción. Un pueblito al lado del mar al cual llegué de la mano de mi madre, empleada domestica, a finales de los 50.



Recuerdo el arribo en un tren en el que veníamos desde la capital, y luego hacía un trasbordo en la ciudad de Chillan y de allí a Concepción, pero entremedio paraba en Tomé. Pueblo lleno de actividades pesqueras, madereras, agrícolas, industriales. Allí estaban las únicas fábricas que producían telas en Chile y dicen que se exportaban a varias partes del mundo. Incluida Inglaterra para hacer esos trajes elegantes de chaquetas con botones cruzados. Quien sabe si algún actor famoso de esos años, en películas de Hollywood, usaba telas hechas en el fin del mundo. También había un barrio llamado «California» que en un tiempo pasado exportaba trigo a San Francisco, Estados Unidos. Llegaban al puerto carretas de bueyes cargadas de sacos con ese grano. Nunca supe si realmente era verdad porque nadie tampoco en nuestras escuelas los profesores de historia tenían idea de aquello.



Mi amigo Mario venía de otra parte de Chile. Desconocida para mí. Ni siquiera mi profesor de geografía del liceo de Tomé había mencionado ese pueblo. Se llamaba Aysen. «¿Dónde queda Aysén?», le pregunté a Mario cuando nos conocimos en la Universidad de Concepción. Mario tenía apellido materno alemán. Le pregunté que por qué tenía ese apellido viviendo allá en el fin del mundo, en el sur tan lejano de Chile. Por él supe de las inmigraciones alemanas en aquellas lejanas regiones del país.



Mario para la edad -estaba en sus 20 años como yo y los demás- ya había leído cosas que para mi eran de otro planeta. Mencionaba libros aún más extraterrestres que hablaban de la historia, la política, la literatura chilena, etc. Y qué decir de los libros sobre marxismo que tenía en su librería personal de su dormitorio universitario (el me prestó un libro de Lenin sobre el materialismo dialéctico, ¿qué es eso de dialéctico le pregunte a Mario?). Y aún más: tenía discos de música.



Mario escuchaba, para espanto de los 12 estudiantes que compartíamos ese dormitorio universitario, música clásica. Alguien podía poner al azar el comienzo de cualquier sinfonía, sonata, concierto, etc., y en medio de un minuto Mario sabía a quién pertenecía esa música, el número de la sinfonía o la sonata tal, el autor y su historia y -para más asombro mío- podía continuar silbando de memoria el resto de la música.



También tenía una radio a pilas, una maravilla tecnológica a finales de los 60, hecha en Alemania u otro país. Y un tocadiscos (otra maravilla). La mayoría de sus discos -serían como cien- eran de música clásica. Pero tenía otros. Por él escuché todo Joan Manuel Serrat pues él de repente apareció con ese codiciado «Long Play» y cantábamos hasta memorizar casi todas sus canciones. Luego por ahí llegó con un disco del famoso argentino Leonardo Favio (Fuiste mía un verano/ solamente un verano/ yo no olvido la playa ni aquel viejo caféÂ….). Recuerdo sí que no le gustaba para nada a los «Quilapallun» tan populares durante la candidatura de Salvador Allende antes de 1973. «Es como una música militar» me decía.



Y ya lo último, para asombro de todos de ese dormitorio universitario, es que Mario fumaba pipa y tenía una colección variada de tabacos de distintos aromas. Deliciosos inciensos me recuerdo. Por influencia de él me dio también eso de fumar pipa por un tiempo. Claro, la pipa me la prestaba Mario y me pasaba tabaco también (o sea que le fumaba su tabaco que traía del sur de Chile pero a él no le importaba). Y esto del tabaco se conecta a una maravillosa experiencia con Pablo Neruda allá en Aysen



Era un verano del 70 cuando a dedo fui a visitar a Mario en Aysen. Y por casualidad pasaría por allí esa misma semana de enero el poeta Neruda y su esposa Matilde. Alguien le pidió a Mario -como mi amigo tenía un auto- que sacara a pasear a Neruda. Y salimos pues los cuatro en el auto de Mario con el poeta al lado del chofer (Mario) y yo atrás sentado con Matilde. Yo, claro, ni abrí la boca en todo el viaje ni menos le iba a decir allí al poeta que «yo también escribía poesía». Neruda al ver que Mario tenía una pipa en el auto le ofreció tabaco e inmediatamente empezó ponerle uno delicioso (quizás fuera inglés o de otra parte remota del mundo) en la pipa de Mario. Era un tabaco de olor agradable porque Neruda lo iba fumando en el auto también. Quizás muy caro y de una marca inencontrable en Chile de ese entonces. Allí fue cuando Matilde sacó la voz por primera vez y le dijo a Neruda «Ay amor no esté regalando todo su tabaco». Y Neruda sonriendo, y mirando algo lejano en el paisaje maravilloso de Aysen en aquel verano, guardó casi en cámara lenta su preciosa bolsa de tabaco.



Pero yo sólo era un compañero más de ese dormitorio universitario de la Universidad de Concepción. Estudiante bastante pobre y sin ningún pasado intelectual en mi familia de que vanagloriarme, menos de competir con sus libros o lecturas de las que yo carecía. Yo, el que jamás había escuchado al compositor ruso llamado Dmitri Shostakovich. O leído sobre «el avión rojo» durante el gobierno de Ibáñez, o degustado antes una pipa como en alguna foto vi a Jean Paul Sartre (Mario ya había leído algo de ese filósofo). Pero fue la mejor amistad que tuve en mi llegaba a estudiar a la universidad en los 60. Periodo de grandes utopías para casi una mayoría de la juventud en América Latina a las cuales era difícil no sumarse a ellas.



Mario tenía un amigo de apellido italiano que estudiaba también medicina como él (yo en cambio estudiaba castellano y tampoco sabía si eso era lo que quería. Es que como me gustaba escribir poesía pensaba que eso era lo mejor). Pues aquel amigo de Mario, que también fue mi amigo, decidió irse a las guerrillas en Bolivia antes del triunfo de Allende. Nunca supe por qué se iba en ese momento. Pero luego con el tiempo creo que lo entendí. Especialmente cuando leí (fuera de Chile) más sobre ese periodo que me tocó vivir (también a Mario y a miles de muchachos y muchachas a finales de los 60).



Aquel amigo de Mario decidió de un día para otro dejar su carrera de medicina, sus pertenencias, todo allí en esa cabina y salir hacia Bolivia apenas con lo puesto. Jamás supe de él. Ni en los años siguientes. Ni hasta ahora. Ni menos se supo cómo murió. Su propia historia (o la utopía en que creyó) lo hizo desaparecer de la vida para siempre.



Pero la mejor memoria de mi amistad con Mario (que en este mes cumple 60 años allá en Coyhaique) fue la de un abrigo que me prestó. Hermoso chaquetón largo de color verde. El mismísimo estilo que llevaba en una película el actor francés Yves Montand



Aquel abrigo era un regalo que su madre le había enviado desde Aysen (entonces una ciudad donde llegaban productos de otros países del mundo y la gente no pagaba impuestos de importación). Esa era la razón de porque Mario tenía esos preciosos objetos inalcanzables para nosotros: una radio alemana ultimo modelo, un tocadiscos, una grabadora como de película de ciencia ficción que también me prestó varias veces, ropa buena, etc.



Yo no lo envidiaba sino meditaba cuan importante eran ciertos objetos de consumo para gozar lo que quieres gozar: la música, la lectura, el desarrollo intelectual, o tener buena ropa, etc. Quizás haberlo dicho en ese momento tan políticamente de izquierda, habría pasado por un estudiante de mentalidad burguesa. Un «des-clasado», o «alienado» por los objetos de consumo, en el vocabulario ortodoxo de la época



Yo no tenía nada bueno para cubrirme del frío. Y él, generoso, me prestó ese hermoso abrigo verde un día de invierno. No se cuánto lo usé pero jamás me lo pedía de vuelta. Y aquel abrigo verde lo guardaba yo en mi pieza de la cabina 8. Jamás me mencionaba sobre el abrigo pero tampoco quizás quería mencionarlo. Era como un regalo en silencio para mí. Ä„Cuántos inviernos pasé sin frió con aquel abrigo allá en los helados inviernos de los 60 en el sur de Chile!



Hay amistades en la vida, yo no sé, que son inolvidables aun cuando el país o la región del mundo sean distintos y distintas sus historias. Si embargo siempre hay algo universal. Amistades de juventud que influyeron en la vida para siempre de muy diferentes maneras. A pesar de esos discos, esos tabacos, esas largas conversaciones políticas de Mario para cambiar el mundo, o esa maravilla de radio alemana o su tocadiscos o su grabadora , el encuentro con Pablo Neruda, mantengo, no sé por qué, mucho más la imagen de aquel hermoso abrigo verde de invierno el que nunca me pidió se lo devolviera.



Aquel amigo vive aún en el sur del planeta (y yo en el norte lejano), médico respetable, investigador de la historia de esa región y con algunos libros publicados. Vive junto a su esposa, Rosita, igualmente doctora, a quien también conocí en esos turbulentos años 60 en la Universidad de Concepción.



Feliz cumpleaños Mario. Gracia por aquel abrigo verde. Perdón que no te lo haya devuelto nunca, pero me ayudó por algunos años a pasar el frío. Y también logró dar calor a alguna bella muchacha amiga mía de ese entonces, caminando ambos abrazados, gozando la hermosa juventud de fines de los 60 y comienzos de los 70, recorriendo entonces otras alamedas y creando los sueños del futuro, cantando «El pueblo, unido, jamás será vencidoÂ…». Todo eso poco antes del siniestro golpe militar de septiembre de 1973.





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*Javier Campos es poeta, narrador, académico de la Universidad jesuita de Fairfield, Connecticut, Estados Unidos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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