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Cheers!


No es por nada, pero constato que estamos una vez más zambulléndonos en la vorágine navideña que preparan los chupasangres de la compra-venta del último resuello de nuestras atribuladas reservas morales y apretujados bolsillos.



Así es que me he sometido a tratamiento musical intensivo por si unas cuantas semicorcheas, otros tantos silencios bien puestos y redentores me redimen del nauseabundo coro de esclavos al que pertenezco. Música que empape paredes, nieve, el aire que respiro y hasta el pan que siento la necesidad de hacer sólo por el gusto de meter las manos en la harina delicada y floja y acariciar la masa y llegar a la esencia de lo primordial. Que Bach me asista y Janis, Bobby, Mahler, Verdi, Leonard, otra vez Verdi, mil veces Verdi, María Callas, Baga Biga, Shostakovitch, Idoia, Let it be, Let it be, Let it be. Música orgiástica que acaricie y mezca.



Música que devuelva fugaz una semifusa de compasión fundamental, anquilosada en el burocrático camino de las consideraciones.



Música que aplaque la mala conciencia de dejarse llevar por la inercia institucionalizada, por no se sabe qué lógica acomodaticia o ceguera oportuna al hacer recuentos que pone a bajo cero en color bermellón la tan manoseada solidaridad. Nuestra indiferencia. Material ultrasensible ese de la deshumanización.



Creemos merecer derechos fundamentales que negamos a más de la mitad del planeta o los vendemos a precio de muerte y miseria, porque se nos pone en las pirindrolas y vivimos de sofismas y circunloquios.

Quién sabe, a lo mejor entre unas cosas y otras nos han convertido ya en clones vacíos robotizados.



Y aquel loco que predicaba lo de si quieres ser perfecto deja todo cuanto tienes, dáselo a los pobres y después ven y sígueme, está en las antípodas de nuestra metamorfosis y quedó obsoleto en la cuneta del camino de un mundo que soñamos mejor y terminó por convertirnos en espectros.



Después de tanto afán, al final del sendero ¿nos esperará el abismo, el abrazo de la medusa, la luminosidad del alba?



Envuelta en música evito pensamientos de semejante índole.



Reuyendo, por supuesto, ese engendro que se llama villancico. Villancicos hasta en la sopa. O como el anuncio publicitario que repatea el píloro cada vez que muestra un tropel de infantes blancos, negros y amarillos bien peinados y mejor vestidos que piden con voz de ultratumba, violines de fondo incluidos, una limosnita los que esta navidad tampoco tendrán casa ni juguetes ni fuego en la chimenea. Rien de rien. Oremus.



Gingle Bells verbigratia, altera el sistema nervioso central. También agudiza síndrome de Diógenes a través del mensaje subliminal que emite su sonsonete repetitivo.



Hablando de mensajes subliminales. Cuando vivíamos en Santiago, en los años 2000, me ofendió mucho -y no soy chilena- el árbol de navidad enorme que instalaron frente al Palacio de La Moneda. Una mole triangular de plástico con tapas de Coca-Cola gigantes. Me dio un ataque de llanto. Sí, sí, llorar a borbotones. Recuerdo que había un señor atendiendo un kiosko, cerca, esquina con Teatinos, donde al fin llegué desolada como si un tanque de guerra me hubiese pasado por encima. Aquel hombre preguntó con mucha fineza, qué le pasa mi dama que tiene esa mirada tan triste.



Me calcé las gafas de sol y no pude contestarle nada. Además, qué le hubiese podido decir que no supiera ya.



Pero bueno, ha sido un lapsus. Suele pasar.



El «24 D» en Montreal se vende hasta las entretelas. Como en el resto del globo terráqueo. Las tiendas cierran a última hora. Como si la consigna fuese comprar, comprar y comprar, engullir, engullir, engullir, beber, beber, beber, esnifar, esnifar y darle alguna alegría al cuerpo, aunque al final sea a cuatro patas. Me refiero por supuesto al cansancio acumulado. Todo tipo de cansancio. Y nos diremos quemados por las cuatro esquinas lo muchísimo que nos amamos en diciembre que es el mes del amor por decreto. ¿Vale?



Otra cosa. Quienes comemos todos los días nos sobrealimentaremos especialmente, no sea que el dueño del polvorín que suele inventar guerritas por estas fechas, saque de la manga otra de última hora como hizo con los iraquíes. Debemos pues aplicar medidas preventivas y llenar el buche.



Y los que nunca comen ya están acostumbrados, así que tampoco es problema. O se conforman con las latas de sardinas, sopas, galletas, y sobras mil que tan pomposamente arrojamos desde los aviones, o se joroban con el menos nada.



Ahora una servidora se apea del mundo un renglón.



Y recurro a ese algo que vuelve al rescate de la hippie que me habita entre frondosas canas y el tiempo, coronada de flores y liturgias.



Asusta un poco intentar hacer ejercicios de álgebra anancástica cuando se mira con lupa los deberes y los haberes; o el incoformismo de papel que nace asimétrico de las teclas asombradas empezando Diciembre cuando no va quedando más cera que la que arde y uno repite las palabras de Samuel Beckett I can´t go on, I must go on! Como una cábala hasta que las hace conciencia.
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Begoña Zabala es actriz-escribiente y reside en Montreal, P.Q.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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