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Muertes en vano


La muerte de diez jóvenes en una cárcel de menores, eufemísticamente llamada «Centro de Detención Provisoria «Tiempo de crecer», no es la primera de este tipo en el país y, con toda seguridad, no será la última. Esta certeza es lo que agranda infinitamente las dimensiones de la tragedia; más aún, para quienes conocen la realidad que viven los niños y jóvenes en los diversos tipos de establecimientos correspondientes a la red del Servicio Nacional de Menores, este es uno más de los tantos rostros de un drama que se incuba y se desarrolla regularmente como consecuencia perversa del propio funcionamiento de una institucionalidad mal concebida y peor ejecutada.



Un sistema estructurado en función de realidades históricas -como antiguas y diversas instituciones preocupadas de la niñez desvalida- con una concepción predominantemente paternalista e institucionalizante, y no una efectiva y bien diseñada política pública, orientada según conceptos actuales en prevención, riesgo y vulnerabilidad, exclusión e integración, por ejemplo.



Un sistema con un gasto enorme y que, en la práctica, no logra resultados satisfactorios en la protección simple de los niños, en la prevención de las situaciones de riesgo y menos en el tratamiento de los jóvenes infractores de la ley. Una compleja y contrahecha entidad gubernamental, amalgamada con corporaciones privadas de toda índole, que parece completamente ciega con respecto al resguardo de los derechos humanos de estos menores de edad e inconsciente de su responsabilidad con el cuidado de los mismos.



Un aparato estatal que intenta defender la errada e indefendible concepción que inspira sus servicios, a lo que se agrega una mayoritaria mentalidad cultural proclive al ocultamiento, al rechazo, al encierro y al castigo de cualquier tipo de anomalía; todo en absoluta sintonía con una sociedad que no desea reconocer aquellos diversos niños raros que ella misma engendra. Una sociedad incapaz de aceptar sus lacras, siempre dispuesta a perfeccionar la misma manera de hacer las cosas, perfeccionando así las nefastas consecuencias que ocasiona; como una familia enferma, encerrada en sí misma, procreando hijos enfermos. Este contexto era el propicio, el más indicado para la nueva Ley de Responsabilidad Juvenil, y su aprobación no podía ser otra cosa que una crónica de muchas muertes anunciadas.(*)



Ahora, como es costumbre, habrá investigaciones, explicaciones y justificaciones, los sentimientos de pesar de quienes ni siquiera entienden la responsabilidad que les cabe. Nada de eso podrá modificar la suerte corrida por estos jóvenes. Mientras el sistema siga dispuesto como está y desconozca la propia aberración que lo orienta y determina, esas muertes serán en vano y, lo que es peor aún, otras muertes sobrevendrán, sin contar los otros tipos de violaciones de los derechos que se cometen a diario bajo el manto de una institucionalidad erigida para proteger a los menores que lo necesitan. Pues lo que hemos visto es la muerte biológica, pero para muchos de estos jóvenes recluidos en este tipo de recintos se ha iniciado la vida segregada y encerrada, la muerte social, que -casi siempre- y por un camino bien conocido, termina en la cárcel de adultos. Un camino que no conduce a la rehabilitación, sino a una mayor ambientación en los códigos de la marginalidad y del delito; un destino sellado que en muy contadas ocasiones se puede alterar y que, con la entrada en vigencia de la nueva ley, ha comenzado más temprano.



Arístides Giavelli I.
Psicólogo, Doctor Rerum Naturalium
Decano Facultad Ciencias Sociales Universidad Central.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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